John Darnton - Experimento
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– Vejez prematura. El síndrome de Hutchinson-Guilford. Alfred se volvió. Quedó de espaldas a Tizzie y de cara hacia la isla, que cada vez estaba más próxima.
– Resulta irónico, ¿no? -preguntó-. Tu intención es prolongar la existencia humana y terminas produciendo el Hutchinson-Guilford. ¿Sabes cuál es el promedio de vida de los que padecen el Hutchinson-Guilford?
– No -dijo Tizzie-. ¿Cuál es?
– Desde el nacimiento hasta la muerte, 12,7 años.
Ella lanzó un suave silbido, alargó la mano, cogió a su compañero por el brazo y lo obligó a volverse.
– ¿Habéis descubierto algo para combatir ese fenómeno? ¿Una vacuna o algo así?
– No.
– O sea que todos los del Laboratorio, los científicos, sus hijos, mi padre, están muriendo de eso, ¿no?
Alfred asintió con la cabeza.
– Malditos cabrones -masculló Tizzie.
Él permaneció unos momentos en silencio.
– Naturalmente -dijo al fin-, todo lo que hemos hablado era en hipótesis.
– Sí, claro.
– ¿Te parece suficiente?
– ¿Suficiente?
– Suficiente información. Para salvarme.
Por primera vez, Tizzie sintió algo parecido a la compasión hacia Alfred.
– Creo que sí. Sobre todo, si mantienes la boca cerrada. No le cuentes nada de mí a nadie. ¿De acuerdo?
– De acuerdo. Te lo prometo.
Alfred miró hacia la playa, que ya estaba llena de toallas, sombrillas y bañistas.
– ¿Qué tal si nos volvemos en el ferry? -preguntó-. No me apetece nadar.
Tizzie regresó a Nueva York nerviosa e inquieta. No sabía qué debía hacer. Le parecía peligroso seguir trabajando en el Laboratorio de Ciencias Zoológicas y, además, creía que ya había averiguado todo lo que necesitaba saber. Dudaba que los investigadores consiguieran domar la enzima mutante. El lugar apestaba a fracaso. Cuando le dijo al doctor Brody que había pensado volver a la ciudad, so pretexto de terminar unos trabajos de investigación que tenía pendientes en la Universidad Rockefeller, el hombre, que estaba en la cafetería leyendo una novela, apenas la escuchó y se limitó a despedirse de ella con un ademán.
La joven se sentía en una especie de precaria semiclandestinidad. No deseaba regresar al apartamento. Recordaba demasiado bien la forma en que tío Henry se había presentado allí sin previo aviso. Por otra parte, si no volvía por su casa y el Laboratorio hacía indagaciones, su comportamiento resultaría inmediatamente sospechoso. Y comenzarían a perseguirla. Así que decidió que se instalaría en su casa y seguiría yendo a su trabajo, como le había dicho a Brody que haría.
Y fue en su apartamento donde la encontró Skyler. Tizzie sólo llevaba en casa unas horas cuando llamaron a la puerta. El sonido le produjo un enorme sobresalto. Al abrir, se encontró con Skyler, que le sonreía tímidamente. Ella le echó los brazos en torno al cuello.
– Dios mío, cómo me alegro de verte -dijo con una emoción tan sentida que a ella misma la sorprendió-. ¿Cómo te encuentras? ¿Cómo está Jude?
Skyler explicó que habían regresado a Nueva York el día anterior y se habían alojado bajo nombres falsos en un hotel del centro, el Chelsea, esperando pasar inadvertidos entre los roqueros y los trotamundos. Skyler se había apostado en las proximidades del edificio de Tizzie y la había visto llegar, pero había decidido aguardar unas horas antes de subir para cerciorarse de que nadie lo seguía.
Skyler le relató el viaje a la isla, el encuentro con Kuta y el descubrimiento de los niños enfermos y envejecidos en la guardería.
– Creo que eso puedo explicarlo -dijo ella-. Nos reuniremos con Jude y, entre los tres, haremos recuento de todo lo que cada uno de nosotros ha averiguado.
Tizzie le habló del Laboratorio de Ciencias Zoológicas de la Universidad Estatal de Nueva York, y le relató cómo había escapado de las fauces del perro sólo para caer en las garras de Alfred.
