John Darnton - Experimento

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Un cadáver mutilado, sin rostro ni huellas dactilares ha aparecido en extrañas circunstancias… Un thriller de máxima actualidad sobre la clonación y la manipulación genética, donde se mezcla la ciencia más avanzada con el suspense más estremecedor.

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Skyler apartó la mirada y quedó en silencio, lo cual preocupó a Jude. Debe de sentir remordimientos por haberme ocultado un secreto, se dijo. Y de pronto se dio cuenta de que estaba atribuyéndole los mismos sentimientos que él mismo experimentaría en su lugar.

Tizzie cubrió de atenciones al enfermo. Le consiguió una almohada más y le puso más hielo en el agua. Luego salió a buscar café para Jude y para ella. Mientras la joven estaba fuera, Skyler permaneció recostado en el montón de almohadas y Jude apoyado en el marco de la ventana. No se les ocurría nada que decir y el silencio se les hizo incómodo.

Tizzie regresó con dos tazas de espuma de poliestireno que contenían agua caliente con un ligero sabor a café. La joven contó que se había encontrado con Geraldi y lo había acosado a preguntas.

– El doctor ya ha recibido los resultados de varios de los análisis y está menos preocupado, aunque sigue sin saber qué tuviste. Está convencido de que fue algún virus misterioso, y dice que lo importante es que ya te sientas mejor. Más tarde pasará por aquí y creo que te dará de alta.

Jude tenía cosas que hacer, por lo que dejó a Tizzie cuidando de Skyler.

Se detuvo un momento en los teléfonos públicos del vestíbulo del hospital y, en una guía telefónica, miró los departamentos gubernamentales y consultó las páginas amarillas. Anotó las direcciones. Primero, se dirigió en el coche a la Dirección de Vehículos de Motor y estuvo haciendo cola durante cinco minutos, viendo cómo funcionaba el departamento. Luego salió a fumar un cigarrillo, volvió al coche y se alejó.

Encontró al fotógrafo en la dirección que figuraba en las páginas amarillas. El estudio se hallaba situado sobre una cafetería. La oficina era minúscula y estaba llena de fotos retocadas de niños sonrientes y de familias felices.

La secretaria, que mascaba chicle con la boca abierta, anotó el nombre que Jude le dio -naturalmente, falso- y le hizo seña de que se sentase. Cinco minutos más tarde, Jude estaba posando para el fotógrafo, un joven flaco y larguirucho que no logró entender por qué su cliente rechazaba sus bonitos telones fotográficos -una librería llena de volúmenes encuadernados en piel, un bucólico paisaje con cascada, una puesta de sol en Nueva Inglaterra- y prefería retratarse ante un fondo rojo que, según el hombre comentó, era tan anodino como el que utilizaban para las licencias de conducir de Arizona. El joven se sintió doblemente confuso cuando, a mitad de la sesión fotográfica, Jude insistió en cambiarse de camisa y en peinarse con el pelo echado hacia atrás.

Mientras esperaba las fotos, Jude se tomó un café en la cafetería y leyó el periódico. No había sucedido gran cosa, pero una breve gacetilla le llamó la atención. En Georgia se había descubierto un cuerpo irreconocible a causa de las múltiples mutilaciones que había sufrido y que, además, había sido eviscerado. Hacía menos de una semana habían encontrado un cadáver similar. La policía buscaba al que los periódicos habían bautizado como «ladrón de vísceras». Jude se quedó pensativo. ¿Nuevos cadáveres mutilados? ¿Sería una simple coincidencia?

Ya con las fotos en un bolsillo, cruzó en coche la ciudad hasta llegar al restaurante Big Bull. Ahora venía la parte difícil. Estacionó, rodeó el edificio y entró por la puerta de la cocina, situada en la parte posterior. La puerta estaba abierta y se hallaba junto a un aparato de aire acondicionado que zumbaba a toda potencia y que no enviaba aire fresco a los que trabajaban en la cocina. Los cocineros, los pinches y los mozos sudaban a mares. Todos lo observaron con curiosidad pero nadie le dijo nada. Encontró al mozo mexicano y, por su expresión al verlo, se dio cuenta de que el hombre lo recordaba de la noche anterior. Los dos salieron a la calle para hablar.

