John Darnton - Ánima

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Nueva York: un chico de trece años yace en la cama de un hospital con el cerebro dañado a causa de un accidente. Dos científicos se hacen cargo de su destino. Ambos médicos alcanzarán juntos un resultado que superará todas las expectativas de la ciencia médica.

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– Algunos lo hacen. Sobre todo los fotógrafos de noticias.

Scott comenzó a pensar en los reporteros gráficos que había conocido, esos individuos de aspecto andrajoso que viven pegados a la frecuencia de la radio de la policía y salen disparados al oír que se ha producido un hecho importante, los fotógrafos de prestigio internacional que trabajan para agencias como Magnum y Sygma y se meten en los aviones para volar hasta lugares remotos de los que la gente huye despavorida. La mayoría estaban quemados. Algunos habían sido asesinados. Ninguno de los que habían conseguido sobrevivir parecía del todo humano.

– No son lo que uno podría llamar un grupo feliz. Como si hubiese sido una premonición, llegaron a la siguiente sección, titulada «El flagelo de la guerra», una mezcla de fotografías tomadas en Afganistán, Kosovo, Chechenia, el Congo y África Occidental. Uno tras otro, los cadáveres se apilaban ante sus ojos. Kate se sintió especialmente horrorizada por tres fotografías de Sierra Leona en las que aparecían unos chicos capturados por las fuerzas rebeldes a los que habían cortado las manos con machetes, alzando los muñones en el aire mientras yacían sobre las sábanas sucias de un hospital. Sintió un estremecimiento, sacudió la cabeza y luego permaneció en silencio. Scott trató de llevarla a otra sala, pero ella se demoró, obligándose a mirar todas y cada una de las fotografías expuestas.

– Es suficiente para que abandones toda esperanza por la raza humana -fue cuanto dijo.

Al llegar a la siguiente sección sintieron un gran alivio. Se titulaba «Personas y retratos», y mostraba una mezcla de fotografías de norteamericanos trabajando y jugando. Chicos patinando, trabajadores de la construcción durante la pausa del almuerzo, modelos en la pasarela, familias disfrutando de una comida campestre y bajando en botes de goma por los rápidos de un río de montaña… todo estaba allí.

Entonces Kate dio un respingo. Estaba delante de una fotografía impresionante. Mostraba a cuatro hombres con las camisas arremangadas, inclinados hacia atrás en unas sillas de madera que se apoyaban en una pared de ladrillo. Encima de ellos, sobresaliendo de la pared, había grandes bombillas de diferentes colores, azules, verdes y rojas, y al lado un hombre hablaba con dos policías mientras sostenía con un dedo su chaqueta que colgaba del hombro. La fotografía había sido tomada cuando comenzaba a anochecer y hacía calor. Los hombres de las sillas sudaban y parecían aburridos, pero preparados para entrar en acción. La fotografía desprendía un extraño misterio.

Scott casi no la reconoció al principio.

– Esta foto es suya -dijo Kate, sorprendida. Había leído la etiqueta que estaba fijada a la pared-. Se llama La cabaña de la policía. ¿Qué significa?

Scott se lo explicó. Le habló del antiguo edificio en la calle Mulberry donde, hacía años, los reporteros de los principales periódicos tenían unas oficinas mugrientas, cada una con un solo mueble, un viejo escritorio. Las radios de la policía resonaban continuamente y, en el corredor, una vieja campana sonaba de vez en cuando siguiendo un código para avisar de que se había producido un incendio. En las noches calurosas, los reporteros se sentaban fuera y mataban el tiempo con los policías mientras disfrutaban de la brisa. Cuando llamaban de la oficina principal, una de las bombillas de color se encendía y los avisaba de qué periódico los reclamaba.

– Siempre me impresionó como si se tratara de la sala de urgencias de un hospital; largos períodos de aburrimiento y momentos intermitentes de pánico. Me gustaba esa sensación extraña que emanaba de aquel lugar, esa absoluta lasitud que podía convertirse en actividad frenética en un instante. Eso es lo que buscaba transmitir con la foto.

– Bueno -dijo ella-, pues lo consiguió.

