John Darnton - Experimento

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Experimento: краткое содержание, описание и аннотация

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Un cadáver mutilado, sin rostro ni huellas dactilares ha aparecido en extrañas circunstancias… Un thriller de máxima actualidad sobre la clonación y la manipulación genética, donde se mezcla la ciencia más avanzada con el suspense más estremecedor.

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Cuando estaba cruzando el patio a la carrera, oyó un sonido. Miró hacia atrás y vio que un perro guardián salía de detrás del edificio principal y corría hacia ella. Tizzie volvió sobre sus pasos tan de prisa como pudo, abrió de golpe la puerta principal y cruzó el pequeño vestíbulo en dirección a la otra puerta.

Sabía que el perro entraría en el edificio, pero había conseguido ganar unos momentos preciosos. Se lanzó hacia la puerta. A su espalda oía los gruñidos del animal, el batir de sus pezuñas contra el suelo. Frente a sí estaba la cerradura. Si tenía echado el cerrojo, ella era mujer muerta.

El cerrojo no estaba echado. Sin apenas darse cuenta de que lo hacía, abrió la puerta, entró y cerró rápidamente. Tras la puerta sonaban los furiosos ladridos del perro. Sólo ahora, cuando el peligro había pasado, comenzó Tizzie a reaccionar, y el pánico se apoderó de ella de tal modo que las piernas comenzaron a temblarle y tuvo que sentarse.

Y sentada seguía cuando una figura que casi se fundía con las sombras pareció materializarse ante ella.

– Sabía que me estabas mintiendo -dijo una voz masculina.

Era Alfred.

CAPÍTULO 28

– Bueno, ¿cómo quieres que lo hagamos? ¿Los llamo ahora mismo, vamos hasta allí, te denuncio y vemos qué pasa… o primero hablamos y después te denuncio? Tú eliges.

A Alfred le encantaba su posición de poder. Eso es lo malo de los aduladores, se dijo Tizzie. Les das un poco de autoridad y se les sube la cabeza. Un poco de autoridad. Qué demonios, él cree que me tiene totalmente a su merced.

Circulaban por Anderson Hill Road, una carretera que serpenteaba entre las colinas de Purchase y que más adelante empalmaba con King Street y llegaba a las enormes fincas residenciales de Greenwich. Pasaron frente a un pequeño bar de carretera que tenía en la fachada un rojo anuncio de neón.

– ¿Qué tal si bebemos algo? -propuso Tizzie.

– Estupendo. La señorita escoge la opción número dos -dijo Alfred en el melifluo tono de los presentadores de televisión.

Menudo imbécil, pensó ella.

Se sentaron a una mesa de un rincón. Tizzie pidió agua y un vodka solo; él, para no ser menos, hizo lo mismo. Cuando llegaron las bebidas, ella apuró la suya de un solo trago y él la imitó.

– Muy bien, y ahora ¿por qué no me cuentas qué estabas haciendo en el laboratorio restringido tú sólita y por la noche? Supongo que, como has dispuesto de más de cinco minutos para inventarte algo, tendrás una explicación razonable.

– ¿Por qué crees que estuve en el laboratorio restringido?

– Por los monos. Arman una gran escandalera cuando ven a alguien que no conocen.

Me ha pillado, se dijo Tizzie.

– No todos. Algunos son demasiado viejos para hacer nada. Me pregunto a qué se debe eso.

El pelirrojo frunció el entrecejo. Tizzie buscaba un modo de ganar tiempo. Se bebió el agua y escondió el vaso bajo la mesa. En aquel momento llegó la segunda ronda de vodkas y, mientras Alfred apuraba el suyo, Tizzie vació su copa en el vaso de agua vacío.

– Dime una cosa, ¿por qué sospechaste de mí?

– Vamos, por favor. Llevo mucho tiempo vigilando te. Siempre ausentándote. Husmeando. Problemas femeninos. Por el amor de Dios… ¿por quién me tomas?

Tizzie estuvo tentada de contestarle; pero, en vez de hacerlo, pidió otra ronda. El alcohol no tardará en hacerle efecto, se dijo.

Había llegado el momento de correr un riesgo calculado. Tarde o temprano, todos los espías -o, al menos, todos los espías dobles- llegan a un punto del que no hay retorno.

– Te diré la verdad -comenzó Tizzie-. A fin de cuentas, no tengo nada que perder.

