John Darnton - Ánima
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Se sintió arrastrado hacia ese lugar.
Sus ojos se fijaron en la pared de piedra que había encima del saliente. Se prolongaba, vertical y sólida, a lo largo de unos cuatro metros, y luego se proyectaba en, una especie de voladizo estrecho. Divisó una pincelada de color. Miró más detenidamente. Era uno de esos chismes que los escaladores fijan en las rocas. Aún retenía unos trozos pequeños de cuerda amarillos y azules que se agitaban con la brisa, y un polvillo blanco -resina, pensó- manchaba el borde de una grieta próxima. Servía para conseguir tracción, le había dicho alguien, para poder aferrarse a la pared de piedra con las yemas de los dedos o apoyarse con las puntas de sus zapatos especiales para la escalada.
Sintió la intensa alegría de saber que un día, pronto, quizá ese mismo año, se uniría a ellos.
Alzó la vista aún más. Un movimiento fugaz captó su atención. Un escalador, extendido sobre la pared de piedra. Luego otro, más arriba. Y otro más. Una vez que los había visto, ya no podía perderlos. Estaban separados de la roca, pero al mismo tiempo parecían pertenecer a ella, moviéndose apenas, luego flotando en el aire como unas criaturas magníficas, como dioses. Las tres figuras se movían lentamente, con sumo cuidado, como arañas que colgaran de los hilos de la tela, con el equipo sujeto a sus cinturones. Tejían su tela con perseverancia y paciencia, de grieta a saliente, y luego de nuevo a grieta. El sol emergió súbitamente de detrás de una nube y arrancó reflejos tan intensos de la pared de piedra que resultaba difícil distinguirlos. Los tres escaladores parecían suspendidos a cámara lenta, en un absoluto silencio.
Tyler se acercó a la cara rocosa que había junto al saliente y se inclinó contra él, sintiendo la dureza de la superficie áspera bajo sus dedos. Se inclinó un poco más y comenzó a desplazarse de lado, como si fuese un cangrejo, hacia el borde.
– Eh, ¿qué haces? -gritó Johnny. Tyler lo ignoró.
Ahora se movía más deprisa, sin pensar. Y antes de que pudiese darse cuenta estaba en el reborde rocoso. Volvió la cabeza lentamente y la vista lo dejó sin aliento: una inmensa alfombra verde que se extendía abarcando campos, bosques y montañas. Ya no escuchaba el coro de cigarras; en cambio, oía el viento que silbaba a sus pies. Sentía el sol directamente sobre él, como un foco. Los escaladores estaban muy por encima de él en la pared de piedra.
Tyler se agachó lentamente y se volvió hacia el norte antes de incorporarse. Ahora podía verlo todo; se extendía ante sus ojos como si alguien lo hubiera arrojado a sus pies. Tenía los brazos detrás del cuerpo, tocando la piedra. Por el rabillo del ojo alcanzaba a ver a Johnny, que ahora estaba de pie, observándolo desde arriba.
Dejó caer los brazos a los lados. Luego adelantó un pie. Estaba en mitad del estrecho reborde. Inclinando ligeramente la cabeza podía ver el precipicio más allá del borde. No sentía miedo, estaba perfectamente equilibrado y firme.
Entonces oyó algo, un sonido agudo junto a su pie. Luego otro. El suelo se movió ligeramente y tardó unos segundos en comprender de qué se trataba: guijarros, piedras, que caían desde más arriba.
Hubo un grito, una especie de alarido. Estaba desconcertado. Las cosas se sucedían deprisa. Alzó la vista hacia Johnny, quien agitaba los brazos frenéticamente. Más piedras, una muy grande ahora.
Se apoyó en la pared de piedra que había detrás y alzó la vista. Uno de los escaladores estaba colgado de una cuerda, balanceándose torpemente junto al abismo, y apartándose con lentitud de él, suspendido en el aire, de modo que sus manos tanteaban, impotentes, el vacío.
– ¡Cuidado! -gritó Johnny.
Oyó el sonido de algo metálico que rebotaba contra la roca. Pero era demasiado tarde. El objeto llegó desde ninguna parte y lo golpeó. Apenas tuvo tiempo de registrarlo, un impacto en la cabeza. La oscuridad. Luego las rodillas comenzaron a doblarse.
