John Darnton - Experimento
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– Ándate con ojo. Tuviste suerte al conseguir escapar de esa isla. Por cierto, hay una orden de busca y captura contra ti.
– Supongo que esa orden procede del otro FBI.
– En efecto.
– Muy bien. Tendré cuidado, no hace falta que me lo sigas recomendando.
Raymond lo miró con una extraña expresión.
– Hay otra cosa que debes saber -le dijo con voz que parecía reflejar auténtica inquietud-. Los clones no son los únicos que están siendo asesinados. Nosotros también hemos perdido a algunos hombres.
Jude echó a andar hacia el bosque. Había escondido allí su coche, en un camino de tierra, a más de ocho kilómetros de la carretera general. Advirtió que en el rostro de Raymond alboreaba la sorpresa.
– Oye, ¿adonde demonios vas?
– Yo me quedo aquí -respondió Jude.
– ¡Mierda!
Jude no hizo nada por ocultar la satisfacción que le producía el enfado de su amigo.
– No te costará encontrar el camino de regreso, Raymond. Ah, otra cosa. Te voy a dar un adelanto de la información que tengo para ti. Uno de los principales conspiradores es tu jefe, Eagleton -dijo Jude ya prácticamente a gritos-. Por eso salimos huyendo en Washington. Así que recuerda: no te fíes de nadie.
El viernes, Tizzie decidió mover pieza. Por la tarde le dijo a Alfred que no tomaría el autobús y que tenía que salir temprano, porque su tío Henry había quedado en pasar a recogerla. Suponía que la simple mención del nombre de tío Henry bastaría para que Alfred se abstuviera de hacer más preguntas, y no se equivocó.
Alfred no preguntó nada pero se quedó ceñudo. A las seis de la tarde, ella recogió el equipo de trabajo y tomó su bolso.
– No quiero hacerlo esperar -dijo desde la puerta-. Cenaremos en el restaurante Maison Indochine. Si quieres, te traigo algo en una bolsa de plástico, como a los perritos.
El entrecejo fruncido se hizo furibundo.
Quizá no había sido prudente refregarle la falsa invitación por las narices, pero, desde luego, había resultado divertido, se dijo la joven.
Al salir al patio, en vez de dirigirse hacia la puerta principal del recinto, miró en torno y se metió en el hueco de poco más de un metro de ancho que había entre el garaje y la cerca. Una vez allí, esperó… y esperó. Aunque le parecieron horas, no pasaron más que cuarenta y cinco minutos. Transcurrido ese tiempo, la joven comenzó a oír el sonido de puertas abriéndose y de gente hablando con la euforia propia de los viernes por la tarde. Oyó que el autobús se alejaba, y que unas cuantas personas salían del edificio, se dirigían hacia la entrada principal del recinto y la cerraban a su espalda. Después oyó el sonido de arranque de un par de automóviles.
Al fin reinó el silencio. Tizzie estaba a punto de salir de su escondite cuando oyó otro sonido: alguien estaba entrando por la puerta del recinto. ¿Alguno de los vigilantes nocturnos? Con aquello no había contado. Aguardó otra media hora, sin dejar de aguzar el oído, pero no percibió nada más. ¿Se habría marchado ya el que fuera sin que ella lo advirtiese? ¿Quizá por una puerta trasera?
Tenía que arriesgarse.
Con movimientos lentos y sigilosos, salió de detrás del garaje. Bajo la mortecina luz del crepúsculo, cruzó el patio, utilizó su placa para abrir la puerta principal y subió por la escalera hasta el segundo piso, la zona restringida. Allí estaba la puerta.
Y la cámara. ¿Funcionaría ésta por la noche? No podía confiar en la suerte. Se quitó un zapato, se puso de puntillas y lo colocó sobre el objetivo de la cámara.
Luego se acercó al bloque de teclas numéricas: 8769. Inmediatamente sonó un zumbador y la puerta se abrió con un clic. Tizzie ya estaba en el interior de la zona restringida. El olor a orina le hirió el olfato.
En la primera habitación, la única fuente de luz era el resplandor tenue que entraba por la ventana. Había hileras y más hileras de jaulas apiladas unas sobre otras, hasta llegar al techo.
