John Darnton - Ánima

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Nueva York: un chico de trece años yace en la cama de un hospital con el cerebro dañado a causa de un accidente. Dos científicos se hacen cargo de su destino. Ambos médicos alcanzarán juntos un resultado que superará todas las expectativas de la ciencia médica.

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Regresó al ordenador y pulsó un botón. El negativo que apareció esta vez tenía un aspecto diferente. Las explosiones eran más grandes y se habían desplazado a una esquina opuesta del cerebro inferior. Colocó el negativo en el tablero iluminado, abrió un cajón y sacó otro escáner cerebral, que colocó junto al anterior. Era muy parecido. Cleaver comparó ambas imágenes ávidamente, la que había sacado del cajón y que había tomado a Elmore en el momento de su muerte, y la otra, tomada a Myra hacía apenas unos minutos. Eran muy parecidas, realmente muy parecidas. Dos cerebros diferentes que habían registrado la misma actividad en las mismas regiones.

Otro hito.

Se preguntó qué habría pensado Felicity de eso. Si hubiera estado allí para formularle alguna de sus preguntas. «¿Y qué demuestra eso?» Podría haberle contestado: «Ése es el aspecto que tiene el cerebro cuando muere».

Y si ella hubiese insistido, preguntándole: «¿Y qué le ha hecho a Myra?», él podría haberle contestado, con la conciencia tranquila, «Nada del otro mundo. Puedes ver que respira normalmente. Simplemente se ha sumergido… en un lago muy grande».

Al día siguiente, Cleaver volvió a encontrarse con Quincy. Éste le había convencido para que lo acompañase porque cabía la posibilidad de que dieran con Cybedon, a quien había descrito como su «Virgilio virtual». De modo que allí estaba Cleaver, delante de un almacén abandonado y atestado de gente en Williamsburg, Brooklyn, luchando por acceder a su interior, donde la monótona y estridente música tecno había llevado a quienes bailaban a un estado de frenesí. En la entrada, a la que se llegaba a través de un muelle de carga, había varios tíos encargados de mantener el orden, y decenas de camellos se mezclaban entre la multitud, con las iniciales de sus mercancías químicas grabadas en la frente.

Quincy extendió la mano para ayudar a Cleaver a subir al muelle.

– Sólo tienes que seguirme -dijo.

– ¿Quién es toda esta gente? -gritó Cleaver.

Le sorprendía que la mayoría de ellos fuesen tan jóvenes. Quincy se encogió de hombros.

– Gitanos del ciberespacio, reclutas, punks, pide lo que quieras. Tecnopaganos, pirados, mercenarios místicos, hippies del silicio, hackers y cazadores de subsidios de todas clases.

– ¿Están todos aquí por la convención?

Había dos hombres con traje, y ese detalle había sugerido la pregunta.

– Es más bien una anticonvención -dijo Quincy-. Es gente a quien no encontrarían ni muertos en el Javits Center¹ . Las compañías informáticas tratan de entrar a saco porque aquí es donde está el próximo.

– ¿El próximo qué? -El próximo próximo.

Quincy pasó por debajo del brazo de uno de los hombres que custodiaban la entrada y penetró en la cavernosa habitación. Cleaver lo siguió y el calor, el humo y la música lo golpearon como si hubiese chocado contra una pared. Podía sentir el latido de la música en las mejillas. Alrededor de cuarenta personas se movían en la pista de baile, saltando como si fuesen guerreros masai, y Cleaver divisó también en la pista unos pequeños robots mecánicos que se movían siguiendo el ritmo de la estridente música.

– Ése es X-Mundo -gritó Quincy, señalando al pinchadiscos, que estaba desnudo de cintura para arriba y sudaba como un cerdo.

No tenía un solo pelo en ninguna parte visible, incluso carecía de pestañas, y Cleaver alcanzó a ver un tubo que le salía del hombro. Quincy siguió su mirada.

