John Darnton - Ánima
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Hizo una parada en una tienda de comestibles y, con aire ausente, cogió uno de los cestos de plástico y comenzó a llenarlo con los pequeños artículos de una persona que vive sola: un cuarto de leche desnatada, un pollo asado, una lechuga, galletas recubiertas de chocolate.
Pero podía crearle problemas, de eso no había duda. Saramaggio no se lo tomaría a la ligera si Kate se cruzaba en su camino. Era obvio que ella no le caía bien, y era la clase de hombre que sentiría cierto placer al arruinar la carrera de alguien.
La idea de colocar su ambición por delante de su instinto de hacer lo que era correcto hizo que se avergonzara. Y se sintió aún más avergonzada por los pensamientos que siguieron a continuación: sintió la tentación de faltar a la palabra que le había dado a Scott, pero lo que la frenaba era cómo iba a decírselo. No se creía capaz de hacer frente al oprobio que esa acción significaría. Y él no era un caballero que la dejaría librarse tan fácilmente del apuro. Se preguntó por qué le importaba tanto la opinión que Scott tuviese de ella.
Al salir de la tienda, con la bolsa de papel bajo el brazo, creyó reconocer una figura unos metros más adelante, el pelo negro azabache. ¡Gully! Era exactamente lo que necesitaba, alguien con quien hablar de su problema. Podrían tomar una taza de café.
Kate apresuró el paso, casi trotando, torpemente. El hombre se detuvo en la esquina esperando a que cambiase la luz del semáforo, ella le dio alcance y estaba a punto de hablar cuando él se volvió para mirarla.
Era otra persona, no Gully. Los ojos del hombre mostraron una ligera alarma ante la intensidad de la mirada de Kate.
De regreso en su apartamento se sintió doblemente mal y doblemente sola. Dejó la bolsa con la comida sobre la mesa de la cocina y decidió subir a la azotea, salvando varios tramos de escalera, abriendo una pesada puerta de metal y saliendo a un gran espacio de suelo alquitranado y lleno de ondulaciones. Hacía calor y el cielo tenía un color espectacular, con una especie de aura que brillaba tenuemente en el perfil de los rascacielos que la rodeaban. Justo encima de ella, en la oscuridad, parpadeaban las estrellas.
En ese momento, sin ninguna razón aparente, pensó en su padre. Ella sólo tenía dos años cuando lo mataron en Vietnam, víctima del bombardeo de un avión norteamericano en el delta del Mekong. «Fuego amigo», como dijo aquel cabrón mentiroso y arrogante. No recordaba nada de él, aunque su madre le había descrito su partida tantas veces que casi sentía que podía recordarlo. Un hombre grande con un pecho amplio y bigote (según una fotografía que su madre tenía en la cómoda), la había cogido en brazos, la había abrazado con fuerza y le había dicho: «Estaré fuera mucho, mucho tiempo, pero volveré». Luego se había dado la vuelta y había salido por la puerta de la casa y ella había corrido a la ventana para ver cómo se alejaba por el sendero del jardín. La escena era tan intensa en su mente que, a veces, estaba segura de que el recuerdo era suyo.
Cuando era pequeña y rezaba el Padrenuestro, a menudo se imaginaba a su propio padre allá arriba, mirándola, cuidando de ella, arreglando las cosas. Resultaba reconfortante. Y ahora, al mirar las brillantes estrellas, pensaba, quizá tontamente, que le gustaría volver a sentirse de aquella manera.
Aquella noche, por primera vez en mucho tiempo, pensó en llamar a Harry a San Francisco, sólo para hablar con un viejo amigo, para escuchar su voz y, tal vez, sentirse menos sola. Levantó el auricular para marcar el número, pero luego volvió a dejarlo en su lugar. No sería justo para Harry, pensó, que recurriese a él, especialmente cuando casi no había pensado en él desde que había llegado a Nueva York.
Kate estaba nerviosa cuando entró en la sala de audiencias y trató de disimularlo haciéndose notar. Sus tacones resonaron con fuerza sobre el suelo de madera. Llevaba el pelo recogido con un lazo y, para la ocasión, había elegido su traje de chaqueta azul oscuro a rayas con solapas anchas; la prenda se ceñía, aunque de manera conservadora, en los pechos y las caderas; lo consideraba su «traje de poder», aunque detestara la expresión y, de hecho, el propio concepto. No obstante, necesitaba algo que reforzara su imagen en ese ruedo masculino. Un dermatoesqueleto sería perfecto para la ocasión, pensó.
