John Darnton - Ánima

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Nueva York: un chico de trece años yace en la cama de un hospital con el cerebro dañado a causa de un accidente. Dos científicos se hacen cargo de su destino. Ambos médicos alcanzarán juntos un resultado que superará todas las expectativas de la ciencia médica.

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Cleaver volvió a llevarlo arriba, cogiéndolo por el codo, murmurándole dulces halagos al oído, y le preparó una taza de té, junto con dos tabletas de diez miligramos de Valium que había triturado apresuradamente en su despacho utilizando a modo de mortero una cuchara y un cazo. Esperó media hora, mientras observaba cómo los ojos de Mann se iban tornando vidriosos, y luego volvió a llevarlo al sótano, esta vez sin que opusiera ninguna resistencia. Aunque se encontraba completamente sedado por la medicación, el rostro de Mann se contrajo en una expresión de alarma cuando cruzaron el umbral. Félix tenía dispuesta una camisa de fuerza en un taburete, pero Mann se tranquilizó una vez dentro de la habitación y Cleaver supo que no la necesitarían.

– Eso es, Herbert. Ven. No tienes nada que temer. Ése es mi chico.

Las lisonjeras palabras de Cleaver, expresadas con voz aguda, le resultaron falsas incluso a sí mismo.

Lo bajaron a la camilla móvil en la boca de la máquina tan delicadamente como a un saco de manzanas. De pie junto a Mann, Cleaver recibió en pleno rostro un hedor que a punto estuvo de hacerlo vomitar. La expresión en la cara de Félix le confirmó que su ayudante también lo olía.

– Parece que nuestro amigo se ha manchado los pantalones -dijo Cleaver con una mueca de disgusto. – ¿Deberíamos cambiarlo? Sólo tardaremos un minuto. Cleaver lo pensó durante un momento. ¿Y si el efecto del Valium se disipaba? No merecía la pena correr el riesgo.

– No. Sigamos adelante.

Dicho esto, Cleaver pasó la gruesa correa por la hebilla y la ajustó con tanta fuerza sobre el torso de Mann que sus hombros abrazaron el pecho. Félix se encargó de sujetarle los pies con fuerza a la altura de los tobillos. También había dos correas más pequeñas para las muñecas, que se encontraban apoyadas con las palmas hacia arriba. De pie junto a Mann, que estaba completamente inmovilizado en la camilla de metal, Cleaver pensó que parecía un tanto encogido, como un cadáver. Tuvo la momentánea sensación de que estaba enviando a su sujeto a la incineración y la inexistente vida después de la muerte; tiraría de la palanca y la caja se deslizaría hacia el horno. Y un extraño pensamiento se formó inesperadamente en su cabeza: «Qué efímero, peculiar y patético es todo este jodido asunto que llamamos vida».

Pero Mann no estaba precisamente muerto: su rostro se contraía y los ojos se movían como limpiaparabrisas. -Todo saldrá bien. No te preocupes. Es como echar una cabezada.

Esta vez Cleaver pensó que sus palabras tenía el tono correcto. También lo sintió; necesitaba con urgencia que Mann se calmara. Su rostro se relajó un poco y Cleaver se conmovió. Miró a Félix y le hizo una seña: hora de empezar.

Moviéndose lentamente, para no asustar a Mann, Cleaver bajó el casco con su complicado juego de cables. -Esto no te hará ningún daño. Lo colocaremos en tu cabeza y hará que te sientas cómodo.

El casco se ajustó en la cabeza de Mann con sorprendente facilidad. Luego Cleaver bajó las hueveras, de modo que rozaran apenas los párpados de Mann. Hizo girar un botón que había a uno de los lados, y las copas metálicas se retrajeron hasta convertirse en bandas horizontales ligeramente curvas. No fue fácil montarlas en su lugar: Félix y él tuvieron que levantar los párpados de Mann; primero el superior, luego el inferior, tirando hacia arriba por las pestañas y utilizando un escalpelo de

Punta roma para dejar abierta una fina ranura. Mann permanecía absolutamente inmóvil, resignado en apariencia a cualquier cosa que el destino pudiese depararle. Una vez que el labio metálico de la banda encajó debajo del borde del párpado, Cleaver hizo girar nuevamente el botón con el fin de que se expandiera hasta alcanzar su forma oval convexa completa. Un dispositivo automático activó el baño de solución salina; Cleaver observó cómo ascendía con lentitud a través del tubo transparente.

