John Darnton - Experimento

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Un cadáver mutilado, sin rostro ni huellas dactilares ha aparecido en extrañas circunstancias… Un thriller de máxima actualidad sobre la clonación y la manipulación genética, donde se mezcla la ciencia más avanzada con el suspense más estremecedor.

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Una voz incorpórea le preguntó su nombre y le pidió que esperase. Pasados varios minutos, un hombre corpulento que se cubría con una gorra de vigilante apareció en la puerta, comparó a Tizzie con la foto que llevaba, le franqueó el paso y la condujo a una pequeña caseta situada junto a la entrada principal. Una batería de monitores de televisión indicaba que el lugar era el centro de control del sistema de seguridad.

– Primero tenemos que darle a usted sus credenciales -dijo el hombre, que luego procedió a hacerle unas fotos con una Polaroid-. Tendrá una autorización de seguridad de grado tres.

– ¿Y eso qué significa?

– No es una autorización muy alta. En realidad, es la más baja. Pero le permitirá acceder a su edificio y a la cantina.

Tizzie echó a un rápido vistazo a los monitores. Parecía haber cuatro cámaras. Tres estaban situadas en el exterior, y la cuarta se hallaba en el interior de algún edificio, enfocada hacia una puerta que tenía una cerradura de combinación.

El hombre le entregó a Tizzie una tarjeta plastificada con su foto, colgada al extremo de una cadenita metálica.

– Tiene usted que llevarla siempre.

El guardia la hizo salir por la puerta trasera, cruzó con ella un patio y ambos entraron en un edificio de tres pisos de estuco blanco en cuyo interior se percibía un desagradable olor a orina.

– Son los monos -explicó el guardia-. Están en el segundo piso, que es zona restringida. Usted trabajará en el primero. No se preocupe por el olor, terminará acostumbrándose.

A Tizzie no se le había escapado el hecho de que, mientras la acompañaba, el hombre había dejado sola la oficina. Al parecer, pese a las cámaras de televisión y a las tarjetas identificadoras, las medidas de seguridad no eran demasiado estrictas.

El guardia llamó a una puerta. Un cartel indicaba que aquél era el despacho del doctor Harold Brody, el director del Laboratorio de Ciencias Zoológicas. Después de llamar, el guardia se retiró.

– Adelante -dijo una voz masculina desde dentro.

Tizzie esperaba encontrar al doctor Brody leyendo un informe científico o algo así. Pero el hombre estaba sentado a su escritorio, de espaldas a la puerta y con las manos entrelazadas tras la nuca, mirando a través de las lamas de la persiana un desolado paisaje: una extensión de césped con grandes calvas que llegaba hasta la cerca. La actitud de Brody era la de un hombre sumido en la más profunda depresión.

Su apretón de manos fue débil y su atención parecía hallarse en otra parte. Tras un cuarto de hora de hablar de temas triviales, Brody la condujo a lo que iba a ser la «estación de trabajo» de la recién llegada. Una vez allí, le presentó al que sería su compañero, un joven pelirrojo llamado Alfred. Brody le dio a Tizzie unas cuantas instrucciones mecánicamente y se fue.

Tizzie sintió una inmediata antipatía hacia el pelirrojo Alfred, que era más o menos de su misma edad. El hombre era a un tiempo oficioso y adulador, y poco menos que se había postrado ante el doctor Brody. Por otra parte, no se mostró nada amable con ella, e inmediatamente dejó claro que sólo la consideraba una simple y sumisa auxiliar. No dejaba de mirar la tarjeta de identidad de Tizzie, y ésta comprendió el porqué de tales miradas en cuanto le echó un vistazo a la tarjeta de su compañero, cuya autorización de seguridad era de grado uno, lo cual significaba que el hombre tenía acceso a todos los departamentos. La joven hizo como si no se hubiera fijado. ¿Para qué darle la satisfacción?

– ¿Qué tal un café? -preguntó Alfred.

– Lo tomaré con mucho gusto.

– No. Quería decir qué tal si me preparas un café.

Cuando Tizzie le llevó la taza, estuvo a punto de tirarle el café encima, pero se recordó que una buena espía es capaz de todo, incluso de humillarse, con tal de cumplir con su deber.