Advirtió de inmediato que la sala de la planta quince había cambiado. Era el mismo lugar donde Saramaggio había llevado a cabo su pequeña demostración tres días antes, pero parecía completamente diferente. La pantalla, el refrigerio y el atril habían desaparecido. La atmósfera era utilitaria, práctica. Echó un vistazo a la ventana. Incluso la vista del río parecía haber cambiado; era una mañana gris y lluviosa, con bancos de niebla alrededor de los puentes, y embarcaciones que se movían con morosidad entre la bruma. Naturalmente, el sol no podía brillar en un día como ése. Un pensamiento se deslizó en su corriente de conciencia: ¿qué se decía, en los lejanos días de la universidad, cuando el mundo exterior era un espejo de tus emociones internas? «Llueve en la ciudad como llueve en mi corazón.» Ajá, la «patética falacia». Le reconfortó haber recuperado ese fragmento de una vida lejana. De pronto pensó en Cleaver. En una ocasión, Gully le había dicho que Cleaver había citado una estrofa de Wordsworth. El experto informático retozando a través de unas colinas cubiertas de narcisos. Su corazón dio un vuelco; Cleaver seguramente estaría presente para tratar esa cuestión.
En la sala se había dispuesto un pequeño estrado, un panel que tenía casi el ancho de la habitación delante de diez sillas vacías. Las sillas estaban reservadas para la junta de Revisión Institucional. Eran de vinilo negro con respaldos altos, del tipo de las que giran. «Tronos modernos», pensó. Y miren cómo se alza el estrado a casi treinta centímetros del suelo. Es revelador cómo algunas autoridades sienten la necesidad de demostrar su posición a través de la elevación física.
La primera cuestión era, naturalmente, dónde sentarse. Lo haría junto a Scott -esa cuestión ya la había resuelto-, pero ¿dónde querría sentarse él? ¿Y si ella llegaba primero, acaso debía reservarle un asiento? Se sentía pequeña -no era la primera vez que le sucedía- por preocuparse por detalles tan insignificantes, lo que reflejaba su propio ensimismamiento, especialmente cuando esa audiencia era una cuestión de vida o muerte.
Problema resuelto. Allí estaba, en el centro de la primera fila.
Se sentó a su lado. Él se volvió y la saludó con una media sonrisa, forzada.
– ¿Cómo está? -preguntó Kate.
Scott no se molestó en contestar; en cambio, le hizo una pregunta:
– ¿Alguna vez ha asistido a una de estas reuniones? -hizo un gesto con la cabeza señalando la sala.
Ella detectó los rescoldos de ira ardiendo bajo sus palabras, y ya lo conocía bastante bien como para saber de dónde provenía. Intentaría calmarlo.
– Una o dos veces. En San Francisco. Todos los hospitales tienen una TRI¹ , al menos todos los que reciben fondos del Medicarel. En realidad, no son tan formales como parecen, a pesar de toda la puesta en escena. Quiero decir que no es como la sala de un tribunal de justicia. Kate estaba hablando por los codos, pero eso la ayudaba a calmar los nervios.
– ¿Y cómo es?
– Bueno, los funcionarios proceden de diferentes lugares: médicos importantes, algunos ya retirados, jefes de departamento, el presidente del comité de ética, uno o dos representantes de la comunidad. No se preocupe, no llevan pelucas de crin de caballo y nadie golpea con un mazo.
Scott no sonrió.
– Primero suelen escuchar los informes de la división de historiales clínicos. Se informan de todos los antecedentes del caso en cuestión. Luego escuchan al médico. Él dice por qué piensa que la operación es necesaria o se aborda cualquier cuestión que se esté debatiendo. Habitualmente lo interrumpen para hacerle preguntas. A veces tratan casos que han sido remitidos por el comité de ética; por ejemplo, si un bebé necesita una transfusión pero los padres son testigos de Jehová y se niegan a dar su consentimiento. Si se trata de un paciente que ha sido mal diagnosticado o ha recibido amenazas o algo ha salido mal bajo algunas circunstancias misteriosas, bueno, en esos casos las preguntas pueden ser bastante duras. Y, por cierto, todo es privado. Nada de prensa, ni de personas ajenas al caso… excepto las partes interesadas, por supuesto. Como usted.
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