John Darnton - Experimento
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La cajera sumó el importe de las compras en la caja registradora, lo metió todo en una bolsa, cobró y le devolvió el cambio.
– Muchas gracias -dijo Tizzie.
– Gracias a usted -respondió la muchacha con una sonrisa.
Cuando se volvía, dispuesta a salir, miró fortuitamente hacia la ventana que daba a la calle, donde el sol caía de plano y se reflejaba en las ventanillas de un par de coches. Y de pronto vio algo o, mejor dicho, a alguien, y se quedó petrificada. Ahogó una exclamación. ¿Sería posible? ¿Estarían engañándola sus ojos? Y es que al otro lado de la calle, mirando a uno y otro lado como si se dispusiera a cruzar, había un hombre fornido y con un mechón blanco en el cabello.
Ella nunca lo había visto antes, pero había oído su descripción de labios de Skyler y de Jude. ¿Podía tratarse de una coincidencia? Tenía el palpito de que no. Y cuanto más miraba al hombre, más convencida estaba de que éste era uno de los ordenanzas.
Dejó caer su bolsa al suelo y, sin hacer caso del sorprendido «¡Eh, oiga!» de la cajera, salió corriendo al pasillo. Siempre a la carrera, dejó atrás la zona de recepción y las oficinas de la planta baja y, por una escalera lateral, subió hasta el tercer piso y abrió de golpe la puerta. Miró rápidamente a ambos lados y echó a correr pasillo abajo en dirección a la habitación de Skyler. Cuando entró, el joven se estaba quedando adormilado.
Tizzie lo sacudió casi con violencia.
– ¡Levanta! ¡Aprisa! ¡Tenemos que irnos!
Él la miró sobresaltado y sin entender.
– ¡Vamos, de prisa! He visto a uno de esos hombres en la calle. A un ordenanza. ¡Seguro que te anda buscando!
Skyler saltó de la cama, cogió sus pantalones, se los puso y corrió hacia la puerta. Sin camisa y con los pantalones manchados de sangre, tenía aspecto de loco. Llamaría la atención a un kilómetro de distancia, lo cual sería peligroso.
La cama contigua a la de Jude tenía la cortina corrida en torno a ella, pues habían admitido a un nuevo paciente. Tizzie abrió uno de los cajones empotrados en la pared. Estaban de suerte. La joven cogió una camisa de hombre, unos pantalones y unos zapatos y siguió a Skyler pasillo abajo. Se metieron en el hueco de la escalera y, una vez allí, Skyler se cambió y dejó los viejos pantalones sobre la barandilla. Bajaron hasta el sótano, donde entreabrieron una puerta y miraron a través del resquicio. La puerta correspondía al Departamento de Radiología. En la sala de espera, tres pacientes aguardaban turno. Los tres alzaron la mirada curiosos.
Tizzie y Skyler siguieron hasta la parte delantera del hospital, dieron con otra escalera y subieron por ella. La puerta de acceso a la planta baja tenía una ventanilla rectangular de cristal y tela metálica. Skyler miró por ella y, aunque estaba sobre aviso, lo que vio lo dejó petrificado: apoyado en el mostrador de recepción había un ordenanza, que, aparentemente, estaba pidiendo alguna información. El hombre volvió el rostro en su dirección y Skyler se apartó instintivamente de la ventanilla.
Luego volvió a mirar. El hombre avanzaba ahora por el pasillo principal. ¡Iba en su dirección! Skyler agarró a Tizzie, la empujó hacia un rincón y se colocó ante ella. Si se abría la puerta, ésta los ocultaría. Indicó a Tizzie por señas que no hiciera ruido, y los dos se quedaron allí, escuchando inmóviles los pasos que se acercaban. Los pasos se detuvieron frente a la puerta, y Tizzie y Skyler casi oyeron al hombre pensar, tratar de discernir qué hacía. Luego, al cabo de lo que pareció un siglo, las pisadas siguieron adelante y se perdieron. Skyler miró de nuevo por la ventanilla y vio la parte posterior de la cabeza del ordenanza, en la que el mechón blanco apenas era visible. El hombretón se dirigía hacia el fondo del pasillo, en dirección opuesta a la que ellos debían tomar. Sólo en aquel momento se dio cuenta Skyler de que Tizzie llevaba rato apretándole el brazo.
