John Darnton - Experimento

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Un cadáver mutilado, sin rostro ni huellas dactilares ha aparecido en extrañas circunstancias… Un thriller de máxima actualidad sobre la clonación y la manipulación genética, donde se mezcla la ciencia más avanzada con el suspense más estremecedor.

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Pero las cuentas no cuadraban. Eagleton era un hombre ya maduro, de sesenta años más o menos. Según lo dicho por Hartman, el tipo era demasiado viejo para que hubieran hecho un clon suyo al nacer. Sesenta años atrás, antes de la segunda guerra mundial, por entonces, nadie soñaba siquiera con la clonación. No existía la tecnología necesaria. Los únicos que tenían clones eran los hijos del Laboratorio, los cuales rondaban los treinta años. Como yo, se dijo.

Jude había llegado a un callejón sin salida y decidió dejar todas aquellas preguntas para más tarde.

Bebió otro sorbo de cerveza mirando a Skyler. Comenzaba a acostumbrarse a verlo al otro lado de la mesa de un bar.

Habían tenido muchísima suerte al ver la foto de Eagleton. Aquella pequeña pieza hizo que un gran fragmento del rompecabezas cayera en su lugar. La implicación de Eagleton explicaba el interés que el FBI sentía por el caso: las intervenciones telefónicas, los agentes que habían aparecido por Wisconsin buscándolos. Y quizá también explicase por qué los habían seguido mientras iban en el coche, en el caso de que, efectivamente, los hubieran seguido.

Además, el descubrimiento planteaba otra pregunta. ¿En qué bando estaba Raymond? Lo mismo podía ser amigo que enemigo. ¿Quién sabía de parte de quién estaba el federal? ¿Quién sabía de parte de quién estaba nadie?

De pronto Jude se dio cuenta de algo. Alzó su vaso y lo chocó con el de Skyler.

– ¿Sabes una cosa? -dijo-. Raymond, el tipo del FBI con el que íbamos a entrevistarnos, sólo pretendía una cosa. Desde el principio ha querido conocerte, establecer contacto contigo. Él me pidió que te llevara conmigo. Y ahora ya sabemos por qué.

– ¿De veras lo sabemos?

– Desde luego. ¿No te das cuenta? Tú eres la clave. Eres como la piedra de Rosetta.

– ¿Cómo?

– Es una piedra que sirvió para descubrir la clave de los jero…

– Ya sé qué es la piedra de Rosetta. Lo que no sé es de qué demonios hablas.

– Tú eres la única persona que puede ayudarlos a dar con la clave del misterio -explicó Jude con creciente nerviosismo-. Si Eagleton forma parte de ese grupo, de esa conspiración, es indudable que no está solo. Hay otros, y todos están unidos al grupo, de algún modo y por alguna razón que no alcanzamos a adivinar. Pero nadie del mundo exterior sabe quiénes son. Los federales necesitan a alguien que los identifique. Y ese alguien eres tú. Eres un testigo presencial, ¿no te das cuenta? Aquel día, en la isla, los viste a todos reunidos. A toda la congregación.

– Pues sí, y no me lo recuerdes.

– Qué estúpido he sido. Durante todo el tiempo he tenido a mi lado a una fuente de información tan valiosa que el FBI daría cualquier cosa por acceder a ella, y no me he dado cuenta.

– Me alegro de que al fin me aprecies en lo que valgo.

– Sin bromas. Esto es importante.

Jude dejó su vaso sobre la mesa y se puso en pie.

– No te muevas de aquí. Ahora vuelvo.

Al cabo de un par de minutos estaba de regreso, llevando entre las manos un montón de diarios y revistas que había comprado en el quiosco de prensa más próximo.

Dejó los periódicos sobre la mesa y fue abriéndolos al azar. Todos contenían gran cantidad de fotos.

– Hojéalos. A ver si encuentras alguna cara que te resulte conocida.

– ¿Bromeas?

– No, hombre. Inténtalo.

Y mientras Skyler hojeaba los periódicos, Jude le echó un vistazo al Washington Post, al New York Times, al Mirror y a otros diarios.

