John Darnton - Ánima
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Tyler se sentó en una piedra y apoyó ambos pies en otra que estaba delante. Se recostó y extendió los brazos frente a la cara para mirar el ardiente sol. El sudor lo inundó. Johnny se sentó a su lado, se quitó la mochila y buscó una botella con agua. Le dio unos cuantos tragos y se la pasó a Tyler, quien bebió un poco y luego vertió un pequeño chorro en la mano para refrescarse la frente. Un hilo de agua se deslizó por su camiseta y le refrescó el pecho.
– Esto es genial -dijo Johnny.
Tyler pensó en cómo su padre se preocupaba siempre por él y no le permitía hacer cosas que entrañasen el más mínimo riesgo. Y ésas eran, precisamente, las cosas que resultaban más divertidas. Hacía apenas dos semanas habían tenido una fuerte discusión a causa de la ascensión a través de las rocas; un día su padre le había prometido que le permitiría intentarlo, y ahora cambiaba de idea. Eso no era justo.
«Sin embargo -se dijo a sí mismo-, no hay nada peligroso en esto.» Miró las rocas que se extendían debajo de ellos, volviéndose cada vez más pequeñas a medida que se alejaban hasta desaparecer bajo las copas de los árboles. Podía ver el hotel, que parecía súbitamente pequeño y extrañamente artificial desde esa altura, como si se tratase de una fotografía; la diferencia era que podía ver cosas que se movían en el lago, donde había botes en miniatura y figuras incluso más pequeñas inclinadas, remando. De pronto recordó algo: las pequeñas casas con las que solía jugar debajo de los arbustos en el jardín trasero de su casa.
– Es más que genial -dijo sosegadamente-. Es perfecto. Había algo en el tono de su voz que hizo que Johnny se volviese hacia él.
– Suenas raro. Tyler sonrió.
Si Johnny supiera lo que él pensaba a veces, si pudiera meterse dentro de su cabeza y ver los pensamientos que albergaba allí, no pensamientos exactamente, sino sensaciones, a veces aterradoras, pero reconfortantes en otras ocasiones, entonces sí podría decir que era raro. Las sensaciones eran imposibles de describir. Aparecían en los momentos más extraños, habitualmente por la noche, cuando observaba el cielo salpicado de estrellas. A veces se apoderaban de él; parecían oprimirle el pecho, no sabía cómo describirlas excepto para decir que sentía como si el tiempo se descompusiera en pequeñas piezas, abriendo el camino para algo grande y eterno, y luego algo en su interior se elevaba y salía al exterior y se encontraba flotando mágicamente, de modo que era parte de todo y todo era parte de él. Ésa era la única forma de describir lo que sentía. La sensación no duraba mucho, apenas unos cuantos segundos, pero su efecto perduraba durante horas.
No lo sentía en ese momento, pero casi. Sabía que estaba cerca y eso era reconfortante; porque había pasado mucho tiempo desde que lo había experimentado, y comenzaba a temer que estuviese haciéndose mayor, que estuviese perdiendo el don.
Las cigarras habían iniciado un concierto que se elevaba desde los árboles que cubrían las laderas. – ¿Quieres comer ahora o prefieres que sigamos? -preguntó Johnny.
Tyler volvió los ojos hacia el risco casi perpendicular que desaparecía de la vista decenas de metros más abajo. El sendero parecía introducirse de alguna manera dentro de la piedra. Tal vez hubiese una chimenea por la que se vieran obligados a subir. Eso sería muy divertido. -Vamos -dijo-. Podemos comer cuando hayamos llegado a la cima.
Se levantaron y Tyler sintió dolor en los muslos y las pantorrillas. El sudor se había enfriado en la camiseta y lo sentía contra la espalda. Nuevamente encabezó la marcha, y había avanzado sólo unos cuantos metros cuando divisó otra flecha roja pintada en la superficie granulada de una piedra. Iban en la dirección correcta: la flecha apuntaba directamente hacia un barranco que dividía el risco y se dirigía hacia la cima. Vio que en su interior estaba oscuro y eso lo volvía aún más tentador, como la cueva de Aladino.
