John Darnton - Experimento
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– Quiero conducir. Enséñame -dijo de pronto Skyler cuando circulaban a considerable velocidad por la Ruta 70 de Kansas.
– Por el amor de Dios -respondió Jude-. Tenemos prisa. No podemos entretenernos.
– ¿Por qué no? Así nos distraeremos un poco -sugirió Tizzie, desde el asiento trasero.
Salieron de la interestatal y no tardaron en llegar a una carretera secundaria que discurría entre campos de maíz. Jude detuvo el coche en el centro de la desierta carretera y se acomodó en el asiento del acompañante. En el exterior el calor del mediodía era sofocante y se oía el canto de las cigarras. Jude le explicó a Skyler para qué servían los distintos mandos, le hizo un resumen de las normas básicas de circulación y soltó el freno de mano. El coche comenzó a avanzar lentamente. Skyler movió el volante, y el vehículo osciló suavemente y fue aumentando de velocidad según el pie de Skyler iba apretando el acelerador.
– Esto es pan comido -dijo, agarrando el volante con fuerza.
Se concentró por unos momentos en la carretera y luego se volvió hacia Jude y le dirigió una sonrisa.
– ¡Así se conduce! -gritó Tizzie.
– No está mal, pero ve con cuidado -le aconsejó Jude.
Skyler apretó a fondo el acelerador y el coche cobró vida con una fuerza que dejó al joven sorprendido. Levantó el pie por un momento y volvió a pisar a fondo. El coche adquirió velocidad inmediatamente y comenzó a dar fuertes bandazos. Jude salió despedido contra la portezuela de su lado.
– ¡Más despacio! -gritó-. ¡Más despacio!
Tenía la cabeza por debajo del nivel de la ventanilla y sólo podía ver a Skyler, petrificado en el asiento del conductor, pero notó que los neumáticos rodaban sobre tierra y piedras y el roce de la vegetación contra el bastidor. De pronto, el vehículo se estremeció violentamente y, sin dejar de seguir avanzando, se ladeó. Las plantas de maíz comenzaron a pegar contra el parabrisas.
El coche se detuvo al fin. Por una de las ventanillas asomó una panocha. En el aire del interior del vehículo, el polvo se arremolinaba. Skyler permanecía inmóvil, aún con las dos manos sobre el volante, pálido y asustado. Jude se volvió a mirar a Tizzie, que estaba sentada en el suelo y tenía los ojos muy abiertos. Cuando vio la alarma que reflejaba el rostro de Jude, la joven no pudo evitar echarse a reír, y siguió riendo hasta que él mismo, contagiado, también estalló en carcajadas. Momentos más tarde, Skyler se unió al risueño coro. Sus carcajadas, graves y resonantes, eran parecidísimas a las de Jude.
Más tarde pararon a un granjero que iba en tractor. El hombre amarró unas cadenas al coche y lo sacó del maizal. Le dieron diez dólares y se fueron a un restaurante, en el que pidieron unos sandwiches de pavo en salsa. A mitad del almuerzo, Jude miró a Skyler, que estaba sentado frente a él, y adivinó lo que el joven estaba pensando.
– Quieres probar otra vez, ¿a que sí? -preguntó.
– Pues sí.
– Por encima de mi cadáver.
Y de nuevo los tres se echaron a reír.
Al llegar a las afueras de Denver, tomaron dirección sur por la Ruta 25 y no tardaron en divisar un parpadeante tubo de neón en forma de reata, el distintivo de un motel Frontier. Detuvieron el coche frente a una edificación de dos pisos cuya entrada principal estaba flanqueada por ruedas de carreta a las que les faltaban tres o cuatro radios. La recepcionista, una joven y robusta negra que llevaba una blusa a cuadros y se cubría con un sombrero vaquero gris, les tendió las tarjetas de registro.
– ¿Dos habitaciones o tres? -preguntó.
– Tres -contestó Tizzie.
Rellenaron las tarjetas con nombres falsos. Skyler se fijó en el que escribía Jude para poner él lo mismo. Luego, con el equipaje a cuestas, se metieron por un lóbrego pasillo y, tras dejar atrás una máquina expendedora de hielo y otra de refrescos, llegaron a sus habitaciones y abrieron las puertas en rápida sucesión, de un modo que a Jude le resultó vagamente cómico.
