John Darnton - Experimento
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Y en aquel momento se dio cuenta de que en la habitación había otra persona.
Sonó un ligero carraspeo procedente del sillón situado en un rincón del dormitorio. Tizzie no necesitó más para saber inmediatamente quién estaba allí, era tío Henry.
– ¿Qué tal estás, querida? -preguntó el hombre-. ¿Cómo lo sobrellevas?
A ella le pareció que la pregunta no era sincera y que, por tanto, no merecía respuesta. Y tampoco quiso darle a su tío la satisfacción de ver que la había sobresaltado. Así que se encerró en un estoico silencio.
Tío Henry alargó la mano y encendió una lámpara de piel. La luz hirió los ojos de Tizzie, pero no iluminó en absoluto a su tío, que seguía hundido en el sillón, fuera del alcance de la luz.
– Sé lo apenada que te sientes. Todos estamos tristes. Quizá para el mundo exterior tu madre no era una persona demasiado… -movió una mano en el aire como buscando la palabra adecuada-…impresionante. Sin embargo, los que la conocíamos y queríamos, sabíamos valorar sus cualidades.
El padre de Tizzie se removió en la cama.
– Y resulta especialmente doloroso que desaparezca uno de los miembros del grupo de más edad, uno de los fundadores, por así decirlo. Y que su muerte sea tan prematura.
El hombre había pronunciado aquella última frase en un susurro. Hizo una pausa y, en actitud casi profesoral, prosiguió:
– Sin embargo, no debemos mirar hacia atrás. Tenemos que seguir adelante. Hemos de pensar en los vivos. En los que aún tienen la existencia por delante, o en los que aún se siguen aferrando a ella… Como, por ejemplo, tu padre.
– ¿Qué quieres decir? -preguntó Tizzie con ojos refulgentes.
– Nada que tú no sepas -respondió con voz seca, casi dura-. Tu padre no está nada bien. -Eso ya lo sé. -¿De veras lo sabes?
A ella le extrañó aquella réplica.
– Pues claro que lo sé.
– Entonces, ¿por qué no haces algo?
– No sé a qué te refieres.
– ¿Por qué no colaboras con nosotros? Somos el grupo que intenta ayudarlo. Intentamos encontrar una cura para lo que mató a tu madre. No te engañes, no se murió de vieja.
– ¿Cómo lo sabes?
– Vamos, Tizzie. Tú misma viste la rapidez con que la ancianidad se apoderó de ella. Envejeció treinta años en los últimos cinco. ¿Alguna vez habías visto algo parecido?
Tizzie permaneció en silencio, limitándose a negar con la cabeza.
– Y a tu padre le está ocurriendo lo mismo.
– ¿Se trata de una enfermedad?
– Quizá. Tenemos a varias personas tratando de dilucidar esa cuestión, intentando encontrar una vacuna para el mal que aflige a tu padre. Quizá algún día tú misma te unas a la investigación. Te sobra capacidad profesional para ello.
– ¿Es eso lo que quieres que haga? ¿Investigar?
Tío Henry tosió y se llevó un pañuelo a la boca para echar en él las flemas.
– Todavía no. En estos momentos puedes hacer algo mucho más importante. Tenemos enemigos. Necesitamos saber quiénes son y qué hacen.
A Tizzie se le cayó el alma a los pies.
– ¿Qué puedo hacer?
– Muy sencillo, informarnos de lo que ellos han averiguado.
– ¿Lo que ellos han averiguado? ¿A qué te refieres?
De pronto, la voz del hombre cambió, se hizo dura.
– No te hagas la tonta conmigo.
– No me hago la tonta. Lo que deseas es que espíe a Jude.
– Ahora sí te estás portando como la hija digna de tu padre. Queremos que nos informes sobre Jude… pero no sólo sobre él.
– También queréis que os informe sobre Skyler.
– Exacto.
Tizzie miró a su padre, cuyo aspecto no podía ser más frágil.
– ¿Y servirá de algo?
– Claro que sí.
– Entonces, cuenta conmigo -dijo ella.
– Espléndido.
– ¿Qué… tengo que hacer?
