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Gene Wolfe: La quinta cabeza de Cerbero

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Gene Wolfe La quinta cabeza de Cerbero

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Muy lejos de su planeta madre, la Tierra, dos mundos gemelos, Sainte Anne y Sainte Croix, fueron colonizados en su tiempo por inmigrantes franceses, que aniquilaron a la población nativa del segundo de ellos. Muchos siglos después, tras una guerra que dispersó a los colonos originales y relegó a la leyenda el recuerdo del genocidio original, un etnólogo de la Tierra, John V. Marsch, dedica su vida a buscar las huellas de aquella cultura alienígena, los abos, el Pueblo Libre, los hijos de la Sombra, convertida hoy en una indefinida mitología aplastada bajo un subterráneo sentimiento de culpabilidad que niega incluso la realidad de su existencia…

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A este respecto dijo algo que me interesó: que cierto médico que conocían y cooperaba con ellos cuando lo necesitaban habría podido obtener en pocos minutos todo lo que querían de mí. Al parecer, esperaba que a ese comentario yo reaccionase de alguna forma. Quizá significase que mi caso ya no les interesaba —pero no es probable, ya que a lo largo de la entrevista se habían sembrado ciertas preguntas indirectas— o bien que ya han obtenido la información de otra fuente, pero también esto es improbable, pues no hay nada que obtener. La mejor interpretación, me parece, es que ya no tienen el médico a mano, y como pensé, o al menos sospeché (no sé si en un relámpago de perspicacia o por algo dicho antes, ahora no estoy seguro) que yo sabía quién era él. Lamenté que no me hubiesen interrogado bajo el efecto de las drogas, mientras habían podido, porque así se habría probado mi inocencia; sin embargo también estaba seguro de que pronto encontrarían a algún otro tan bueno como él.

—No. Éste era único… Un artista. Seguro que podríamos encontrar otro; pero para que fuera la mitad de hábil tendríamos que ir a buscarlo a la capital.

—Conozco a alguien que tal vez pueda ayudarlos —le dije—. El hombre que maneja un lugar llamado Maison du Chien. En verdad no parece muy remilgado con lo que hace, si le pagan bien, y tiene una gran reputación.

La mirada que me echó fue suficiente respuesta. El rufián estaba muerto.

Podría haberle dicho —aunque no me habría creído— que si en su lugar empleaba al hijo estaría tratando con el mismo hombre; pero sin duda a estas alturas el joven ya ha sido encarcelado, y quizá incluso esté en otro lugar de este mismo edificio. La tía —biológicamente su hermana, pero para evitar confusiones usaré la misma designación que la familia— ya ha de estar tratando de sacarlo de aquí.

Acaso (es la primera vez que se me ocurre) ella está intentando también conseguir que me liberen; era una mujer muy inteligente, de mente fascinante, y llegamos a tener largas conversaciones, a menudo con una o más de las «chicas», como decía ella, haciendo de público. ¿Donde está ahora, tante Jeannine? ¿Sabe siquiera que me tienen aquí?

Aunque fingiese que no, ella creía que los anneses habían devorado y reemplazado al Homo sapiens: la hipótesis de Veil, y Veil es ella; durante años se la ha utilizado para desacreditar otras teorías heterodoxas sobre la población original de Sainte Anne. Pero entonces, tante Jeannine, ¿quiénes son el Pueblo Libre? ¿Conservadores que se niegan a abandonar las viejas costumbres? La cuestión no es, como creía yo en un tiempo, cuánto influyen en la realidad los pensamientos de los hijos de la Sombra; sino cuánto influyen los nuestros. He leído la entrevista con la señora Blount —en las colinas la leí cien veces— y sé quiénes creo que son el Pueblo Libre: lo llamo Postpostulado de Liev. Liev soy yo, y me he ido.

El preso nuevo ha estado hablando. Preguntó si en las otras celdas había más presos y cómo se llamaban y cuándo nos darían de comer y si era posible conseguir alguna manta y un centenar de cosas más. Por supuesto, no le contestó nadie; castigan a quienes sorprenden hablando. Al cabo de un rato, cuando entendí que el guardia se había ido, lo llamé. Estuvo mucho tiempo callado, y luego, en una voz que le parecía muy baja y secreta, me preguntó:

—¿Quién es el loco que se reía de mí cuando me trajeron?

Pero entonces el guardia ya había vuelto, y cuando lo sacaron de la celda para azotarlo, aquel hombre alto y gordo chilló como una liebre rosa que ha caído en una trampa. Pobre mal nacido.

