John Darnton - Ánima

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Nueva York: un chico de trece años yace en la cama de un hospital con el cerebro dañado a causa de un accidente. Dos científicos se hacen cargo de su destino. Ambos médicos alcanzarán juntos un resultado que superará todas las expectativas de la ciencia médica.

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Los cerebros humanos son similares en cuanto a su estructura fundamental, pero cuando se trata de los puntos no tan finos -el tamaño de los ventrículos, la trama de vasos sanguíneos, las curvas sinuosas de la corteza cerebral-, cada cerebro es único. Cuando un neurocirujano coge el escalpelo, está a punto de entrar en un laberinto. Desde fuera se parece a cualquier otro, pero por dentro es un misterio en sí mismo. Los buenos cirujanos se las arreglan para mantenerse alejados de los callejones sin salida.

El agua caía tibia y con fuerza sobre su rostro. Se volvió para que corriera sobre la nuca y bajara por la espalda y las piernas; luego hizo girar el grifo para que saliera más fría. Lo hacía por etapas hasta que el frío la dejaba sin aliento. Era el vestigio de un juego de resistencia que solía practicar cuando era niña, lanzándose a las aguas de los helados ríos de montaña en Washington.

Su admiración por Saramaggio estaba teñida de una ambivalencia que no quería examinar demasiado de cerca. Por un lado, estaba cautivada: de eso trataba la medicina, con eso había estado soñando todos esos años, curar a los desahuciados, ayudar a la gente, recomponer sus vidas. Por otro lado, estaba llena de dudas respecto a su propia capacidad, e incluso de envidia. Porque, al observar el trabajo de ese hombre, se preguntaba: ¿sería capaz de llegar a ser tan buena como él? ¿Poseía esa arrogante confianza, la seguridad indispensable de que todos y cada uno de los movimientos eran absolutamente correctos? Allí estaba ella, con treinta y cuatro años, a punto de entrar en la mejor etapa profesional de un cirujano, cuando la coordinación se une a la experiencia, y estaba a años luz por detrás de Saramaggio. En ocasiones, cuando practicaba una incisión, sentía una peligrosa indecisión. ¿Cómo podría adquirir esa arrogancia que le permitiese hacerlo de un modo absolutamente desapasionado? ¿Tendría que convertirse acaso en una ególatra para llegar a ser una gran cirujana?

Y, por encima de todo lo demás, estaba empezando a fijarse en los defectos de Saramaggio como persona. Podía ver la lujuria en sus ojos. Era un hombre mezquino con su don. Se esperaba que un jefe de cirujanos transmitiese sus secretos -era así como se suponía que funcionaba todo el sistema-, pero era demasiado competitivo como para compartir sus conocimientos con los colegas. ¿A qué se debía, se preguntó, que tantos excelentes cirujanos carecieran de las anticuadas virtudes de la generosidad, la magnanimidad y la compasión?

Salió de la ducha y se secó con una toalla. Inclinó el pelo mojado hacia un lado para sacudirse el agua y luego se cubrió la cabeza con la toalla como si fuese un turbante.

La operación había salido tan bien como podía esperarse, pero había sido la más arriesgada y complicada en la que había participado nunca. Había durado diez horas; las primeras cinco se habían dedicado a extraer la pieza metálica incrustada en el cráneo. En un momento determinado, Kate observó que Saramaggio estaba trabajando minuciosamente. Levantaba la pieza metálica un milímetro, limpiaba el trozo extraído para reducir al máximo la extracción de tejido cerebral, y se abría paso describiendo un círculo completo. Pero ¿cómo podía evitar que volviera a hundirse? Tuvo un momento de inspiración: sujetó unos fórceps a la varilla metálica y utilizó una grapa y un trozo de alambre para construir un pequeño montacargas. De este modo podía ir extrayendo gradualmente la pieza metálica al tiempo que continuaba cortando la base recién expuesta, mientras uno de los asistentes la hacía girar lentamente para agrandar el espacio. Saramaggio se movía a través de grados diminutos hasta que, finalmente, logró extraer la maldita pieza, dejando que colgase un momento en el aire, un artilugio feo y complicado provisto de cuatro medias lunas de metal y alambre unidas a una gran base de barras paralelas. Cuando la pieza fue colocada cuidadosamente en un recipiente esterilizado, todos sintieron deseos de aplaudir. En cambio, mostraron su alivio haciendo bromas y contando historias. Saramaggio les explicó unas vacaciones de las que había disfrutado recientemente en Barbados.