Johnny lo vio todo. El escalador cayendo a plomo, precipitándose de espaldas al vacío y agitando los brazos hasta que la cuerda frenó su caída. Las piedras volando hacia abajo, el artilugio de metal rebotando en la cara de la pared y girando a medida que caía, como si fuese una bestia que corriera para salvar su vida, cayendo y volviéndose a levantar una y otra vez. Y vio cómo alcanzaba a Tyler y se clavaba en su cabeza, de modo que cuando Tyler se volvió lentamente para iniciar su larga caída en el vacío, su figura quedó detenida por un instante y esa cosa sobresalía de él. Parecía alguien que hubiese recibido un flechazo justo en el cráneo.
Johnny comenzó a bajar velozmente por la ladera de la montaña, tropezando, saltando, cayendo para volver a ponerse en pie. Se golpeaba los codos y las pantorrillas, se desgarraba la piel de los dedos, le chorreaba la nariz y le sangraban las piernas, pero no sentía absolutamente nada. Tenía que llegar adonde estaba Tyler.
Había mirado hacia abajo y lo había visto tendido en otro reborde rocoso a unos diez o quince metros del anterior. No podía determinar si estaba con vida. Había mirado detenidamente para ver si aún respiraba, si se percibía algún movimiento debajo de la camiseta, pero estaba demasiado lejos para saberlo. Cuanto más miraba sin estar seguro, y cuanto más tiempo Tyler permanecía allí sin moverse, más temía Johnny lo peor. Todo parecía tan irreal; hacía un momento, Tyler estaba allí, lleno de vida, y un segundo después se encontraba tendido inmóvil sobre una roca, decenas de metros más abajo. Su cuerpo parecía encogido, derrumbado sobre sí mismo de una manera extraña, artificial. Estaba apoyado sobre el costado izquierdo, el rostro vuelto hacia el vacío, el brazo derecho doblado detrás del cuerpo. Johnny no había sido rápido al decidir qué debía hacer, si correr hacia donde estaba Tyler o bien regresar al hotel. Y entonces había oído la voz de alguien que estaba más arriba, uno de los escaladores, una mujer. Gritó que ella iría a buscar ayuda, que él debía tratar de llegar hasta donde se encontraba su amigo.
En ese momento se decidió. Pero llegar hasta el lugar donde había caído Tyler le estaba costando todo el tiempo del mundo.
El corazón le golpeaba las costillas. Sin ser demasiado consciente de ello, tenía el terrible presentimiento de que, si no llegaba pronto hasta él, Tyler moriría; de alguna manera, dependía de él que eso no ocurriera. No sabía qué podía hacer exactamente para ayudarlo, sólo que debía llegar allí ya y hacer algo. Confortarlo de alguna manera y hacer que se sintiese mejor. Hacer que no se sintiera tan solo. Pero llegar hasta el lugar donde yacía Tyler no era fácil. Encontrarlo entre aquel laberinto de enormes piedras y pinos abigarrados, llegar al nivel correcto, resultaba una tarea exasperantemente difícil. En un par de ocasiones, Johnny creyó estar en el lugar correcto y vio el reborde rocoso pero, al llegar allí, estaba vacío. La segunda vez miró hacia abajo y comprobó que Tyler se encontraba a un par de metros de él. Descendió rápidamente, cayendo parte del camino y golpeándose una rodilla con violencia, pero no sintió nada. Se acercó al cuerpo inmóvil, tomándose su tiempo, y contempló a su amigo. Tyler tenía la camiseta medio levantada; su espalda estaba ensangrentada a causa de los cortes recibidos en la caída, y la sangre formaba una costra contra la piel. Johnny entrecerró los ojos y miró la cabeza. El trozo de metal seguía allí, sobresaliendo por uno de sus extremos, incrustado en el cráneo. El cuero cabelludo parecía cerrarse alrededor de la herida. Un fino hilo de sangre se había deslizado por el costado de la cabeza hasta manchar la piedra, siguiendo la superficie granulada y llenando una grieta diminuta situada a pocos centímetros.
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