John Darnton - Experimento
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– ¿Recuerdas este sitio? -preguntó Tizzie.
– No. ¿Debería recordarlo?
– Pues no sé. Pero yo sí lo recuerdo. Creo que aquí también veníamos a jugar.
– En estos momentos, lo único que me importa es salir de aquí cuanto antes.
Ella lo condujo hasta el fondo de la recámara, donde el techo casi se unía con el suelo, y Jude advirtió que bajo el techo quedaba un espacio abierto de varios palmos. Pasaron por él y se encontraron en el interior de una cámara contigua. Bajaron por una superficie rocosa, saltaron sobre una gran grieta del suelo, y llegaron al fin a un nuevo túnel que los llevó a la parte delantera de la mina.
Diez minutos más tarde, la pareja se hallaba en el exterior, bajo el tibio sol del atardecer.
– Por Dios, qué gusto -dijo Tizzie con la vista alzada hacia el cielo.
– La verdad es que pensé que no lo conseguiríamos.
– ¿Sigues creyendo que el derrumbe ha sido provocado?
– Me parece muy posible.
– Si eso es cierto, ellos deben de habernos oído. Ellos lo saben todo.
– Es posible.
Al cabo de menos de media hora, Jude creyó encontrar la prueba de que sus sospechas no carecían de fundamento. Habían ascendido desde la mina a la angosta franja de terreno en la que había estacionado su coche.
El vehículo no estaba allí.
Se acercó al borde de la escarpadura y miró hacia el valle. Los indicios eran inequívocos: un ancho y profundo surco de más de siete metros en la tierra roja, rocas desplazadas, grandes rozaduras en los troncos de los árboles de más abajo. Siguió el rastro con la mirada y mucho más abajo, en el fondo del valle, vio un amasijo de acero y cristales.
– Quizá han sido ellos o quizá cualquiera -dijo Tizzie-. Quizá algún tipo poco sociable que detesta las visitas.
Jude recordó a los motoristas. Alzó la vista hacia la cabaña frente a la cual habían estado las motos y vio que habían desaparecido.
Anduvieron kilómetro y medio camino abajo, en dirección a Jerome, para llegar hasta el coche de Tizzie, que estaba estacionado al borde de la carretera, en un recodo. El sonido del motor inundó de alegría el corazón de Jude.
En vez de seguir hacia Jerome, enfilaron la 89 A en dirección a Prescott, atravesando el monte Mingus. Un fuerte viento azotaba su pelada cima. Hacía mucho frío y a la sombra de las rocas aún se veían sucios restos de nieve. Un cartel indicaba la altitud: 2 360 metros. No se veía a nadie, y los pocos pinos que había por los contornos eran escuálidos y estaban inclinados a causa de la fuerza del viento.
Al bajar por la otra ladera del monte, el coche se embaló tanto que Tizzie tuvo que reducir la marcha e incluso pisar el freno de cuando en cuando. El vehículo coleaba al tomar las curvas y sus ocupantes notaban en los oídos el zumbido del cambio de presión.
Pasaron junto a un letrero orientado en la otra dirección: Jerome.
Diez minutos más tarde llegaron a un cañón metido entre las montañas en el que había un grupo de edificios. Todas las estructuras eran de madera sin pintar, estaban provistas de porches de madera y paseos entarimados, y se apoyaban unas en otras como lápidas en un cementerio. Un cauce seco, cuyos bordes aparecían erosionados por las riadas, atravesaba la población, cuyo nombre no era visible por ninguna parte.
Uno de los edificios era un bar de carretera, y Tizzie y Jude decidieron hacer un alto en el camino. Frente al local había estacionados seis o siete vehículos, camionetas y todoterrenos en su mayoría.
Tizzie miró sus propias ropas y las de Jude, que estaban igualmente perdidas de tierra.
– Vaya, estamos hechos un asco -dijo-. Yo puedo ponerme el jersey que siempre llevo en el coche, pero tú tendrás que ir así.
En el interior del bar, el fuego de una chimenea que ocupaba todo el fondo del local producía una luz fluctuante. Sobre la chimenea colgaban unas astas que parecían de ciervo. Aunque parezca mentira, del techo pendían corbatas cortadas.