– Abajo, en el estudio, encontrarás papel. Sólo tienes que anotar todo lo que recuerdes: dónde han estado, qué han hecho, qué han dicho. Tómatelo con calma, espera a que la gente se marche, cosa que ya no tardará en ocurrir. Me gustaría que tu informe estuviera listo para esta noche.
– De acuerdo.
– Gracias, cariño.
– Lo anotaré todo. Estuvimos juntos… viajamos al oeste… estuvimos en Jerome.
– Estupendo. No te olvides de nada. Más adelante tendrás que hacer otras cosas.
Tío Henry apoyó ambas manos en los brazos del sillón, se puso en pie y apagó la luz. La habitación quedó en penumbra.
– ¿Ayudarás a papá? -preguntó Tizzie.
– Sí, cariño. Y no sólo yo, sino también otros. Todos debemos arrimar el hombro.
El hombre fue hacia la puerta y se volvió para mirar a su sobrina.
– Quédate con él. Creo que tu padre se da cuenta de quién eres. Resulta enternecedor veros a los dos juntos.
– Adiós, tío Henry.
– Adiós, cariño. Me alegra que me hayas hablado de tus correrías por el país con esos dos muchachos. No hay nada como la sinceridad para que la verdad resplandezca. Naturalmente, ya sabíamos lo de vuestro viaje.
Tizzie oyó las pisadas del hombre alejándose por la escalera. Resultaba difícil decir si el comentario sobre la sinceridad había sido o no sarcástico. Tío Henry lo había dicho como si estuviera hablando con una niña, la misma niña que, años atrás, había hecho girar aquel tirador de cristal biselado.
Jude se sentía agitado a causa de lo que de modo accidental habían descubierto. Sus implicaciones eran alucinantes.
Condujo a Skyler a un pequeño bar de la calle K y, una vez en él, se acomodaron en un reservado para poder pensar con calma. Jude pidió cerveza para los dos.
O sea que Frederick C. Eagleton, el poderoso subdirector del FBI, uno de los puntales de la sociedad norteamericana, estaba implicado en aquel… ¿qué? En aquella conspiración.
Eagleton no era exactamente un personaje popular, pero sí muy conocido entre los políticos, los periodistas y cuantos seguían con interés los juegos de poder que tenían lugar en Washington. Desde los tiempos de Hoover, ningún director había vuelto a tener poderes absolutos; algunos incluso habían sido simples figuras decorativas. Pero el subdirector era otro cantar. Al subdirector no lo ponía y quitaba a capricho el presidente. El subdirector era una figura tan constante y ubicua como la próxima administración pública, y sobrevivía de una presidencia a la siguiente, acumulando más y más información, aumentando el tamaño de los expedientes, haciendo y recibiendo favores. Si el director era la figura decorativa, el subdirector era el que, con mano de hierro, movía las palancas y apretaba los botones. ¿Para qué servían aquellas palancas y aquellos botones? Jude no tenía ni la menor idea.
Si Eagleton estaba implicado en el asunto, ¿quién más lo estaría? Sólo Dios sabía cuál era la magnitud de aquel asunto. Y, si se trata de una conspiración, ¿qué la mantiene en pie? Si existe una telaraña, ¿hasta dónde llega y cuál es la araña que ocupa su centro? Rincón, desde luego. Pero… ¿cómo lo hace? Jude bebía su cerveza a pausados sorbos. Y… ¿cuál sería exactamente la implicación de Eagleton? ¿Lo habrían sobornado para que protegiese al Laboratorio? ¿Estaría el hombre en la nómina del grupo? Eso era absurdo. Si estaba en la nómina, ¿para qué iba a viajar hasta la isla? No era el tipo de cosas que hacen los empleados. Por como Skyler lo había descrito, más que un viaje de trabajo se trató de una peregrinación. Eagleton fue con los otros sólo para rendir pleitesía a Rincón.
Pero… ¿por qué? ¿Qué podía ofrecerles Rincón? Sólo había una respuesta que tuviera algún sentido: podía ofrecerles vivir más tiempo. Con tal de lograr eso, ciertas personas estarían dispuestas a cualquier cosa. Sobre todo, las personas que ocupaban cargos de poder.
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