Pero cuando Kate miró la herida, sintió que el corazón le daba un vuelco. ¿Cómo era posible que una herida tan profunda no hubiese acabado con la vida de ese chico? La estudió detenidamente. Podía ver todo el recorrido hasta el hipocampo; el daño era muy extenso. Pero cuanto más miraba, más se daba cuenta de que, asombrosamente, parecía haber evitado las zonas vitales. ¿Realmente era posible que pudieran crecer nuevas células que,' una vez implantadas, repararan las conexiones? Comenzó a experimentar una sensación excitante: tal vez esa operación realmente marcase un hito en la neurocirugía:

– Asegúrate de grabarlo todo -le dijo Saramaggio al técnico encargado de la cámara de vídeo.

Todos se apartaron un momento para que la cámara pudiese tomar primeros planos.

Luego Saramaggio procedió a buscar las células madre en su escondite, en el revestimiento de las cámaras centrales llenas de líquido, los ventrículos. Penetró profundamente en el revestimiento y extrajo cuarenta y cinco muestras infinitesimales y las colocó en las cápsulas de Petri. Bajo el microscopio tendrían el aspecto de glóbulos de protoplasma informes, y estarían dotadas de minúsculos pelos ondulantes, como tentáculos, sólo que más finos, que las impulsarían alrededor de la superficie líquida.

Luego se inició una fase igualmente delicada de la operación, la implantación de 126 electrodos del grosor de un cabello fabricados en titanio para que no interfirieran la imagen de resonancia magnética. La ubicación de los electrodos se concentró en los centros que controlan el sistema somático. Cada electrodo recogía un nido de neuronas activadas y transmitía la señal a un ordenador, que la leía, aprendía a duplicarla y la almacenaba, de modo que la transmisión pudiese invertirse más tarde con el fin de mantener en funcionamiento los órganos vitales. Durante esa fase dependían de Cleaver, cuyos ojos profundos, acentuados por el verde pálido de la mascarilla y la frente prominente bajo la gorra, brillaban de inteligencia. Tenía la capacidad de provocar una sensación de desagrado que recorría la columna vertebral de Kate, pero debía reconocer, mientras lo observaba conectando los extremos de los electrodos, colocando los alambres y controlando los monitores del electroencefalograma, que era un profesional de pies a cabeza.

Saramaggio dejó que Gully se encargara de colocar algunos de los electrodos para poder descansar un rato.

Pero unos minutos más tarde ya estaba de regreso, observando por encima del hombro de Gully; luego, claramente insatisfecho con su ayudante, le hizo un gesto para que se apartara y le dejara rehacer parte del trabajo, asumiendo nuevamente el mando de la operación. Los mirones permanecían en un segundo plano, intercambiando susurros ocasionales. Luego le tocó el turno al trazado craneal mediante imágenes de resonancia magnética, en el que hubo que repetir numerosos segmentos.

Saramaggio trabajó sin parar durante otras dos horas. El resto de la operación se dedicó a tareas de restauración: cubrir la herida, esterilizar toda la zona y asegurar una placa especialmente cortada para cubrir el orificio practicado en el cráneo. Estaba hecha de manera que fuese móvil, ya que la conexión de los electrodos a través de la cual el ordenador enviaría las señales tendría que ser comprobada y cambiada de vez en cuando. ¿Con qué frecuencia?, nadie lo sabía. Jamás se había hecho algo así.

Por último, Saramaggio retrocedió unos pasos y contempló su obra, un cuerpo indefenso yaciendo en una camilla con la cabeza cubierta de vendajes, casi como si estuviese contemplando una obra de arte. Luego se quitó la bata quirúrgica, revelando una simple camiseta y los brazos cubiertos de vello negro, y dijo:

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