John Darnton - Ánima
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– Que la conciencia puede vagar, pero no sabemos cómo llamarlo. Visiones, ceremonias religiosas, sueños, experiencias casi del más allá, visitaciones de los difuntos, son todos ejemplos de lo mismo: la conciencia derramándose fuera de su recipiente físico.
– Felicidades -dijo Cybedon-, ha descubierto el multiuniverso.
– ¿El multiuniverso?
– Como pasamos la mayor parte de nuestras vidas de vigilia en las estrechas dimensiones de nuestro universo singular, no reconocemos todas esas pistas de que ahí fuera hay muchos universos, todos ellos existiendo uno junto al otro. ¿Quién sabe lo que contienen? Recuerdos, sueños, cada acción que realizamos alguna vez, cada palabra emitida, cada persona que haya existido, cualquier cosa y todas las cosas que nuestras conciencias hayan experimentado alguna vez, todas paralelas entre sí como si fuesen cientos de placas base en un ordenador. -Volvió a cerrar los ojos y murmuró suavemente-: En la mansión de mi padre hay muchas habitaciones.
Una metáfora bíblica muy extraña, pensó Cleaver. Pero sentía una excitación que apenas podía contener, una cálida corriente de satisfacción consigo mismo. Nunca antes se había encontrado con alguien capaz de expresar en palabras todo lo que él había estado pensando durante estos años, todo aquello en lo que había estado trabajando, sus teorías que ahora finalmente habían alcanzado el último estadio científico de la experimentación.
– Se sentía atraído hacia Cybedon, comprendía el poder de ese hombre gordo que bebía lentamente su cerveza. Si Cybedon supiera en lo que él estaba trabajando. Si supiera…
Cleaver saboreó el pensamiento secreto de que, algún día, Cybedon tendría una razón para volver la vista atrás y recordar ese encuentro, una razón para recordar que le había conocido.
Mientras Kate conducía a Scott hacia el pabellón especial, ambos fueron llamados a la sala de enfermeras, donde le dijeron a Scott que debía firmar el registro de entrada.
– Es el padre del chico -protestó ella.
La enfermera, una veterana de mil batallas en las guerras del hospital, se mantuvo firme. Todo el mundo tenía que firmar el registro, ésas eran las normas, dijo ella, aunque tuvo la delicadeza de mostrar un ligero rubor de incomodidad.
Kate estaba furiosa. Era la misma mentalidad burocrática contra la que había estado luchando desde que decidió dedicarse a la medicina. Pero Scott no puso ninguna objeción y firmó el libro. Seguía teniendo esa expresión de alguien que está perdido en la bruma del duelo.
Scott no esperaba encontrarse una organización tan elaborada. Llegaron a unas puertas de vidrio que sólo podían abrirse mediante una tarjeta de identificación provista de un código. Kate llevaba las suyas en una cadena alrededor del cuello y, cuando la sostuvo delante de un escáner montado en un costado de la pared, la puerta se abrió con un ligero chasquido. La mantuvo abierta para que Scott entrase.
Luego llegaron a un corredor que terminaba en una ventana de observación de cristal grueso y que se elevaba unos dos metros hasta acabar a escasos centímetros del techo. Detrás de la ventana había una cama de hospital inclinada en un ángulo de cuarenta y cinco grados, sobre la que yacía una pequeña figura completamente inmóvil. Sintió una especie de conmoción al comprobar que se trataba de Tyler. La cabeza de su hijo estaba tan cubierta por los vendajes que su rostro parecía apretado en una diminuta ventana en una torre blanca. De la boca y la nariz salían varios tubos, y sus ojos estaban cerrados e hinchados por las magulladuras. Apenas parecía humano.
– Sé lo duro que le resulta verlo así -dijo Kate suavemente-. Me gustaría que pudiésemos acercarnos, pero Tyler se encuentra en un medio absolutamente esterilizado. Es una medida imprescindible porque las heridas del cráneo siguen abiertas, para poder acceder rápidamente al cerebro si fuese necesario. El ordenador está activado y, si un electrodo se desprende, tenemos que volver a colocarlo rápidamente.