Cuando ella lo miró, Scott vio que había respeto en sus ojos.

En la siguiente sala había una fotografía que él habría deseado que no estuviese allí. Tan pronto como entraron, la imagen de la pared pareció atravesar el espacio y cogerlo con fuerza. Intentó evitarla pero fue atraído hacia ella. La foto mostraba a un hombre y a un muchacho sentados en un muelle un día de verano, con las piernas colgando sobre el agua y provocando olas en la superficie. El hombre estaba hablando, parecía como si le estuviese explicando algo al chico, quizá comunicándole un hecho importante acerca del mundo o, tal vez, explicándole simplemente una historia, y el muchacho lo escuchaba con atención. Su rostro estaba serio y absorto. Sin duda era una conversación importante. Y el padre -porque estaba claro que el hombre era el padre del chico- estaba igualmente concentrado en lo que decía. Parecía profundamente serio y, en algún sentido, profundamente satisfecho.

Scott se acercó a la fotografía y permaneció delante de ella, paralizado. Así se quedó largo rato, y perdió toda noción del tiempo hasta que sintió una ligera presión en el codo. Sin decir nada, Kate lo llevó fuera de la sala.

Un momento después abandonaron la exposición y caminaron durante algunos minutos en silencio. Luego llegaron a una cafetería, entraron y se sentaron en uno de los reservados. Le hicieron señas a una de las camareras, quien les llevó un par de tazas.

– ¿Sabe?, no soy muy bueno hablando de mis sentimientos -dijo él-. Y, a veces, la mayor parte del tiempo, ni siquiera sé qué es lo que siento. Es algo tan intenso que no tiene nombre.

Ella asintió.

– Me gustaría poder expresar lo que estoy sintiendo respecto a lo que sucedió con Tyler. Todo lo que pueda decir, que todo mi mundo se ha hecho pedazos, que existe este inmenso vacío, que no merece la pena seguir viviendo, suena trivial. Es un cliché. Y, sin embargo, es verdad. Siento todo eso y mucho más. Cosas que no puedo expresar.

Ahora ella se inclinó sobre la mesa y apoyó la mano en su muñeca.

– Lo único que sé es que tengo que estar con él. Y pase lo que pase, aunque sólo quede un pequeño fragmento de él, quiero que viva. Quiero que mi hijo viva. Pero si se ha ido, si realmente se ha ido, entonces así debería ser. No lo sé. Era un muchacho tan maravilloso, tan vivo… tan, esto puede sonar ridículo, pero era tan divertido. Era una presencia tan importante, incluso cuando era pequeño. Solía cantar por toda la casa, todo el tiempo, con diferentes voces, canciones terriblemente cursis, como si fuese una estrella del rock o un cantante de blues. Siempre inventando juegos, entretenimientos, toda clase de proyectos. Se lanzaba de cabeza. Ni siquiera sé de dónde sacaba todas esas ideas. Como una vez que grabó una especie de visita guiada por nuestro loft, actuando como si fuese uno de esos estúpidos locutores con voz grave. Era maravilloso, tan divertido.

»La gente lo quería. Tenía tantas amistades, tantas relaciones… no podía seguirles el ritmo. Iba a la tienda de golosinas y resulta que él y el dependiente habían estado haciendo apuestas. El dependiente bromeaba diciendo que Tyler le debía un montón de pasta, de modo que un día apareció en la tienda con una maleta llena de dinero falso. La apoyó en el mostrador y la abrió con un gesto dramático. La gente se partía de risa. Caminábamos alrededor de la manzana y todo el mundo lo saludaba con la mano.

»Era realmente una de esas personas especiales, lo sabes cuando las conoces. La gente lo veía, su sonrisa se extendía por todo su rostro, y quedaban prendados de él. La gente lo conocía y no dejaba de preguntar por él. Era así. Tan inteligente, tan amistoso, tan abierto. Tan… tan auténtico, realmente diferente… realmente especial. No sé cómo…

Ella le cogió la mano y se la apretó, y Scott comenzó a llorar. Las lágrimas le hacían bien, de modo que no las reprimió, ni siquiera las enjugó de las mejillas.

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