John Darnton - Ánima

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Nueva York: un chico de trece años yace en la cama de un hospital con el cerebro dañado a causa de un accidente. Dos científicos se hacen cargo de su destino. Ambos médicos alcanzarán juntos un resultado que superará todas las expectativas de la ciencia médica.

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– Ha dicho bastante normal. ¿A qué se refiere? ¿Cómo lo juzga?

– A través de tests de percepción y de tests de aprendizaje. Les hacemos atravesar laberintos o presionar una barra para conseguir comida, cosas así. Algunas de ellas parecen ser capaces de superar estas pruebas tan bien como lo hacían antes, pero otras tienen dificultades. Eso puede deberse a muchas razones: la extensión del daño, la cantidad de desecho que es eliminada de la célula muerta, la fuerza con que se regeneran las nuevas células y establecen conexiones nerviosas con las células que las rodean… Tyler tiene un punto a su favor: juventud.

– ¿Porqué?

– Tiene trece años: el cerebro sigue creciendo y estableciendo conexiones, al menos hasta los dieciséis años. -Eso es esperanzador.

– Todo es esperanzador. Cada paso del camino. Es sólo que nadie ha transitado antes este camino, de modo que me temo que la incertidumbre es inevitable.

Scott permaneció unos segundos en silencio. Luego dijo:

– Hablar con usted me está siendo de gran ayuda. Tengo una última pregunta.

– Sí.

– Tyler… ¿hay alguna posibilidad de que sufra dolor? -No. De eso podemos estar seguros. El cerebro siente dolor por todo salvo por sí mismo.

– Entonces eso resuelve la cuestión. – ¿Piensa seguir adelante?

– Sí. No hay nada que perder. Y todo que ganar, no importa lo pequeñas que sean las posibilidades.

– Así es como lo veo yo también.

– Gracias. Ha sido de gran ayuda. Lamento haberla llamado tan tarde.

– No hay ningún problema. -Buenas noches.

– Buenas noches.

Después de colgar el auricular, Kate tardó bastante en volver a conciliar el sueño.

Cleaver recorrió el sendero que unía el puente con Pinegrove. El sol se ocultaba en el horizonte, un anochecer de verano, el aire salobre agitándose en el intenso calor. Detrás de él podía oír el ruido de los coches que cruzaban el puente; a ambos lados, barcazas y pequeñas embarcaciones navegaban arriba y abajo del río; en el cielo, un avión volaba hacia la luz del crepúsculo.

Sus pensamientos se agolpaban con nerviosismo. La operación, hasta el momento, había sido un éxito. Saramaggio había estado magnífico en el quirófano; Cleaver debía admitirlo. Era un procedimiento revolucionario, la clase de operación que podía convertirlo en una leyenda. Pero la verdadera revolución se había producido con los ordenadores, que funcionaban perfectamente y estaban comenzando a hacerse cargo del sistema autónomo del chico. Cleaver había contenido la respiración durante la maniobra de cambio de sistema, pero todo había funcionado con normalidad, como una locomotora en un cambio de vías. Ahora bien, si sólo continuaba funcionando.

Nadie parecía reconocer realmente la importancia de los ordenadores. En la excitación propia del momento, conscientemente contenida -después de todo, era un hospital-, el mérito fue para Saramaggio. Eso escocía. Pero, pensándolo mejor, todo estaba bien. Permitía que Cleaver continuase su investigación fuera del foco principal. Y, algún día, todo se aclararía. Algún día todos ellos se darían cuenta de la importancia de lo sucedido. Resultaba casi divertido: Saramaggio estaba henchido de orgullo; pensaba que él era el importante porque ocupaba el asiento del conductor. No comprendía que la importancia residía en el nuevo vehículo que estaba conduciendo.