Se deslizó entre las dos paredes verticales de piedra y alzó la vista. Las paredes se retorcían, se ensanchaban y se inclinaban de tal manera que no alcanzaba a ver la luz del sol. Caminó a lo largo de la base y, al atravesar un charco fangoso, sintió el agua que le goteaba sobre la cabeza y los hombros. Después de recorrer unos diez metros llegó a un reborde donde los salientes de piedra formaban una escalinata natural, que comenzó a subir hasta que, en la penumbra, encontró una angosta escalera. La madera gastada era fría al tacto. Subió lentamente y sintió que giraba gradualmente hacia la izquierda, a medida que los peldaños se estrechaban y pasaban por debajo de una enorme roca que estaba encajada entre las dos gigantescas placas de piedra. Llegó a otro reborde y lo recorrió de lado hasta llegar a otra escalera. Podía oír a Johnny debajo de él, respirando agitadamente. Dejó caer una piedra pequeña.
– Eh, ten cuidado.
– Tienes suerte de que sea lo único que te he lanzado. -Sabía que debería haber ido yo el primero. – ¿Alguna vez has visto algo igual?
– Nunca. Es impresionante… increíble.
Delante había otras dos escaleras y Tyler subió por ellas. En un punto determinado, las rocas se acercaban tanto que podía sentir su superficie áspera y dura delante y detrás. «Éste debe de ser El abrazo del hombre flaco», pensó.
No sentía claustrofobia. Al contrario, se sentía seguro y cómodo en esa húmeda oscuridad.
Entonces, finalmente, divisó un rayo de luz. Cinco peldaños más y, de pronto, se encontró fuera del barranco, parpadeando ante la luz intensa y alzando la cabeza para recibir la brisa fresca. Antes de que se diese cuenta, Johnny estaba a su lado, jadeando ligeramente.
Se encontraban en una enorme cúpula de piedra y, por tres de sus lados, el paisaje se extendía hasta donde alcanzaba la vista. Había valles cubiertos de árboles, granjas con casas blancas, diminutos graneros rojos, pequeñas cintas de asfalto que serpenteaban bajo el sol y estanques y lagos de color morado. Hacia el norte podían ver un grupo de edificios que brillaban al sol, un pueblo, y más allá un río flanqueado de árboles. A lo lejos, por los tres lados, había montañas que se alzaban inmóviles formando morones verdes y se alejaban en oleadas que se volvían cada vez más difusas hasta acabar perdiéndose por completo en el horizonte brumoso. Arriba, destacándose contra el cielo azul claro, las nubes blancas se elevaban como torres abultadas y luminosas. Cambiaban de forma a cámara lenta y proyectaban sus sombras sobre la tierra como grandes charcos oscuros.
La roca sobre la que se encontraban se proyectaba hacia abajo por los cuatro costados, de modo que no podían ver el borde. Estar en la cresta de esa enorme piedra era como encontrarse encima de una criatura gigantesca, la frente de una ballena quizá, y hacía que ambos se sintieran mareados. El sol se hallaba ahora en su punto más alto y descargaba sus rayos sin piedad. Se oía un coro de cigarras que llegaba desde la maleza que había al pie de la montaña.
Encontraron una pequeña hendidura en la roca, donde pudieron sentarse con las piernas colgando en el vacío. Johnny se quitó la mochila y la dejó a su lado. Acto seguido comenzó a abrirla para sacar el almuerzo.
Tyler se levantó y comenzó a descender por la pendiente de la roca. Era peligroso, porque la piedra continuaba curvándose hacia la nada. Si tropezaba, comenzaría a rodar sobre la dura superficie hasta chocar con el aire y después caería como una piedra al vacío.
– Eh, ten cuidado -gritó Johnny-. Vuelve aquí.
Tyler se detuvo un momento donde se encontraba, lo suficiente para salvar las apariencias, luego dio media vuelta y regresó.
Miró hacia delante. Johnny había sacado un bocadillo y se lo estaba comiendo, sosteniéndolo con el papel de aluminio. Detrás de él, la montaña se elevaba aún otros treinta o cuarenta metros. Hacia el lado derecho, Tyler vio el comienzo de un sendero, semioculto por la hierba silvestre. Ascendía una pequeña loma y desaparecía; parecía una caminata fácil hasta la cima. Pero al lado izquierdo había un saliente rocoso de unos dos metros de ancho en la base de la cara de la roca. Parecía un milagro de la naturaleza, estaba perfectamente tallado, como un balcón instalado en la montaña para disfrutar de la vista del valle que se extendía debajo.
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