John Darnton - Ánima
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– Bien, crucemos los dedos -y añadió-: Será mejor que nos aseguremos de que contamos con suministro eléctrico de emergencia para el ordenador.
– Ése es mi departamento -dijo Cleaver, controlando el ordenador-. Ahora el chico está en mi territorio.
En el tono de su voz, Kate había percibido una intensa emoción, pero no podía decir si motivada por los celos o por el triunfo.
Después de la ducha, se secó rápidamente el pelo, se vistió y salió al corredor. Al pasar junto a la sala de espera, miró en su interior y le sorprendió ver que Scott aún se encontraba allí. Estaba sentado en el borde de un sillón, con la cabeza apoyada en las manos; un agotado manojo de nervios. ¿Era posible que Saramaggio aún no hubiese ido a informarle de la operación? Eso representaba tal falta de protocolo, de decencia, que apenas podía creerlo. Pero la visión de Scott, solo y exhausto en la sala de espera, le confirmó que era cierto.
Él la vio, se levantó como un resorte y se acercó a ella. Kate habló antes de que él tuviese tiempo de formularle ninguna pregunta, apresurándose para darle toda la información vital en el orden en que pensaba que él quería recibirla.
Le dijo que Tyler estaba vivo, que la operación había terminado y que todo parecía haber salido bien. Todo lo que habían querido hacer lo habían hecho. Tyler descansaba confortablemente, o al menos sin sentir dolor alguno. Habían conseguido extraerle esa pieza metálica y creían haber obtenido células madre. El ordenador controlaba su actividad y, en algún momento en el futuro, comenzaría a dirigirla, aunque era difícil decir cuándo sucedería eso. Pero sería la siguiente encrucijada. Entretanto, todos tendrían que mantener la esperanza… y rezar.
Ella contestó a algunas preguntas y luego le dijo que iría a buscar al doctor Saramaggio, quien había estado absolutamente brillante, repitió varias veces.
Saramaggio estaba en su despacho, sentado frente a su escritorio, aún vestido con la camiseta blanca, con la cabeza apoyada en los brazos. Al principio, Kate pensó que dormía. Pero cuando él la oyó, se irguió rápidamente en su sillón, como si se sintiera avergonzado, y Kate vio que tenía lágrimas en los ojos. De pronto, Saramaggio parecía un niño pequeño.
– Mire esto -dijo, con voz entrecortada. Alzó la mano derecha y ella vio que temblaba ligeramente-. Honestamente, no sabía si podría hacerlo -dijo.
– Bueno, pero lo hizo. -Sí, lo hice, ¿verdad?
– Y ahora creo que debería ir a hablar con el padre. Necesita saber qué está pasando.
Saramaggio pareció afectado.
– Dios mío, me olvidé por completo de ese hombre. ¿Cómo he podido hacer eso? -Se levantó-. ¿Dónde está? ¿Me acompañará?
– Sí -dijo ella.
Kate abrió la puerta para que Saramaggio pasara e incluso se sintió tentada de cogerlo del codo para guiarlo, pero en el momento en que él abandonó el despacho pareció recuperar su antiguo yo.
Ella no lamentaba el episodio que acababa de vivir. «Supongo que es humano, después de todo», pensó.
Kate estaba realmente exhausta. Mientras subía en el decrépito ascensor hasta su apartamento de tres habitaciones en la calle Treinta y dos oeste, pensó en olvidarse de la cena y derrumbarse en la cama, aunque no había probado bocado desde el desayuno. Sabía que había algo que la preocupaba, algo relacionado con los acontecimientos del día, aunque no podía decir de qué se trataba. Apenas tenía energía para pensar en ello.