Tizzie apenas tardó tres días en cogerle el tranquillo al trabajo. Había momentos en los que no se sentía del todo infeliz, aunque esto no terminaba de explicárselo, ya que se pasaba la mayor parte del tiempo pensando en Skyler y Jude, preocupándose por su padre, y preguntándose cómo lograría averiguar lo que estaba sucediendo.

Estaba toda la jornada encerrada en el atestado laboratorio trabajando mucho y muy duro. Su cometido era rutinario y tedioso, y estaba muy por debajo de su capacitación profesional. Se pasaba horas y horas tiñendo y colocando células en portaobjetos, y luego se las daba a Alfred para que las analizase. El pelirrojo las aceptaba como si fueran las ofrendas de un vasallo. Todo en él la sacaba de quicio: la ordenada colección de bolígrafos que llevaba en el bolsillo superior, la forma como hacía anotaciones en un libro que guardaba en el interior de un cajón cerrado con llave, el tono untuoso con que hablaba con sus superiores cuando se reunía con ellos en la cantina. La joven casi esperaba verlo frotarse las manos como el dickensiano Uriah Heep, y en una ocasión lo sorprendió haciéndolo realmente.

Al anochecer, cuando terminaba la jornada de trabajo, Tizzie y sus compañeros eran conducidos en autobús a una vieja posada de Nueva Inglaterra, la Homestead, en la cercana población de Greenwich, Connecticut. El alojamiento era confortable, pero la comida, demasiado abundante y con exceso de salsas, no tardó en cansarla. Por las noches, o bien daba paseos por las cuidadas calles residenciales de Belle Haven, o bien se quedaba en su cuarto leyendo novelas de Agatha Christie o Jane Austen.

Algunos de sus compañeros de trabajo -entre ellos Brody-, se alojaban también en la pensión Homestead. Cuando la joven se reunía con ellos para cenar o para tomar algo en el bar, nunca hablaban del trabajo que realizaban, y si ella les preguntaba por él, le contestaban con lacónicas evasivas. Pese a su gran formación médica, Tizzie sacó muy poco en claro sobre el conjunto del proyecto. Sus compañeros le decían que investigaban la nefroesclerosis o la hiperlipemia o la acumulación de depósitos de lipofucsina en el riñón y el hígado. Cosas de ese estilo.

Sin embargo, todo el mundo estaba obsesionado por su trabajo, y a ella le dio la sensación -casi más por lo que no se decía que por lo que se decía- de que el proyecto era urgente. Todos se hallaban dedicados en cuerpo y alma a una gran tarea. Quizá ése fuera el motivo de que las conversaciones que trataban de otros temas parecieran forzadas y artificiales, y estuvieran saturadas de incómodos silencios. Al poco tiempo, Tizzie llegó a la conclusión de que sería más cómodo que dejara de tratar de mostrarse sociable.

Por lo que pudo deducir de su escasa información, parecía indiscutible que todos se afanaban en conseguir lo que tío Henry había dicho: una vacuna contra la enfermedad que había terminado con la madre de Tizzie y que también estaba consumiendo a su padre. La joven sospechaba que sus padres no eran los únicos y que había otros que padecían la misma dolencia.

Así que, sin dejar de mantener los ojos bien abiertos y el oído bien aguzado, cumplía con su trabajo a conciencia, y se pasaba tantas horas inclinada sobre el microscopio que tenía un dolor de espalda casi permanente.

Los portaobjetos aparecían como por arte de magia en una caja empotrada en una pared que tenía puertas correderas a ambos extremos. A Tizzie le intrigaba el hecho de que nunca veía abrirse la puerta del otro lado, ni a nadie poniendo los portaobjetos en la caja; al final descubrió que la caja estaba construida de forma tal que era imposible abrir las dos puertas a la vez.

La joven examinaba las células o, más exactamente, los fibroblastos, la célula central y más importante del tejido conectivo humano. Las procesaba mediante un sistema similar al de una cadena de montaje: las clasificaba en función de su morfología, las fotografiaba, las teñía y, lo más fundamental, ponía a prueba la elasticidad y la fortaleza de su colágeno, la proteína que hace a la piel tersa y flexible. Terminado el proceso, le pasaba los portaobjetos a Alfred.

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