John Darnton - Ánima

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Nueva York: un chico de trece años yace en la cama de un hospital con el cerebro dañado a causa de un accidente. Dos científicos se hacen cargo de su destino. Ambos médicos alcanzarán juntos un resultado que superará todas las expectativas de la ciencia médica.

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Así que, ¿cómo habrá de producirse esta conjunción evolutiva? Resulta un tanto difícil imaginar a los seres humanos apareándose con las máquinas. Y ahí es donde interviene mi teoría. Mi contribución consiste en aportar el medio para que esa conexión se produzca. Solamente hay un área donde puede ocurrir, y es a través de la inteligencia artificial incorpórea.

La mujer de voz quejumbrosa seguía de pie. -Explique eso, por favor -dijo.

– La inteligencia artificial ha crecido exponencialmente desde la década de los setenta y se ha organizado en una forma casi vital alrededor del mundo. Estoy hablando de Internet. Su modelo de crecimiento refleja el de un organismo multicelular. Satisface los dos criterios necesarios para la vida: se expande a través de un proceso de regeneración y puede comunicarse con sus partes más remotas. Incluso tiene enemigos naturales en forma de virus.

Si concebimos la Red como la expresión última de la inteligencia de las máquinas, y el haz de conexiones nerviosas que llamamos cerebro como la expresión de la inteligencia humana, entonces en el punto donde convergen se establecerá la conexión. Ambas operan mediante impulsos eléctricos, de modo que hablan un idioma común. Como resultado de ello, creo que pronto, en algún punto, la inteligencia humana se fusionará con las computadoras en el ciberespacio… Siguiente pregunta.

– Puedo comprender por qué querríamos unirnos a las máquinas; ellas poseen una capacidad de cálculo muy superior a la nuestra. Pero ¿por qué querrían ellas unirse a nosotros? ¿Qué ponemos nosotros encima de la mesa?

– La conciencia. La chispa de intelecto creativo que puede impulsar esos cálculos y darles un sentido al orientarlos hacia un propósito más elevado.

– Pero ¿cómo ocurrirá eso exactamente?, -El viejo sacudió la coleta.

– No soy un profeta, ni un futurólogo. No lo sé. Tampoco sé cuándo sucederá. Estoy hablando de las grandes fuerzas de la historia. Les corresponde a otros elaborar los detalles.

– ¿Y eso significará nuestro final?

– ¿Final? Nada de eso. Será el principio. Será el salto cualitativo que la religión y la ciencia prometen. El momento de la liberación. Nuestras mentes ya no estarán ligadas a nuestros cuerpos. Tal vez si podemos desligarnos realmente de nuestros recipientes físicos, logremos alcanzar algo parecido a la inmortalidad. El mysterium tremendum. Los físicos lo llaman velocidad de escape. Los pentecostales lo llaman el Éxtasis.

La mujer se sentó.

Cybedon echó una rápida mirada a la audiencia, ignoró varias manos que se alzaban en el aire y abandonó el atril. No hubo aplausos, pero muchos de sus oyentes parecían sumidos en profundos pensamientos. Algunos se apresuraron para hablar con él; Cybedon desapareció en medio de un estrecho círculo de admiradores, sólo era visible su coleta, que se balanceaba en medio del grupo como la crin de un caballo inquieto.

– ¿Qué piensas? -preguntó Quincy.

Cleaver sacudió la cabeza en un gesto de admiración. No respondió.

– Eso es lo que Leo Marx llama «la retórica de lo sublime tecnológico». ¿Quieres conocerlo?

– No, si eso significa tener que abrirme paso a codazos en medio de esa multitud.

Quincy se acercó y, tan pronto como Cybedon lo vio, se deshizo de sus admiradores y fue hacia él con ambas manos extendidas.

– Mi muchacho, mi muchacho -repitió con una sonrisa en los labios.

Cogió a Quincy por los hombros y lo atrajo hacia sí en un violento abrazo, envolviéndolo en su carne flácida. Cleaver estaba sorprendido. No esperaba que aquel hombre fuese tan afable.

– ¿Cerveza? -preguntó Cybedon.

Cleaver podía oír perfectamente el ruido de la gente que bailaba en el piso superior.

– Sí -dijo Quincy.

