John Darnton - Ánima

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Nueva York: un chico de trece años yace en la cama de un hospital con el cerebro dañado a causa de un accidente. Dos científicos se hacen cargo de su destino. Ambos médicos alcanzarán juntos un resultado que superará todas las expectativas de la ciencia médica.

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Además, estaba el problema de los sujetos. Los lunáticos no eran buenos para el trabajo. Eran incapaces de articular lógicamente cualquier cosa que les ocurriese y difícilmente se los podía instruir acerca de los conocimientos recién adquiridos. Tarde o temprano, pensaba Cleaver, tendría que recurrir a un ser humano maduro, racional. Pero ¿quién? El proceso requeriría un discurso poderosamente persuasivo para poder convencer a alguien medianamente normal de que se metiera dentro de ese cilindro metálico.

¿La experiencia no provocaba ningún cambio en los sujetos? Cleaver aún no estaba preparado para llegar a ninguna conclusión en ese sentido, si bien había advertido un hecho inusual. La noche en que cada uno de los dos primeros sujetos de experimentación había sido sometido a la prueba; él había recorrido el pabellón y había comprobado que ambos estaban atormentados por terribles pesadillas. Había intentado descifrar lo que decían, pero no pudo. Tal vez sólo se tratara de una coincidencia, pero tomó nota mentalmente de acercarse a la cama de Mann esa noche.

Frotó con alcohol la piel blanda debajo del antebrazo, le administró la inyección y aguardó cinco minutos para que el compuesto se abriera paso a través del sistema. Después, alzó la vista y miró a Félix.

– ¿Todo listo, entonces? -preguntó con tono ligeramente irritado.

Su ayudante seguía sin gustarle y pensaba que era incompetente. Pero había llegado hasta allí con él y, además, si lo despedía, ¿quién sabía lo que Félix era capaz de hacer? Esos ojos inexpresivos eran en parte un disfraz; no cabía duda de que Félix era perfectamente capaz de planear una estratagema.

– Sí. Todos los sistemas están funcionando.

Félix se encontraba junto a los controles del ordenador, lo que aparentemente hacía que se sintiera como si estuviese a. punto de lanzar un cohete al espacio.

Cleaver empujó la camilla y observó mientras Mann desaparecía en el estrecho cilindro hasta que sólo sus pies quedaron visibles. Sintió un leve estremecimiento de claustrofobia solidaria, se irguió, estiró la espalda y se dirigió al ordenador para hacerse cargo del experimento. Lo primero que hizo fue poner en marcha el gran reloj empotrado en la consola, su gran manecilla negra señalando los segundos en melodramáticas estocadas. Manipuló unos cuantos interruptores y la pantalla cobró vida: una imagen del casco con sus electrodos de grabación, dispuestos en hexágonos imaginarios, encendidos como las diminutas bombillas de un árbol de Navidad. Presionando los bordes de un botón direccional podía hacerlo girar 360 grados en cualquier ángulo.

Pulsó otros interruptores y la imagen del cerebro de Mann apareció súbitamente en la pantalla. Hizo girar unas ruedas que provocaban la rotación del cerebro y le permitían entrar y retroceder en cualquier punto, como un operador de cámara que trabajara desde la grúa. Permaneció inmóvil unos treinta segundos, observando cómo funcionaba el cerebro y escuchando el sonido de sus infinitas maquinaciones. Manchas solares que estallaban sin cesar.

Hizo un esfuerzo y se contuvo; había trabajo que hacer. La manecilla grande del reloj avanzaba inexorablemente.

Habían decidido suministrar a Mann información sobre álgebra. Su expediente indicaba que no había superado las matemáticas elementales en el instituto, impedido por unos rasgos de personalidad que eran precursores de su enfermedad. Cleaver, con sumo cuidado y con la ayuda de un asistente del St. Catherine, que no tenía ni idea de la finalidad del experimento, había cargado el ordenador con teorías y fórmulas algebraicas. Siempre que pudiesen conseguir que Mann se concentrase, tratarían de comprobar si esa información había pasado al sujeto.