Realmente era un alivio, se confesó a sí mismo, no tener que mirar los ojos aterrados de Mann.

Él era el tercer sujeto que colocaban en la máquina. El primero había sido un hombre joven que padecía un grave trastorno afectivo y que hacía solitarios todo el día mientras murmuraba cosas ininteligibles. El segundo había sido una personalidad limítrofe que se había hecho unos orificios tan profundos en ambos talones que habían llegado hasta el hueso y ya no podía caminar.

Cleaver no podía decir con precisión qué efecto había tenido la experiencia sobre ambos y eso era algo que le preocupaba mucho. ¿Adónde iban y cómo era la experiencia? Utilizaba inyecciones de deoxiglucosa para leer la actividad cerebral y esa parte del experimento funcionaba a las mil maravillas. Las decenas de miles de diminutos electrodos en el interior del casco recogían los impulsos eléctricos y los enviaban al ordenador, que a su vez los mostraba en tiempo real. Podía observar, literalmente, cómo pensaba el cerebro, y también podía oírlo. Quincy había creado un sistema de sonido analógico. A Cleaver le recordaba las descargas eléctricas que interfieren en la recepción de las señales. La primera vez que utilizó el sistema de audio, apagó las luces. Allí de pie, en la penumbra, observando la pantalla y escuchando los altavoces, sintió que estaba en el espacio exterior, contemplando las explosiones de las manchas solares y escuchando cómo rasgaban la textura del universo.

Pero el experimento pretendía ser mucho más que una simple prueba de observación. La idea, después de todo, era conectar el cerebro al ordenador. El primer paso consistía en tratar de alimentar la corteza cerebral con información que procedía directamente del ordenador, y era allí donde residía la incertidumbre. En el caso del joven, Cleaver había trasvasado una amplia variedad de datos nuevos, toda clase de información transformada como por arte de magia en impulsos eléctricos que se encendían y se apagaban, incluso una versión de un juego de cartas italiano llamado sette e mezzo. Si el experimento funcionó o no resultaba imposible de decir. Cleaver sometió al joven a diversas pruebas en los días siguientes -que incluyeron, por supuesto, proporcionarle la correspondiente baraja de cartas-, pero nunca mostraron signo alguno de que la información hubiera sido procesada o bien se encontrara en un área de la corteza cerebral a la que pudiese acceder la mente consciente. Y los mismos parámetros se aplicaban al caso de la mujer. En esa ocasión, Cleaver introdujo fragmentos de polaco, respuestas a acertijos, incluso un sonido agudo que precedía a una descarga eléctrica de baja intensidad, repetida diez veces. Nuevamente, una vez que la mujer fue sacada de la máquina y se le permitió descansar, no mostró ningún signo de que hubiese incorporado nada de esa información, excepto la respuesta al sonido, lo que le provocaba un poco de ansiedad. Pero ese hecho, teorizó Cleaver, era un simple caso de condicionamiento pavloviano, y no tenía nada que ver con el ordenador.

Se sentía doblemente frustrado. El límite inevitable de tiempo para cada sesión suponía un problema. Quincy se había encargado de advertirle de que el sistema estallaría después de transcurridos siete minutos y, para conceder un margen de seguridad, había dispuesto un mecanismo que apagaba la máquina de forma automática a los cinco minutos. Había un botón principal que hacía que la máquina continuara funcionando, pero Cleaver, sensatamente, había decidido no usarlo. ¿Quién podía saber lo que le pasaría a la máquina si su funcionamiento superaba el límite de tiempo? Y, a diferencia de las predicciones de Quincy, Cleaver descubrió que los programas destinados a la codificación de la información eran difíciles de manejar por lo que en cinco minutos no podía almacenarse demasiada información.

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