Los cuatro hombres que permanecían, cada cual por su lado, ante la barra, se volvieron a mirarlos cuando entraron, pero nadie les dio las buenas tardes ni pareció encontrar nada raro en el aspecto de los recién llegados. Tizzie era la única mujer del local, excepción hecha de una camarera de pelo ensortijado que lucía una minifalda negra.
Se acomodaron en un reservado y se turnaron para entrar en el baño a asearse lo mejor que pudieron. Cuando Tizzie reapareció, ya con la cara lavada, dos de los hombres la miraron con interés. La camarera les tomó el pedido: dos cervezas.
Tizzie bebió a pequeños sorbos; Jude vació de un trago la mitad del contenido de su jarra, la dejó sobre la mesa y se pasó el dorso la mano por los labios.
– ¿Sabes una cosa? -preguntó-. Jerome tiene su propia página web en Internet. Se llama W, que significa doble tú. ¿Lo captas?
– Lo capto. ¿Y qué hay en la página web?
– Un chat de gente que discute sobre los horrores de la vejez. Un tipo en particular, Matusalén, parecía muy perspicaz e informado.
– ¿Formará parte del grupo?
– Lo cierto es que no dejaba de cantarle las alabanzas a la longevidad. Casi parecía un predicador.
– No me sorprende. No cabe duda de que nos enfrentamos a fanáticos.
– Sí. Pero también están locos de atar. Esa cámara subterránea que vimos es parecida a las instalaciones que construía el gobierno durante la guerra fría para evitar que los soviéticos se enterasen de nuestros secretos. -¿Y qué?
– Pues que no comprendo que, al mismo tiempo que se toman tantas molestias para guardar algo en secreto, tengan una página en Internet. Resulta absurdo.
– Quizá sea una forma de relaciones públicas. Ya sabes, hacer que se discuta sobre el tema, concienciar al público, airear sus opiniones.
– ¿Para qué?
– Tarde o temprano tendrán que salir de la clandestinidad. Es imposible que algunas personas vivan ciento cuarenta años y que el resto no se entere. Quizá se estén preparando para ese día.
Jude pensó que tal vez Tizzie tuviera razón, pero no se quedó convencido. Una vez más, reflexionó sobre lo mucho que ignoraban acerca del Laboratorio. Ni siquiera sabían cómo operaba ni cuáles eran sus objetivos.
– Antes, mientras estaba en el baño, recordé algo. Me dijiste que sospechabas que tu tío Henry te iba a pedir que me espiases.
– Sí.
– Si lo hace, debes responder que sí, que lo harás -le dijo, y ella lo miró desconcertada-. Nos conviene que estés próxima a ellos. Tienes que conseguir que confíen en ti. Es el único modo de que averigüemos qué demonios pretenden.
– Jude, no hablarás en serio, ¿verdad? -preguntó Tizzie, aunque en el fondo sabía que su compañero sí hablaba en serio y que, además, tenía razón-. ¿Quieres que me convierta en una agente doble?
– Mal puedes ser una agente doble, porque, según dices, a mí nunca me espiaste.
Ella le tendió la mano a través de la mesa.
– Jude, comprendo tu recelo. Me gustaría encontrar el modo de convencerte de que los dos estamos en el mismo bando.
– Los tres, Skyler, tú y yo.
– Sí.
– Contra ellos.
– Sí. Contra ellos.
– Bueno, infiltrarte en el Laboratorio sería un buen modo de convencerme.
Cuando salieron del local, los hombres de la barra ni siquiera alzaron la mirada. En el exterior ya estaba oscureciendo.
Mientras bajaban de la montaña en el coche, Jude advirtió que unos faros los seguían. Reparó en ellos porque de pronto, como surgidas de la nada, en su retrovisor aparecieron unas luces brillantes que al reflejarse en el espejo lo deslumbraron.
Se lo dijo a Tizzie, y ésta le comentó que la noche anterior, cuando regresaban de Mr. Lucky, a ella también le había dado la sensación de que la seguían.
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