Y en el interior de cada jaula había un mono rhesus. Cuando Tizzie pasó ante ellos, algunos de los simios se agarraron a la tela metálica con ambas manos y sacudieron ruidosamente las jaulas. Otros permanecieron inmóviles, estupefactos. Tizzie reparó en el hecho de que los monos más pasivos parecían viejos y encorvados, con abundantes canas en las mejillas y en las sienes.
Salió rápidamente de la sección de jaulas y entró en la segunda habitación, el laboratorio central. Se trataba de una cámara carente de ventanas en la que los ordenadores controlaban la temperatura de la estéril y limpia atmósfera. Al ver los microscopios y los demás aparatos de laboratorio, Tizzie tuvo la certeza de que se encontraba en el lugar adecuado. Cerró la puerta y encendió la luz.
Sobre el escritorio había un montón de informes y de notas de laboratorio. La joven se sentó y procedió a examinarlos. Después siguió hojeando el resto de los papeles, entre los que había gran cantidad de copias de ordenador de textos y gráficos. Poco a poco, en la cabeza de la joven fue formándose una imagen de la investigación. Fue al banco de trabajo, conectó el microscopio y echó un vistazo a los portaobjetos. Éstos contenían células muy similares a las que ella manejaba. Más aún: en algunos de los portaobjetos, que permanecían ordenadamente amontonadas a un lado, reconoció los tintes rojo y azul que ella usaba.
Pero la mayoría de aquellas células eran distintas.
Miró con más atención. Había docenas, centenares de células enfermas que, como las otras, mimetizaban los síntomas de la vejez. Parecía como si, simplemente, hubieran llegado al final del camino, al límite Hayflick. Aquello, en sí mismo, no tenía nada de extraño. Lo asombroso era que ella estaba viendo con sus propios ojos cómo el fenómeno se producía.
Le costaba creerlo. Colocó otro portaobjetos en el microscopio y volvió a pegar los ojos a los binoculares. Allí estaba, sucediendo de nuevo. Aquellas células se encontraban en una crisis terminal instantánea. Era como si pasaran de la primavera de la vida a la senectud en un abrir y cerrar de ojos, sin que existiera ni la más mínima etapa intermedia. Mirando por el microscopio le daba la sensación de estar viendo pasar la película de la vida a movimiento acelerado. Era un espectáculo sobre-cogedor ver cómo la muerte se apoderaba de células que se hallaban en la flor de la juventud.
No tardó en darse cuenta de cuál era, en parte, el problema. Las células enfermas estaban anegadas de telomerasa, lo cual resultaba extraño. Se suponía que la telomerasa mantenía las células jóvenes, sellando los extremos de los cromosomas con secuencias protectoras de ADN, de forma que los cromosomas no perdían tamaño a causa de la duplicación. Todas las células tenían un gen que producía telomerasa, pero ese gen permanecía inactivo salvo en dos casos: en las células de la línea germinal, las que pasaban de padres a hijos, y en las células de los tumores cancerosos.
Pero las que tenía ante sí eran células normales, de carne, hueso y órganos, y sin embargo todas estaban anegadas de telomerasa. Y, lejos de prolongar la vida de las células, la enzima, aparentemente, estaba matándolas.
La joven movió la cabeza. Células germinales y células cancerosas. El comienzo de la vida y el final de la vida.
Apagó el microscopio, cerró los libros y, tras echar un buen vistazo en torno para asegurarse de que nada quedaba fuera de su lugar, apagó la luz. La sala de los simios estaba aún más oscura que antes, y mientras ella caminaba entre las jaulas los monos comenzaron a agitarse. Uno se abalanzó contra la tela metálica y se puso a lanzar gritos. Luego otro hizo lo mismo. Y después otro, y otro más. El alboroto se hizo ensordecedor y Tizzie echó a correr. Cuando llegó a la puerta, la abrió de golpe y la cerró rápidamente a su espalda. No obstante, el estrépito de los monos resonaba en todo el edificio. La joven se colocó tras la cámara de vídeo, recuperó el zapato, se lo puso y voló escalera abajo.
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