Reparó en que Skyler, sentado ante ella, parecía pálido y demacrado. El joven se llevó una mano al pecho e hizo una mueca.
– ¿Te sientes otra vez indispuesto? -preguntó Tizzie, y su compañero no pudo sino asentir.
Lo condujo hasta el dormitorio, le quitó los zapatos y lo hizo acostarse. Le puso las almohadas de forma que Skyler pudiera ver la calle por entre los hierros de la escalera de incendios. Le tocó la frente y le dio la sensación de que el joven tenía unas décimas.
Tizzie cogió las aspirinas del botiquín, le dio tres a Skyler, se inclinó para darle un suave beso en la frente y le subió el embozo hasta la barbilla. Luego salió a hacer la compra cargada con un bloc de recetas. En la farmacia de la esquina compró más aspirinas, un termómetro, algodón, alcohol y un frasco de pastillas de nitroglicerina. En un supermercado próximo compró cuatro botes de sopa de pollo y otros alimentos.
Cuando regresó al apartamento, Skyler dormía. Lo despertó, le administró la nitroglicerina y le tomó la temperatura: casi treinta y ocho grados. Después le llevó una bandeja con un tazón de sopa y galletas de soda, y le dio la sopa a cucharadas.
Después de comer, Skyler se sintió mejor. Se recostó cómodamente en las almohadas y le dirigió una sonrisa.
– No sé qué habría hecho sin ti -dijo.
Tizzie se sintió bien, como llevaba mucho tiempo sin sentirse, lo cual le pareció bastante extraño, teniendo en cuenta la desesperada situación en que se encontraban.
Se puso en pie con la bandeja entre las manos y le dirigió una sonrisa al enfermo.
– Ponte cómodo y procura descansar -le dijo.
Algo rondaba la cabeza de Tizzie, pero ésta no atinaba con lo que era. Al fin, minutos más tarde, regresó al dormitorio con un paño de cocina en una mano y el tazón de sopa recién fregado en la otra.
– Skyler… -comenzó- dices que en la isla, de niños, os ponían muchas inyecciones. ¿Os explicaban para qué os las ponían?
– No siempre.
Tizzie terminó de secar el tazón y regresó a la cocina.
Jude no esperaba tener noticias de Raymond tan pronto. El federal le había dejado un breve mensaje en el contestador. Sin nombre. Raymond daba por hecho que él reconocería su voz. Jude no hacía uso del teléfono del Chelsea, y para llamar a su propio contestador utilizaba teléfonos públicos. Desde que regresó del parque Delaware Water Gap no había notado que nadie lo siguiera, pero no quería confiarse.
– Llámame cuanto antes.
Aquél había sido todo el mensaje de Raymond.
Desde una cabina telefónica situada a diez manzanas del hotel, llamó a la oficina de Raymond. La secretaria le dijo que llamara a otro número al cabo de diez minutos. Raymond respondió al primer timbrazo. Por los sonidos del tráfico de Washington que se oían de fondo, Jude comprendió que el federal también hablaba desde una cabina.
Raymond no se anduvo por las ramas.
– Tú ganas. Reunámonos. Yo llevaré el expediente, y tú me facilitarás el resto de los nombres que conozcas. Hoy mismo.
– Dijiste que el expediente no valía para nada.
– Sólo dije que era muy poco voluminoso. Además, he averiguado algo acerca de tu amigo Rincón que creo que te interesará.
Concertaron una cita para aquella tarde en Central Park.
– No llegues tarde -recomendó Raymond.
– Sí, ya sé, el parque es peligroso al anochecer.
– Muy gracioso.
Jude entró en Central Park por la Quinta Avenida, a través del acceso próximo al Museo Metropolitano. El cielo era de color azul intenso y las luces de las calles comenzaban a encenderse. Los senderos exteriores del parque estaban llenos de gente que salía del parque. El único que entraba era Jude.
Tomó la amplia avenida que discurría en dirección norte, pasando ante el obelisco de Cleopatra. Los árboles y el follaje no tardaron en bloquear la luz del crepúsculo, haciendo que Jude se sintiera como en la selva. No se veía ni una alma. Era asombroso lo bruscamente que la ciudad parecía desvanecerse. El murmullo del tráfico se atenuó primero y desapareció por completo después. Los pasos de Jude resonaban sobre el pavimento. Se había levantado una leve brisa que agitaba las hojas de los árboles.
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