Cleaver trasvasó el material y volvió a mirar el reloj. Ya habían transcurrido tres minutos. Aún quedaban dos. Cleaver, respondiendo a un impulso, decidió realizar un experimento dentro del experimento. Dejó de transmitir los impulsos eléctricos desde el ordenador y abrió todos los interruptores. Eso, en teoría, podía dejar libre el nervio óptico. Permitiría que los impulsos fluyeran en cualquier dirección que ellos desearan, como agua que busca su propio nivel. Era el equivalente a levantar las compuertas de una serie de esclusas que conectaban dos océanos situados a alturas diferentes, pensó. ¿En qué dirección fluiría el agua?

Esperó un minuto. Los sesenta segundos transcurrieron lentas, silenciosas, tensamente. En el exterior, no pasaba nada. Era un momento detenido en el tiempo, como cuando uno contiene el aliento.

Cleaver inició el proceso de cerrar las conexiones. Félix no parecía tener ni la más remota idea de lo que había pasado.

Cuando sacaron a Mann de la máquina, tirando de la camilla rodante, le quitaron el casco con sumo cuidado y luego desataron las correas, parecía un tanto confuso y aturdido pero, salvo por eso, no parecía haber cambiado. Tal vez fuese el Valium lo que lo había desorientado; nuevamente, Cleaver, conteniendo la respiración para evitar la pestilencia, maldijo a los hados que lo habían obligado a escoger a ese sujeto.

Mann se levantó con dificultad, como un astronauta que regresa a la Tierra, pero pronto recuperó el equilibrio. Cleaver y Félix lo ayudaron a salir de la habitación, que abandonó con agradecida prisa. Una vez arriba, lo lavaron y le dijeron que descansara un rato. Luego lo despertaron suavemente, le dieron un almuerzo ligero compuesto por un plato de sopa y un bocadillo de queso y lo llevaron a la vieja galería de fumadores para someterlo a las pruebas pertinentes. La luz del sol se filtraba a través de los cristales sucios de las ventanas, reflejando las motas de polvo que flotaban en el aire.

Con forzada indiferencia, Cleaver le alcanzó un bloc de notas amarillo y se sentó junto a él. En la primera página escribió:

¿4y=12 y?

– Ahora, tómate tu tiempo -dijo-. Quiero que veas si puedes resolverlo.

Pero una sola mirada a Mann fue suficiente para comprender que no tenía la menor idea de qué significaba lo que él había escrito en el papel. El experimento había sido un fracaso, igual que los dos anteriores.

Cleaver lo intentó con otras dos fórmulas pero, al final, ni siquiera se molestó en colocar el bloc delante de Mann. Tuvo que reprimir una creciente sensación de enojo: ¿acaso aquel pobre desgraciado no podía hacer un esfuerzo? ¿Cómo se las había arreglado para ser tan imbécil? Y pensar que ese pobre infeliz había asesinado a toda su familia. -Me rindo -dijo Cleaver.

Se levantó con aire cansado. Había sido un día muy largo. Miró a Mann, sentado allí con su raído albornoz, meciéndose ligeramente, la imagen del arrepentimiento. -Me marcho -anunció Cleaver lacónicamente.

– Czesc. Do zobaczenia.

Cleaver no le prestó apenas atención. Pero luego, súbitamente, se dio la vuelta.

– ¿Qué has dicho? -preguntó.

– Mówie po polsku -contestó Mann-. Estoy hablando en polaco.

– ¿Y cuándo has aprendido tú a hablar polaco?

– No lo sé. Simplemente lo hice. Las palabras empezaron a salir de mi boca.

Los pensamientos de Cleaver llegaron a borbotones. Parecían resonar en su cabeza mientras se alejaba por el corredor.

De modo que había funcionado, después de todo. Pero en la dirección equivocada. Su cerebro salió y se metió en el ordenador y lo estuvo revolviendo y dio con el archivo destinado a otro sujeto. ¡Por Dios! ¿Quién habría imaginado que semejante cosa sería posible?

Mientras caminaba por la Segunda Avenida, Kate estaba cambiando de idea. No sabía qué era lo que se había apoderado de ella, quizá había sido la bebida. Tal vez fuese la decisión tomada por Scott y la nueva fuerza que eso le había proporcionado. Pero, en cualquier caso, estaba claro que se había dejado llevar y había hecho una promesa de la que tal vez se arrepentiría. Le había dicho a Scott que apoyaría su decisión. Lo extraño de todo el asunto era que él apenas había mostrado alguna reacción; era como si no hubiese esperado otra cosa.

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