¡Increíble! ¡No podríais adivinar dónde estoy! Adelante, tienes todas las oportunidades que quieras. Es una locura, claro, pero como he enloquecido, ¿por qué no seguir? Estoy de vuelta en la otra 143, mi vieja celda subterránea, con colchón y manta y luz entrando por la ventana… Por más que no tenga cristal y por la noche también entre el frío, parece un palacio.

Alrededor de una hora después de que llegué, Cuarenta y siete se puso a golpear el caño; había oído no sé qué chismes sobre mi regreso y me envió saludos. Dice que durante mi ausencia la celda estuvo vacía. He perdido el hueso que yo usaba antes, pero contesté lo mejor posible con los nudillos. El preso de al lado también estaba enterado, y se puso a golpear y arañar como en la otra ocasión la pared que nos separa; pero todavía no ha aprendido el código o usa otro que no sé descifrar. Los ruidos son tan variados que a veces pienso que intenta hablarme con ellos.

Día siguiente . ¿Quiere decir que me dejarán en libertad? La mejor comida desde la noche que me arrestaron: sopa de alubias, espesa, con verdaderos trozos de cerdo. Té con limón y azúcar. Me lo dieron en un jarrito de latón, y con el pan de esta mañana hubo leche. Luego me sacaron de la celda para que me bañara en la ducha con otros cinco, y me echaron insecticida en el pelo, la barba y la entrepierna. Tengo una manta diferente, bastante nueva y casi limpia, mejor que la de antes. Me he cubierto los hombros para escribir. No porque tenga frío: simplemente para sentirla.

Otro interrogatorio, éste no de Constant sino de un hombre que no he visto nunca y se presentó como el señor Jabez. Bastante joven, ropa civil de calidad. Me dio un cigarrillo y me dijo que hablando conmigo corría el riesgo de enfermar de tifus; pienso que me había visto antes de que me dejaran bañarme. Cuando le pedí otra manta y más papel me mostró que el expediente incluía algunas de las páginas que escribí antes, y se quejó de lo arduo que sería transcribirlas. Como yo sabía que no contenían nada dañino, le sugerí que se las mandara a alguien de rango superior (como dio a entender que acaso hiciera) y las fotocopiara; pero creo que no puedo permitir que se lleven lo que tengo ahora. Dejo libre mi imaginación cuando se trata de la vida en Tierra con mi familia —a decir verdad, estuve pensando en hacer una novela: muchísimos libros se escribieron en la cárcel—, y sólo serviría para enturbiar mi caso. En la primera ocasión destruiré las hojas.

Medianoche o más . Por suerte me dejan quedarme con las velas y las cerillas; de lo contrario no podría escribir. Me había acostado cuando entró un guardia, me agarró por el hombro y me dijo que me «requerían». Lo primero que pensé fue que iba a morir; pero por la sonrisa de él me pareció improbable, y entonces se me ocurrió que sería alguna humillación irritante pero a medias graciosa, como afeitarme la cabeza.

Me llevó a una sala justo al borde de la zona de celdas y me hizo entrar, y esperándome allí estaba Celestine Etienne, la muchacha de la pensión de Mme. Duclose. Tenía que ser pleno verano, porque se había arreglado como para una misa estival de domingo: vestido rosa sin mangas, guantes blancos y sombrero. Sé que yo la consideraba alta como una cigüeña, pero la verdad es que se la veía muy bonita, con esos ojos azul-violeta grandes y asustados. Cuando entré, se levantó y dijo:

—¡Ay, doctor, qué delgado está!

Había una silla, una luz que no se podía apagar, un espejo de pared (destinado, estoy seguro, a observarnos desde la habitación vecina) y una vieja cama destartalada con sábanas limpias sobre un colchón que quizá más valiera no ver.

Y, sorprendentemente, un cerrojo del lado interior de la puerta. Hablamos un rato, y ella me dijo que un día después de mi detención había ido a verla un hombre del Tesoro Municipal y le había dicho que el jueves de la semana siguiente —el día que le tocaba verme— a las ocho en punto de la noche debía presentarse en la Secretaría de Permisos. Ella había ido, y allí la habían hecho esperar hasta las once, hora en que un oficial le dijo que no podía verla en ese momento, pues ya iban a cerrar la oficina, pero que volviera en dos semanas. Ella sabía muy bien, dijo, qué estaban haciendo, pero le había dado miedo no volver cada dos semanas como le indicaban. Esta noche, en cuanto se hubo sentado en la sala de espera, el mismo oficial que siempre la había despedido a las once apareció para sugerirle que mejor viniese a verme, añadiendo que en el futuro previsible la Secretaría de Permisos no volvería a requerir su presencia. Ella pasó por la casa de Mme. Duclose para ponerse perfume y cambiarse el vestido, y luego vino.

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