Cleaver rememoró los días en los que había comenzado, veinticinco años atrás. Ya entonces había oído hablar de Saramaggio, el cirujano prodigio que realizaba operaciones a cerebro abierto como si estuviese en una cadena de montaje. Lo hacía por la razón tradicional: quería mejorar los síntomas de la epilepsia y aliviar el sufrimiento de los pacientes. Cleaver también estaba interesado en esa clase de operaciones, aunque por una razón bien distinta: quería separar los hemisferios cerebrales porque deseaba ver lo que ocurriría al hacerlo. Quería verlos en lucha. Estaba fascinado por el concepto de conciencia dual. Imaginen: dos personalidades enfrentadas en el mismo cuerpo. ¿Cuál de ellas ganaría esa lucha por la supremacía? El cerebro izquierdo, que actuaba a través de la mano derecha, realizaría una acción determinada, y el cerebro derecho, actuando a través de la mano izquierda, haría exactamente lo contrario. ET acto más simple convertía a la persona en un campo de batalla de voluntades en conflicto. Recordaba haber leído algo acerca de la joven paciente de Dakota del Norte a quien le preguntaron si tenía alguna sensación en su mano izquierda, y ella contestó: ¡Sí! ¡Esperad! ¡No! ¡Sí! ¡No, no! Esperad, sí». Le mostraban un papel con las palabras «sí» y «no» escritas en él y le pedían que señalara la respuesta correcta. Ella miró la hoja de papel con expresión de impotencia; luego su índice izquierdo señaló «sí», y su índice derecho, «no».

Cleaver, que no era cirujano, no había trabajado con seres humanos, pero sí lo había hecho con animales. Hacía ya tanto tiempo de aquellos primeros experimentos; sentía nostalgia al recordarlo. ¿Con cuántos cientos de monos y gatos había experimentado? ¿Cuántos había «sacrificado»?, un término médico cuya brutal simplicidad siempre le había atraído.

Pensó en miembros fantasmas y en cómo habían señalado el camino del trabajo de su vida. Los médicos solían rascarse la cabeza en un gesto de perplejidad, enfrentados a pacientes que habían sufrido una amputación que insistían en que, aunque les faltara un brazo o una pierna, aún podían sentirlos. A veces, el miembro fantasma solamente escocía, a veces quedaba agarrotado en una parálisis insoportablemente dolorosa. La ciencia estaba atónita. ¿Cómo era posible que ocurriera eso? Y entonces elaboraron la teoría de que las sensaciones debían de estar provocadas por las terminaciones nerviosas dañadas en el muñón.

Hacía muy poco tiempo que ese misterioso fenómeno había sido explicado: una confusión en el cerebro. Áreas sensibles que se superponen: la parte que registra una caricia en el rostro, por ejemplo, se encuentra junto a la que la registra en el brazo. En el caso de los miembros fantasma, las vías nerviosas invaden las adyacentes, de modo que un roce en la mejilla se registra como un toque en la mano, se siente de esa manera aun cuando la mano ya no esté allí. Y luego se produjo el brillante paso a cargo de un investigador del cerebro, V. S. Ramachandran, quien creó un método para tratar a un paciente con un miembro fantasma paralizado. Construyó una caja con espejos dispuestos de tal manera que el paciente parecía estar mirando su brazo fantasma, aunque de hecho estaba mirando su brazo sano. Entonces se le pidió al paciente que relajase la mano y la abriera y, milagrosamente, la sensación de parálisis desapareció al instante. En efecto, el cerebro se engañó a sí mismo para creerlo. O, como Cleaver prefería pensar: el cerebro hacía una cosa y la mente pensaba otra. Para él constituía la prueba definitiva, en caso de que fuese necesaria alguna, de que ambos no eran sinónimos. Su propio trabajo había resultado fundamental, proporcionándole la inspiración para el uso de ordenadores en el trabajo con el cerebro, en la búsqueda del ánima. Y eso había llevado a Cleaver a una verdad irrefutable: la conciencia es real y palpable y no una criatura ilusoria creada por la imaginación del hombre. Está enraizada en la fisiología, aunque se eleva por encima de la mecánica cerebral y, por tanto, puede ser localizada y explorada, como un continente que espera ser descubierto.

«Saramaggio es muy bueno en lo que hace, pero sólo es un técnico. Yo soy más que eso -pensó Cleaver-, mucho más.»

Recordaba haber estado sentado en una clase, escuchando que había dos tipos de científicos: los integradores y los inventores. Los integradores diseñaban sistemas; acumulaban datos, sintetizaban cosas, seleccionaban y analizaban cálculos para elaborar una teoría. Era como construir un edificio, un trabajo valioso, a su manera. Pero los inventores, ah, los inventores eran auténticos revolucionarios. Lo atravesaban todo de golpe, realizaban un salto de pensamiento deductivo. Dinamitaban todo el edificio, nivelaban el paisaje y abrían el camino para algo nuevo.

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