Abrieron la puerta y vieron cómo el ordenanza llegaba a un recodo del pasillo, doblaba por él y desaparecía. Ellos se dirigieron al vestíbulo. De nuevo notó Skyler la mano, ya relajada, de Tizzie en el brazo. Así enlazados, pasaron ante el mostrador de recepción.
– Ah, vaya -le dijo la recepcionista a Skyler-. Hace un momento vino un hombre interesándose por su hermano. Me preguntó por el paciente que tenía un hermano gemelo idéntico. Lo mandé a la habitación. -Miró hacia el fondo del pasillo y añadió-: Si se da usted prisa, quizá lo alcance.
– No, no se preocupe -se apresuró a decir Skyler-. Ese hombre no nos cae nada bien.
– En realidad -intervino Tizzie-, no podemos verlo ni en pintura.
– ¿Podría usted hacernos un gran favor? -le pidió Skyler-.Cuando vuelva por aquí, no le diga nada de que nos ha visto.
– Desde luego. A mí tampoco me cayó bien. Me pareció como antipático.
En el exterior, el sol era cegador y se reflejaba en las señales de tráfico, en las ventanas de los edificios e incluso en el pavimento, de modo que Tizzie y Skyler quedaron tan deslumbrados que ni siquiera vieron a Jude, que llegaba en el coche. El periodista tuvo que tocar el claxon y llamarlos en voz alta desde el otro lado del cruce.
– Larguémonos de aquí -dijo Tizzie en cuanto se hubo acomodado en el asiento trasero.
Comenzaron a contarle lo del ordenanza a Jude. Y éste pisó inmediatamente el acelerador. Para cuando sus compañeros terminaron de explicarle su fuga del hospital, ya habían recorrido cinco manzanas.
– Esas ropas no terminan de gustarme -comentó Jude, después de echarle un buen vistazo a Skyler-. Se nota que no son tuyas. Lo malo es que no podemos volver al motel a recoger el equipaje. Sería demasiado peligroso.
Metió la mano en un bolsillo, sacó una de las licencias de conducir de Arizona y se la entregó a Skyler.
– Aquí tienes tu nueva identidad.
Skyler miró la foto. No estaba mal. Podía pasar por una suya. Leyó el nombre.
– ¿Harold James?
– Sí, pero todos te llamamos Harry. Yo soy Edward. Puedes llamarme Eddie.
– ¿Los hermanos James? -preguntó Tizzie-. ¿Como los ladrones de trenes? ¿No te parece un poco descarado?
– No, qué va.
– Por cierto -dijo Tizzie, mientras el coche pasaba a gran velocidad ante el letrero que indicaba la proximidad del aeropuerto-, ¿adonde vamos?
La respuesta fue un bálsamo para los oídos de la joven:
– Lejos, muy lejos.
Cambiaron de avión en Phoenix, en cuyo aeropuerto se detuvieron el tiempo suficiente para comer algo. Jude compró el Arizona Republican y lo leyó mientras se tomaba una taza de café. No encontró nada interesante. Tizzie se fue a comprar más artículos de aseo -su segunda intentona del día-, y Skyler recorrió las tiendas en busca de algo que ponerse, pero no encontró nada.
A pesar de que a Jude no le pareció buena idea, compraron los pasajes con la tarjeta de crédito de Tizzie, ya que no había otro modo de pagarlos. De todas maneras, se dijo, el pasaje de avión de Tizzie estaba extendido a su nombre, así que no había forma alguna de cubrir del todo la pista.
Mataron media hora paseando por el moderno terminal, antes de dirigirse al mostrador de facturación de American Airlines y hacer una larga cola. Cuando llegó su turno y les pidieron la documentación, mostraron tres licencias de conducir.
– ¿Equipaje? -preguntó el empleado.
– No llevamos -respondió Jude. -El otro puso cara de sorpresa y el periodista añadió-: Nos gusta viajar sin estorbos.
Y evitó la broma que estuvo a punto de hacer, pues su aspecto ya era bastante extraño y resultaba absurdo llamar más la atención.
Pasaron por la inspección de rayos X, y se dirigieron hacia la sala de embarque, en la que se mezclaron con el resto de los viajeros. Cualquiera que los mirase podría haberlos tomado por una familia norteamericana típicamente atípica: dos hermanos gemelos y una esposa que volvían de unas vacaciones al sol. La única pregunta que la gente podía hacerse era cuál de los dos hermanos era el marido.
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