La conversación duró diez minutos. Jude ofreció un cigarrillo al mexicano y estuvieron unos momentos hablando de esto y de aquello. Después vino la petición, hecha con tacto pero también con firmeza: «Sin duda tú sabes dónde puedo conseguir lo que busco. Es para un amigo, para alguien que probablemente está en la misma situación que muchos amigos tuyos.» La charla se cerró con otros dos billetes de veinte dólares. Una hora más tarde, Jude se encontraba en una zona de chabolas situada en las inmediaciones de Phoenix. Los senderos de tierra se entrecruzaban unos con otros, y conducían a estacionamientos de caravanas, y a polvorientos solares en los que se alzaban chabolas y cobertizos repletos de niños y pollos. El lugar se parecía a ciertos barrios de Ciudad de México.

Tuvo que detenerse a cada poco para preguntar y le pareció que algunos de los residentes se hacían los ignorantes. Al fin, divisó el pequeño cartel escrito a mano que le habían indicado que buscase y que decía: Documentos (1). Estacionó el coche y, cuando se disponía a entrar, un corpulento mexicano que apoyaba en la puerta un antebrazo del tamaño de un jamón le cortó el paso. Por encima del hombro del hombre, Jude pudo ver una gran fotocopiadora Xerox, que no podía resultar más incongruente en aquel rústico lugar.

Conseguir lo que deseaba le llevó cuarenta y cinco minutos, otros seis cigarrillos, ciento cuarenta dólares y todo el poder de persuasión que pudo ejercer con su rudimentario español. Se bebió una cerveza caliente mientras la máquina hacía su trabajo y el hombre, sentado a un improvisado escritorio, manejaba los cuchillos, las tijeras y las láminas de plástico que eran las herramientas de su oficio.

– Pero… ¿por qué dos? -preguntó-. ¿Y por qué el mismo apellido pero dos nombres distintos?

– Por razones familiares -dijo Jude por toda contestación, y con aquello quedó zanjada la cuestión.

Jude llegó en el coche a un pequeño barranco flanqueado por unas grandes escarpaduras rocosas. En lo alto distinguió algunas aberturas y se preguntó si aquellas cuevas estuvieron en tiempos habitadas por los indios del desierto. Quizá las utilizaron como último reducto. Tal vez vivían en el valle y, en los casos de emergencia, se retiraban allí arriba con toda la comida que podían transportar.

Más adelante se encontró con la civilización: una gasolinera y una fábrica de cemento. La carretera se hizo más ancha y su superficie pasó a ser de asfalto negro. Vio un letrero que le llamó la atención y le hizo reflexionar en algo que venía rondándole la cabeza, como uno de esos nombres que uno no logra recordar. El recuerdo, vago pero fuerte, lo asaltó por primera vez cuando estaba en la reserva india de las montañas. Desde entonces, había vuelto a pensar en ello varias veces.

Miró su reloj. Ir allí supondría un desvío de varias horas pero, si se daba prisa, dispondría del tiempo necesario. Cuando llegó a la carretera principal tomó rumbo sur en dirección a Tucson. Las onduladas colinas estaban punteadas por cactus saguaro, con los brazos alzados como si fueran víctimas de un atraco.

El Museo del Desierto de Sonora, de Kinney Road, estaba situado en un valle, al final de una empinada y sinuosa carretera que partía de Gates Pass, en el Tucson Mountain Park. En la entrada había un patio bien cuidado con espacios sombreados y porches abiertos. Más allá se alzaba el edificio principal, que era de estuco.

Estacionó junto a un autobús del que salía un grupo de estudiantes de secundaria. Los jóvenes formaban grupos en la acera, autosegregados en razón de su sexo. Las chicas tomaron la delantera, charlando y susurrando entre ellas, mientras los chicos se quedaban atrás, bromeando y empujándose unos a otros.

Jude pagó los 8,95 dólares de la entrada y esperó a que los estudiantes pasaran. Mató el tiempo en la tienda de regalos mirando las postales, las pulseras de plata, los collares de cuentas y las pinturas indias en arena. Sobre un estante había un montón de periódicos y, por reflejo, le echó un vistazo a los titulares. En el

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