Los presentó a ambos. Cleaver percibió el calor oscuro de la mirada de Cybedon.

– Me… me ha gustado mucho lo que ha dicho. La forma en que lo ha explicado -dijo, sintiéndose como un imbécil en el mismo instante en que las palabras salían de su boca.

– Acompáñenos -contestó Cybedon.

Los tres subieron al piso de arriba, Cybedon moviéndose con sorprendente agilidad para tratarse de un hombre tan pesado. Atravesaron la concurrida pista de baile -la gente parecía abrir un camino ante su Moisés-, y luego salieron a la parte trasera del almacén, donde se había congregado una pequeña multitud. Tres jóvenes que estaban sentados a una mesa de juego se levantaron de sus asientos. Quincy fue a buscar tres cervezas y regresó al cabo de pocos instantes. La gente se apartó ligeramente de delante de la mesa para que los recién llegados pudieran ver. Estaban en el borde de la zona de aparcamiento. De una de las farolas colgaba una gigantesca efigie humana, la cabeza exageradamente grande y desfigurada.

– ¿Qué es eso? -preguntó Cleaver.

– Es el Hombre Fusión -dijo Quincy-. La razón de ser de todo el festival. Comenzó hace doce años, cuando a este hombre que tenemos aquí -hizo un gesto hacia Cybedon- lo echaron de Microsoft.

– ¿Por qué motivo?

– Insubordinación -interrumpió Cybedon-. Y libre pensamiento.

– Y moral -añadió Quincy.

A medio camino de la ingestión de cervezas, un murmullo de excitación se extendió entre la multitud. En ese momento apareció un hombre portando una pequeña vela, y un cántico pareció elevarse desde todas partes. Cleaver conocía esa melodía, pero tardó unos momentos en identificarla como uno de los temas de la banda sonora de la película Carros de fuego: Jerusalén, el himno inglés del poema de Blake que nunca dejaba de humedecer los ojos de los habitantes de las islas británicas.

El hombre que llevaba la vela se acercó a la enorme efigie colgante y el zumbido musical se hizo más estridente. Cleaver bebió un trago de cerveza y echó un vistazo a los fanáticos de la alta fidelidad, a los delirantes, a los tecnopaganos y a los hackers. Qué extraños parecían, con vestimentas de todas clases, desde hippies hasta motoristas, desde andrajosos a hombres con traje. El común denominador era la juventud. Cybedon y él eran prácticamente los únicos entre toda esa multitud que superaban los treinta años. Esa toma de conciencia lo hizo sentirse como un intruso. ¿Quién sabía de la existencia de semejante tribu?

La llama de la vela lamió el pie izquierdo de la efigie. Cobró fuerza y comenzó a ascender, como una mecha. De pronto, un estallido quebró el aire y una cascada de fuegos artificiales brotó del vientre de la figura, ruedas giratorias, fuentes y volcanes escupiendo corrientes de color entre el traqueteo de los petardos. En pocos minutos sólo quedó la enorme cabeza de papel, que conservaba la sonrisa mientras ardía lentamente.

La muchedumbre lanzó vivas y alzó sus vasos.

– Me rindo -le susurró Cleaver a Quincy-. ¿Con qué finalidad hacen todo esto?

– ¿Finalidad? -Quincy estaba fascinado con el espectáculo y apenas le prestó atención-. Ninguna -dijo con aire distraído-. No todo tiene que tener una finalidad.

Cleaver echó un vistazo a aquellos reveladores de la «Nueva Era» y bebió su cerveza. Frente a él estaba sentado Cybedon, con los ojos entrecerrados, su voluminoso cuerpo apoyado en la silla como una masa gelatinosa; un enorme sapo soñoliento.

Era extraño que la propuesta de la mente que se separa del cuerpo procediera de una persona tan poco atractiva, pensó Cleaver. O quizá, pensándolo mejor, no era tan extraño.

Se sintió súbitamente animado.

– Permítame que le pregunte una cosa -dijo-. ¿Cree que en la vida cotidiana la mente, nuestra conciencia, está inextricablemente ligada al cuerpo? ¿O que puede llevar una existencia separada?

El sapo abrió los ojos lentamente. – ¿Usted qué cree? -preguntó a su vez.

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