John Darnton - Ánima
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Quincy sonrió desagradablemente.
– Un recambio. La necesito para introducir mejoras. Especialmente si voy a tener un contrato de servicio. Cleaver no sabía si estaba siendo sarcástico o no. -Pongámonos manos a la obra. Enséñame cómo funciona este chisme.
– Necesitarás un ayudante.
– Ya tengo uno. Un tío joven, Félix. No es una lumbrera, pero servirá.
Llamó a Félix por el intercomunicador.
– Necesitarás algo más -observó Quincy, indiferente ahora, casi filosófico.
– ¿Qué?
– Alguien a quien meter dentro. Y… ¿cómo podría decirlo? Alguien a quien nadie echara de menos si las cosas no sale bien. Alguien desechable.
Cleaver se permitió una falsa carcajada.
– En ese sentido no hay ningún problema -dijo-. Tengo todo un pabellón lleno de candidatos.
– ¿Y están dispuestos a sacrificarse por la ciencia? ¿Se lo has preguntado?
– Han firmado las renuncias, si te refieres a eso. -Hum. Consentimiento consciente, ¿es eso? De una panda de chiflados.
En ese momento, Félix apareció en la puerta del sótano. De pie junto a él, debajo de su brazo extendido, había otro hombre, un paciente, a juzgar por la bata de algodón de rayas que colgaba de sus hombros. Quincy lo miró, era un hombre de aspecto ratonil, de unos cincuenta años, con unos ojos que parecían brincar alrededor de la habitación, observándolo todo. Tenía marcas rojas en torno a los ojos, como si hubiese estado llevando gafas protectoras.
– Ah, y aquí tenemos a uno de ellos. Qué oportuno. -Adelante -dijo Cleaver, como si fuera el genial anfitrión de una cena de gala.
Félix empujó levemente al paciente y el hombre avanzó con pasos vacilantes.
– Te presento a Quincy. Quincy, éste es Herbert Mann. Ya lleva algún tiempo con nosotros… ¿cuántos años? Quince, aproximadamente. Herbert está un tanto desorientado. Piensa que la gente quiere cogerlo. Pero nosotros no, ¿verdad?
Quincy se levantó pero no le estrechó la mano. En lugar de eso, abandonó el sótano.
– No tienes nada que temer -dijo Cleaver-. No pasará nada. Sólo quiero que te familiarices con esta habitación. Hoy es simple orientación. Como el primer día de escuela. Llevó a Herbert hasta una de las máquinas.
– ¿Por qué no pruebas ésta? Sólo tienes que acostarte. Aquí. Quiero que te acostumbres a esta máquina. Te servirá de gran ayuda. ¿Ves cómo se desliza esta camilla adelante y atrás? Y entra en esa cosa grande de metal. ¿Lo ves? No hay nada que temer. Esta máquina hará que te sientas mucho mejor.
Estuvo tentado de probar la máquina en ese momento, pero se contuvo. Las cosas aún no estaban listas y los protocolos experimentales no estaban en su lugar. Le dijo a Félix que llevase a Herbert de regreso al pabellón.
Quincy regresó con otra lata de cerveza y le dio unas instrucciones rudimentarias para manejar el ERT, aunque sin demasiado entusiasmo. Además, la máquina era tan sencilla y revolucionaria que resultaba muy fácil manejarla. -Sólo hay una cosa que debes recordar -dijo Quincy-. Se trata del límite de tiempo. Siete minutos y ni un segundo más. Luego, todo el sistema estalla.
– ¿Y después?
– No tengo ni puñetera idea.
Cuando se marchaba, miró a Cleaver por encima del hombro.
– No lo olvides, Deep Blue empieza a pedir caviar -añadió.
Aquella noche, Cleaver durmió en Pinegrove, en un pequeño dormitorio situado junto a su despacho. A menudo se quedaba a dormir en el hospital si su trabajo, sus experimentos, lo retenían más allá de la medianoche, cuando el servicio de funiculares a Roosevelt Island era menos frecuente.