Sólo entonces Scott vio el haz de finos alambres, unidos firmemente por un lazo de plástico, que se elevaban desde la parte posterior del vendaje y estaban atados a la sábana. Luego discurrían a lo largo de la pared, llegaban hasta la esquina y se introducían en la parte trasera de un ordenador de sobremesa. Con un estremecimiento, Scott se dio cuenta de que los alambres nacían en el cerebro de su hijo.
– Esos alambres llevan las señales del ordenador -continuó Kate-. Es posible que los electrodos deban ser retirados de vez en cuando. Y el doctor Saramaggio necesitará reimplantar las células madre en la etapa final del proceso. De modo que no tiene ningún sentido someter a Tyler al trauma de una nueva operación.
– Pero de este modo es como si… la operación no acabara nunca.
– Sé que es eso lo que parece. Pero ahora, por ejemplo, él descansa sin que nada lo altere. Está tranquilo. No sufre ningún dolor. Es una especie de estado de suspensión. De modo que se está recuperando.
– ¿Y cómo lo cuidan si no pueden tocarlo? -Sí que podemos.
Y justo en ese momento, como para demostrar lo que Kate acababa de decir, la puerta se abrió a sus espaldas y una enfermera se unió a ellos. Llevaba en las manos un recipiente de metal. Abrió otra puerta, situada a la derecha y con la inscripción «Sólo personal médico, y entró en la pequeña antecámara donde se encontraba el ordenador. Buscó algo en el armario de la pared, sacó un sobre esterilizado que contenía un par de guantes de goma y una mascarilla y se los colocó. Luego sacó una jeringuilla, bajó la sábana hasta la cintura de Tyler, subió una de las mangas y le pinchó rápidamente en el hombro.
Con la sábana en esa posición, Scott vio que Tyler estaba atado a la cama.
– Me temo que tenemos que hacerlo. No podemos correr el riesgo de que se mueva y se quite los electrodos. Pero él no es consciente de eso, estoy segura. Y lo cambiamos de posición a menudo para que no se llague.
– ¿Cómo diablos saben de lo que Tyler es consciente o no? -preguntó Scott.
La ira de su voz le sorprendió incluso a sí mismo.
A modo de respuesta, Kate apoyó la mano en su codo. A Scott el contacto le causó un ligero sobresalto. -Por supuesto, no lo sabemos en realidad -dijo-. Pero nos hacemos una idea al mirar hacia allí.
Kate señaló un grupo de aparatos que había junto a la cama y Scott contempló la detestable batería de monitores con sus irrefrenables líneas verdes que se movían a través de las pantallas: nivel de oxígeno, presión sanguínea y el resto de constantes vitales. Sintió que ahora ya lo sabía todo, sabía lo que medían las agujas y las líneas de fiebre y dónde debía estar si todas eran normales. Nunca lo eran.
– No sé si lo ha notado, pero aquélla -Kate señaló una pantalla redonda atravesada por el perfil desigual de las líneas del pulso- se aceleró cuando entramos. Creo que eso significa que puede oírnos. En algún nivel, Tyler está registrando nuestra presencia.
A Scott esas palabras le resultaron esperanzadoras. -Dígame cuál registra las ondas cerebrales -dijo-. Y cómo se supone que deben ser.
– Ésa que está allí -respondió ella, señalando hacia una pequeña pantalla redonda con una línea que rebotaba en toda su extensión-. Los picos deberían ser más grandes. Aproximadamente el doble de lo que son ahora, y más pronunciados, más agudos. Pero lo serán… algún día. Estoy convencida de ello.
Su voz sonaba como si lo dijera en serio y Scott se sintió algo mejor. Vio otra máquina que no pudo reconocer. – ¿Qué indica esa máquina? -preguntó.
– La inflamación del cerebro. Es muy importante, bueno todas son importantes. Pero es importante que la inflamación se reduzca si queremos que tenga… una posibilidad.
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