– Estoy molida -dijo Tizzie mirando a sus dos compañeros-. Hasta mañana.
Todos se dieron las buenas noches.
La habitación de Jude tenía la habitual forma de L y contenía una cama doble sin cabecera, cortinas de poliuretano blancas y plateadas, y una larga cómoda de falso roble situada bajo un gran espejo pegado a la pared. Sobre la cómoda, junto a un abridor metálico de cervezas empotrado en el muro, había un televisor. La luz procedente de una de las lamparitas de noche creaba un óvalo de claridad en el techo.
Se sentó en la cama, descolgó el teléfono y marcó un número que se sabía de memoria. Seis timbrazos -a aquellas horas de la noche apenas había nadie en la redacción- y, tras ellos, una voz.
– Local.
– Hola -saludó Jude-. ¿Quién eres?
El otro vaciló receloso. Pero había percibido en la voz de Jude una cierta nota de autoridad, así que se identificó.
– Oye, soy Jude. Sólo llamo para ver cómo va todo… Estoy enfermo y llevo un tiempo sin ir por ahí, ya sabes… Probablemente, aún tardaré unos días en volver… -explicó, y le pareció que su voz sonaba demasiado insegura-. Cuando me sienta mejor…
– Jude -dijo el hombre, que por fin había logrado atar cabos-. ¿Eres tú?
– Sí.
Jude notó como si el otro hubiera tapado el micro de su teléfono. Se produjo un silencio de casi un minuto. Cuando Jude estaba a punto de colgar, la voz sonó de nuevo:
– ¿Desde dónde llamas?
– Desde mi casa. Sigo enfermo. No necesito nada. Sólo llamaba para deciros que… bueno… voy mejorando.
El de la redacción volvió a tapar el micro y esta vez Jude sí colgó.
Luego se dijo que había hecho el tonto. O no debería haber llamado a nadie, o debería haber llamado a otra parte, quizá a la casa de alguno de los reporteros, para que diera el recado en la redacción. ¿Podrían localizar la llamada? ¿Y para qué demonios iban a hacerlo? Ahora sí que te estás portando como un paranoico.
Sin embargo, la llamada lo dejó preocupado y con la sensación de que había corrido un riesgo. Hasta aquel momento se había considerado a salvo escondido en las enormes y anónimas llanuras del interior del continente. Pero una simple llamada telefónica había dado al traste con aquella sensación de seguridad. Volvía a estar inmerso en aquella maldita pesadilla.
Se quitó los zapatos y se tumbó en la cama a ver la televisión, pero no logró distraerse. Una extraña depresión fue apoderándose de él, una sensación de ansiedad que nunca antes había experimentado. Pensó en llamar a Tizzie o a Skyler para invitarlos a una copa. Se acercó a la ventana, levantó un poco la cortina y miró hacia fuera. En el exterior, al otro lado del estacionamiento, parpadeaba una luz de tráfico. La noche era lóbrega e inhóspita. Jude se apartó de la ventana, se desnudó y se metió en la cama.
Los ruidos de la noche le llegaban por doquier. El murmullo de una conversación, las risas enlatadas de una telecomedia. Aguzó el oído tratando de oír algo en la habitación de Tizzie, pero no percibió nada. Intentó desentenderse de los ruidos y, poco a poco, se fue quedando dormido. Las pesadillas no tardaron en llegar: sueños claustrofóbicos en los que él huía de indecibles horrores arrastrándose por túneles y cruzando a la carrera enormes grutas subterráneas. Despertó sobresaltado y cubierto de sudor.
Poco a poco, su corazón fue volviendo al ritmo normal. En el dial luminoso del despertador vio que eran las 3.00. Permaneció con la cabeza apoyada en la almohada y los ojos muy abiertos. Acostumbrado ya a la oscuridad, le era posible distinguir los contornos de la habitación. Le pareció oír algo al otro lado de la puerta, unos tenues pasos en el corredor. Aguzó el oído. ¿No era aquél el sonido de un tirador que giraba lentamente, ni aquél el chirrido de una puerta al entreabrirse? Saltó de la cama y fue a pegar la oreja a la puerta. Nada. Si había alguien, ya se había ido.
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