Tuvo problemas para dormir profundamente. Se quedó dormido al cabo de pocos minutos, pero no duró mucho y, cuando despertó dos horas más tarde, tenía el pulso acelerado y estaba empapado en sudor. Oyó el ruido del viento que soplaba fuera, golpeando las persianas. Dos árboles frotaban sus troncos rugosos con un chirrido espeluznante. Sabía perfectamente cuál era la causa de su desasosiego: estaba teniendo un sueño, una pesadilla. Desde que había comenzado su investigación sobre el ánima, sobre la conciencia que vagaba fuera del cuerpo durante la fase REM del sueño, se mostraba aprensivo con respecto a sus propios sueños. Ya no le parecían inofensivos, y su incoherencia ya no le resultaba insignificante. Por el contrario, parecían peligrosos y cargados de un significado mortal.
Y este sueño era más peligroso que la mayoría de ellos, porque hacía referencia a alguien de su pasado, su sombra oscura tan próxima a él. El padre de Cleaver había sido un respetado ministro de la Iglesia metodista en su pequeña ciudad de New Hampshire. Amaba a su único hijo, o eso decía a veces, pero su vocación hacía que sus preocupaciones estuviesen orientadas hacia el cielo. Era una persona que imponía una disciplina inflexible; siempre que la ira transfiguraba sus rasgos, volviendo de un rojo intenso las venas de las sienes, el chico sabía lo que le esperaba: el cinturón escapando de las presillas de los pantalones negros abombados de su padre y aterrizando un segundo después en su espalda. La madre de Cleaver -que Dios se apiadara de su alma- era una mujer callada, con una larga cabellera gris, que llevaba siempre una sencilla bata y se mostraba reacia a participar en las discusiones. Jamás se oponía a la voluntad de su esposo, jamás alzaba la voz.
En la bulliciosa escuela pública, Cleaver era un alumno tímido y retraído que nunca jugaba con los demás chicos. Durante los recreos se quedaba en el aula y jugaba con coches y camiones en miniatura, tarareando mientras los hacía circular por encima de las mesas y las molduras. Comenzó a robar pequeños artículos en la ferretería: interruptores, cortacircuitos, distribuidores, bobinas magnéticas, cualquier cosa que tuviera un aspecto mecánico. Los escondía en una caja que tenía debajo de la cama y los llevaba a la escuela en sus bolsillos. Jugaba con ellos durante horas, disponiéndolos en intrincados modelos. Desarmaba los relojes y conectaba los mecanismos de alarma a la puerta de su habitación para mantener alejados a los intrusos, aunque hacía años que sus padres no entraban allí. En quinto grado, las maestras llamaron a sus padres para decirles que su hijo era un chico brillante, que obtenía unas puntuaciones inimaginables en cualquier prueba a la que se lo sometiera. El padre estaba orgulloso, igual que la madre, pero para entonces las relaciones entre padre e hijo habían entrado en un camino sin retorno. Las partidas de ajedrez, que en otra época habían sido divertidas, se habían transformado en sutiles campos de batalla y ahora Cleaver siempre ganaba. Cuando derrotaba a su padre y lo miraba a los ojos, sabía que la victoria le costaría cara.
Finalmente lo sorprendieron robando en una tienda y su padre le propinó una paliza y lo encerró en un armario después de arrojar a la basura todas sus pequeñas máquinas. Lo enviaron a un internado y su madre lloró amargamente al verlo partir. En aquel pequeño y gélido colegio de Nueva Inglaterra, los otros muchachos lo atormentaban, mientras que los profesores de matemáticas y de física lo idolatraban. Contrajo una afección cutánea y luego golondrinos y eccema, y su estado llegó a ser tan preocupante que lo mandaron de vuelta a casa. Aquella primera noche, por la mirada de su padre y el silencio que reinaba en la mesa, supo que había fracasado, que era una excrescencia, un alma perdida más allá de cualquier redención. Comenzó a tener temblores, escondía la cabeza debajo de la almohada para poder dormir por las noches y, finalmente, encontró la salvación a través de los ordenadores.
Pasaba largas horas en el teclado, desmontaba los ordenadores, construía otros. Su presentación sobre complejidad algorítmica en la feria de ciencias del instituto fue rechazada; nadie era capaz de entenderla. Se graduó en el instituto dos años antes de lo previsto y entró en el MITl. Se alojó en una pequeña casa de seis habitaciones en una calle arbolada destinada a estudiantes brillantes pero inadaptados. Nunca salió con ninguna chica, aunque comenzó a tener fantasías con una muchacha joven y delgada con el cabello muy fino que estaba en su clase de lingüística informática. Ella trabajaba en el laboratorio de psicología experimental, de modo que él pasaba bastante tiempo en ese lugar y desarrolló un creciente interés en esa disciplina.
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