Luis, el ascensorista, le sonrió amablemente mientras le abría la puerta en el piso quince. Ella le dio las gracias, recorrió el deteriorado pasillo, introdujo la llave en la cerradura de la pesada puerta de madera, la abrió y arrojó su cartera al hundido pero cómodo sofá. Luego se acercó a la ventana y descorrió las cortinas. '
Estaba anocheciendo. Debajo, y extendiéndose a lo largo de cinco o seis manzanas, se veía un valle de edificios bajos, con azoteas cubiertas de alquitrán y separados por muros de ladrillo de un par de metros de alto. Todos estaban coronados por depósitos de agua de madera; le encantaba la vista de esos vetustos depósitos y los había contado la primera vez que se asomó a la ventana: siete en total. A media distancia, más allá del valle, se levantaba un muro de edificios más altos que se alzaban como pronunciados riscos. Estaban lo bastante cerca como para que ella pudiese ver a la gente hablando mientras tomaban el desayuno en el balcón o espiar diferentes escenas de armonía doméstica o de fuertes discusiones a través de la ocasional ventana sin cortinas. Detrás del muro se alzaban edificios aún más altos, rascacielos inmensos que formaban una línea continua hacia el norte en dirección al centro de la ciudad. Ahora, cuando comenzaba a caer la noche, las luces aparecían por todas partes. Plantas enteras de edificios de oficinas brillaban en el paisaje urbano y nuevas luces se encendían en las lejanas torres residenciales, diminutos cuadrados de luz que se iluminaban mientras ella los contemplaba.
La vista le aceleró el pulso. Ésa era la razón por la que había alquilado aquel apartamento hacía seis semanas, cuando llegó de San Francisco con dos maletas y una mochila. Parecía compendiar todo lo que sentía con respecto a la ciudad, todas sus infinitas posibilidades, además de sus regalos de privacidad, anonimato e incluso soledad. «Aquí puedes convertirte en cualquier cosa que desees -parecía decirle-; a mí me da lo mismo.»
De pronto, y sin razón aparente, pensó en su madre. Siempre había sido una mujer valiente. Tras la muerte de su esposo en Vietnam, la había criado sin ayuda de nadie, y le había inculcado la importancia de la educación. «Somos mujeres fuertes», le había dicho, hablando de sí misma y de su madre, quien había llegado desde Groenlandia atravesando todo el Canadá. Generaciones de mujeres duras y obstinadas. «Por nuestras venas corre agua helada», solía decirle su madre.
Le resultaba extraño pensar en cómo le había contado a Scott Jessup el otro día, en la cafetería, las circunstancias de la muerte de su madre. No acostumbraba a abrirse de ese modo ante los desconocidos, pero le había parecido que él necesitaba escuchar algo acerca de la pérdida sufrida por otra persona. Y, extrañamente, había omitido la parte más importante de la historia, cómo se había enterado su madre en la cima de una montaña de Washington de que su esposo había muerto en Vietnam. Su madre le había dicho que lo había visto en el momento exacto de su muerte, que había aparecido ante ella con su uniforme militar. No era una mujer supersticiosa, pero siempre insistió en que su esposo había ido a despedirse de ella. ¿Y quién podía decir que eso era imposible -a pesar de tratarse del otro lado de la tierra-, si el espíritu lo desea y el amor es lo bastante fuerte? Y entonces, años más tarde, muchos años después de que se cayera de la escalera, cuando le llegó el momento de sufrir una lenta muerte debida al cáncer, ella lo había vuelto a ver cerca del final, materializándose a los pies de la cama, y ya no tuvo miedo.
Y había algo más que tampoco le había dicho a Scott, ni a ninguna otra persona. No le gustaba pensar en ello y, cuando lo hacía, se encogía mentalmente y trataba de pensar en cualquier otra cosa. Cuando su madre se estaba muriendo, en los últimos días de su cruel enfermedad, Kate estaba acabando sus exámenes en la Facultad de Medicina; si se hubiese dedicado a atenderla todo el día habría perdido su beca y un año precioso, o tal vez más. Su madre había entendido perfectamente la necesidad de que la ingresara en un hogar de ancianos; era lo único práctico que se podía hacer, había dicho ella, y lo decía con sinceridad. Kate la había visitado a menudo, todos los fines de semana y, a veces, también durante la semana: había adulado al personal y les había llevado regalos para asegurarse de que cuidaran de su madre de un modo especial.
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