Una de las noticias le llamó la atención. El «ladrón de visceras» había cometido otro asesinato, el tercero. El cadáver estaba irreconocible a causa de las mutilaciones, y le faltaban las visceras. Lo habían encontrado en un bosque de Georgia, no lejos de los lugares en que habían descubierto a los otros dos. El Post informaba a fondo de la noticia; en el Times le dedicaban cuatro párrafos; en el Mirror no figuraba.

Apuesto a que entre las heridas hay una del tamaño de una moneda de cuarto de dólar, situada en la parte interior del muslo derecho, se dijo. Pero es lógico que la policía no haya hecho pública esa información, pues oculta un detalle clave que, supuestamente, sólo el asesino conoce.

Y en aquel instante Skyler hizo también un descubrimiento. El joven lanzó una exclamación ahogada y varias cabezas se volvieron hacia el reservado que ocupaban los dos hombres.

– He dado con uno -dijo bajando la voz-. Mira.

Los propietarios de las cabezas perdieron el interés y dejaron de mirarlos.

Skyler tenía el dedo puesto sobre la frente de un financiero mundialmente famoso, un banquero llamado Thomas L. Smiley. A Smiley le sobraban razones para sonreír, ya que a la edad de treinta y cinco años había decidido invertir en una compañía de software que estaba empezando y la inversión no pudo resultar más provechosa. Aquél no fue más que el principio de una carrera salpicada de resonantes y lucrativos éxitos. Compraba empresas a diestro y siniestro, con el acierto de escoger las que sólo necesitaban una pequeña inversión de dinero para que su precio se pusiera por las nubes. Poseía el toque de Midas y, a los sesenta años, se le calculaba una fortuna personal de varios cientos de millones de dólares.

En la foto aparecía un atractivo y bronceado individuo sonriendo a la cámara durante una fiesta benéfica que se había celebrado en el Museo Metropolitano de Nueva York. A su lado, colgada de su brazo, posaba una elegante dama de la mejor sociedad neoyorquina.

– Lo vi aquel día. Estoy seguro. Voló hasta la isla en una avioneta. Lo reconocería en cualquier parte: la misma barbilla, la misma sonrisa jactanciosa. Esperaba que todos estuvieran pendientes de él… y todos lo estaban.

– Bingo. Y ya van dos… ¡y sólo Dios sabe cuántos quedan!

Dos cervezas más tarde, Jude tuvo otra de sus inspiraciones y salió del bar como una exhalación llevándose a Skyler casi a rastras.

Tomaron un taxi. Comenzaba a lloviznar y en las aceras empezaban a abrirse paraguas.

– ¿Y para qué hemos de ir a ese sitio? -preguntó Skyler.

– Simplemente para dar un paseo por los augustos corredores del lugar en el que se deciden los destinos de la nación.

Se apearon en el Capitolio y entraron en el edificio mezclados con los turistas. La tarde estaba ya mediada. Ante el detector de metales se había formado una pequeña cola compuesta principalmente por grupos familiares que aguardaban para efectuar la visita turística.

Al principio no tuvieron suerte. Skyler miraba a todos aquellos con los que se cruzaban por los pasillos del Capitolio. Se asomaron a varias oficinas y pasearon por los amplios corredores. Mientras simulaban examinar el busto de algún político famoso, lo que en realidad hacían era estar pendientes de las conversaciones de los congresistas. Encontraron un despacho de atención al público en el que pudieron examinar las fotos que contenía el directorio del Congreso, un grueso volumen forrado en piel. Incluso se unieron a un grupo de congresistas, y con él llegaron hasta el andén de un tren eléctrico subterráneo. Lo tomaron, fueron al edificio Samuel Rayburn y regresaron.

Jude estaba ya a punto de arrojar la toalla cuando de pronto advirtieron que todos los congresistas se movían con paso presuroso en una misma dirección. Un guardia les explicó que era necesario que hubiera quórum para la votación de una enmienda presupuestaria. Aquél sería el último acto legislativo antes de que en el Congreso comenzaran las vacaciones de verano. No resultaba extraño que todos estuvieran tan impacientes por votar.

Se encaminaron a la galería reservada para los visitantes. Skyler se situó en un asiento de primera fila y miró desde lo alto hacia el salón de sesiones. El presidente del Congreso dio un golpe de maza y anunció que se iba a efectuar un recuento de asistentes. Los congresistas accionaron los conmutadores que encendían las lucecitas del tablero de recuento situado en uno de los laterales.

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