Advirtió que había conseguido captar la atención de su compañero. El hombre estaba echado hacia adelante, acodado en la mesa.

– Me descubriste muy pronto. No todo el mundo lo habría hecho.

Los halagos eran uno de los trucos más viejos del manual.

– Supongo que te estarás preguntando para quién trabajo.

Él asintió con la cabeza.

– Me gustaría poder decírtelo con todas las letras, porque puede ser importante. Muy importante. Para ti es fundamental saber a qué te enfrentas, del mismo modo que para mí era fundamental saber a quién me enfrentaba. Esta gente juega sobre seguro, a dos bandos. ¿Comprendes?

Alfred asintió de nuevo con la cabeza, inseguro, y fue él mismo quien pidió la siguiente ronda.

– Es imposible no sentir admiración por el Laboratorio cuando se piensa en todo lo que ha conseguido: los grandes avances científicos, las instalaciones subterráneas de Jerome, la isla, la colonia de clones. Son cosas muy notables.

Tizzie alzó su copa en brindis. Alfred, confuso, hizo lo mismo.

– Y sería mucho más notable si el Laboratorio hubiera conseguido todo eso sin llamar la atención de… ciertas agencias. Pero supongo que, de algún modo, el Laboratorio es víctima de sus grandes aspiraciones. Quiero decir que es un proyecto demasiado ambicioso, demasiado grande. La página web. Toda esa cantidad de equipo e instrumental. La verdad es que resulta impresionante, pero… ¿cómo pensasteis ni por un momento que era posible mantener una cosa así en secreto? La gente habla, los rumores circulan. ¿Entiendes a qué me refiero?

Alfred entendía. Tizzie se dio cuenta de ello por el leve brillo que relucía en el fondo de sus ojos.

– El otro día estaba haciendo recuento de todas las leyes que habéis infringido. Múltiples asesinatos en primer grado… Conspiración. Conspiración para asesinar. Y recuerda que en algunos de los estados de nuestro país sigue existiendo la pena de muerte. Leyes contra el crimen organizado. Leyes federales. Violación de los derechos civiles. Conspiración para infligir daños corporales.

Tizzie movió la cabeza, como admirada de la maravillosa amplitud del sistema legal.

– En este asunto hay de todo. Desde delitos castigados con la pena capital, hasta fraude fiscal e incluso uso ilegítimo del correo. Esto último suelen añadirlo como propina.

»Y, naturalmente, las personas para las que trabajo, saben lo que yo estoy haciendo. Incluso saben de ti.

– ¿De mí?

– Desde luego. No creerás que he venido aquí sola y sin contactos. ¿Por qué crees que doy esos paseos por la noche? Como me suceda algo malo, las consecuencia serán muy graves para vosotros.

Ahora saltaba a la vista que Alfred estaba preocupado. -Por una cosa así podrías pasar una buena temporada a la sombra. Y tú ya estás metido en bastantes líos.

– ¿Para quién trabajas? -preguntó arrastrando las palabras.

Hay que pedir otra ronda, se dijo Tizzie, y le hizo seña a la camarera.

– Me gustaría poder decírtelo. De veras. Pero nos hacen firmar una serie de documentos por los que nos comprometemos a guardar en secreto nuestras actividades. Noto en tus ojos que no terminas de creerme. Pero hay un modo de verificar que te estoy diciendo la verdad. Mi contacto se llama Raymond. No hace falta que hables con él. Basta con que te des cuenta de quién responde al teléfono. Verifica que el tal Raymond existe.

Tizzie anotó el número de Raymond en una servilleta de papel. Había llegado el momento de hurgar con el cuchillo dentro de la herida.

– Las cosas se te podrían poner feas en la cárcel, con ese pelo tan rojo que tienes. El cabello de ese color llama mucho la atención. Hace que todos hablen de ti. Y, teniendo en cuenta cómo son algunos de los reclusos, lo más probable es que actúen como los toros bravos cuando les ponen un trapo rojo delante.

Alfred se levantó y fue con paso vacilante al servicio. Al regresar parecía demudado.

Creo que ya está en mis manos, pensó Tizzie.

– ¿Sabes lo que estoy pensando? -siguió-. Que posiblemente ésta haya sido tu noche de suerte. Encontrarme donde me encontraste quizá sea lo mejor que te ha sucedido.

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