– Le llega hasta dentro -explicó-. Le pone a cien. Quincy se abrió paso a través de la multitud hacia la parte posterior del almacén, donde había reservados y mesas con ordenadores y expositores. Parecía una sala de conferencias convencional, excepto que el material que estaba a la venta -artilugios de realidad virtual, ordenadores de contrabando con potentes discos duros- era cualquier cosa menos convencional. En uno de los reservados, un artista estaba realizando tatuajes cibernéticos. En otro, la cortina estaba corrida y, al atisbar en su interior a través de una rotura en la tela, Cleaver vio a una joven acostada en un catre, temblando ligeramente. Estaba desnuda excepto por una toalla de felpa gruesa que le cubría los pechos, llevaba una máscara de acero en el rostro y numerosos electrodos colocados en los pechos y el vientre.

Bajaron por una amplia escalera hasta llegar al sótano, donde el ambiente era más tranquilo. Quincy abrió una puerta y en la habitación había alrededor de sesenta personas sentadas en sillas plegables frente a un hombre gordo que se encontraba de pie ante un atril. Era lo bastante mayor para tener el rostro surcado de arrugas y llevaba el pelo rubio blanquecino recogido en una coleta.

Quincy se sentó y le indicó a Cleaver que se sentara a su lado.

– Cybedon -susurró.

Una mujer que se encontraba en las últimas filas acabó de hablar y se sentó. Aparentemente, había hecho una pregunta.

– Muy bien. ¿Cuál es mi concepto del cambio posbiológico y cómo difiere eso de la velocidad de escape? -Repitió el hombre gordo, mirando a la audiencia-. La velocidad de

1. Lujoso centro de congresos de Nueva York. (N. del T.)

escape o de liberación, como la emplea Mark Dery, es una metáfora. Se produce cuando velocidad y distancia alcanzan el punto crítico en el que un objeto en movimiento (un planeta, una nave espacial, cualquier cosa) se libera de la fuerza gravitacional. Ese objeto alcanza la hiperaceleración y pasa a otra dimensión.

Esta idea de una súbita y compleja ruptura con el pasado que nos llevará a un nuevo mundo, no es nueva en el pensamiento occidental. Ya se encuentra en los mitos de Prometeo e Ícaro. Está en Jano, el dios de las puertas, en el Jardín del Edén, en el Paraíso perdido y en Shangrila. Está en Sócrates, Platón, Marx y Adam Smith y en pensadores modernos como Marshall McLuhan y Teilhard de Chardin.

Lo que yo y otros hemos hecho -ha sido reconocer esta idea por lo que es, liberación de la mortalidad humana, tal como se aplica a los principios de la evolución darwiniana.

La mujer volvió a ponerse en pie. Parecía frustrada. -Pero ¿cómo se aplica eso a las máquinas? -preguntó.

– Las máquinas están evolucionando rápidamente. La primera computadora moderna fue Colossus, construida por los británicos en 1943 para descodificar los mensajes de la máquina Enigma de los alemanes. Estaba accionada por dos mil válvulas de vacío. Cuando la ENIAC entró en funcionamiento en 1946, tenía el tamaño de una habitación. Luego, en la década de los cincuenta, aparecieron los transistores, los circuitos integrados una década más tarde, y los microchips, en los setenta.

A medida que las máquinas iban reduciendo su tamaño, se volvían más inteligentes. Y ahora se vuelven más inteligentes más rápidamente. La primera computadora capaz de jugar al ajedrez fue diseñada en 1958. Deep Blue tardó treinta y nueve años en llegar y derrotar a Gary Kasparov. Pero era inevitable: los treinta y dos microprocesadores separados de Deep Blue pueden examinar doscientos millones de movimientos por segundo. Puede anticipar treinta y cinco movimientos. Kasparov puede prever cuatro, quizá cinco movimientos. Comparadas con la computadora, las conexiones nerviosas en el cerebro humano se mueven a la velocidad de un caracol.

Ray Kurzweil dice que las computadoras superarán a la inteligencia humana en el año 2020. Él prevé que hombre y máquina acabarán por unirse y evolucionar juntos. Esto será inevitable una vez que las máquinas se dupliquen a sí mismas. De modo que la única respuesta para la humanidad es crear alguna forma de acceder a ese sistema evolutivo. Si no lo hacemos, nos quedaremos rezagados. La evolución enseña que hay espacio sólo para una entidad en cualquier nicho particular, y el nicho del que estamos hablando en este caso es el que está reservado al intelecto supremo del planeta.

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