Gene Wolfe - La quinta cabeza de Cerbero

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La quinta cabeza de Cerbero: краткое содержание, описание и аннотация

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Muy lejos de su planeta madre, la Tierra, dos mundos gemelos, Sainte Anne y Sainte Croix, fueron colonizados en su tiempo por inmigrantes franceses, que aniquilaron a la población nativa del segundo de ellos. Muchos siglos después, tras una guerra que dispersó a los colonos originales y relegó a la leyenda el recuerdo del genocidio original, un etnólogo de la Tierra, John V. Marsch, dedica su vida a buscar las huellas de aquella cultura alienígena, los abos, el Pueblo Libre, los hijos de la Sombra, convertida hoy en una indefinida mitología aplastada bajo un subterráneo sentimiento de culpabilidad que niega incluso la realidad de su existencia…

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V.R.T.: Sí. Doctor Marsch…

Yo: Sí, ¿qué pasa?

V.R.T.: ¿Usted cree que alguna vez podré hacerme antropólogo?

Yo: Hombre, sí, eres un joven inteligente; pero te hará falta estudiar mucho, y tendrías que ir a la universidad. ¿Cuántos años tienes?

V.R T.: Ahora dieciséis. Lo de la universidad lo sé.

Yo: Pareces mayor… Diría que al menos diecisiete. ¿Cuentas en años terrestres?

V.R.T.: No, en años de Sainte Anne. Aquí son más largos, y encima los del Pueblo Libre crecemos muy deprisa. Si quisiera podría parecer todavía mayor, pero no quería cambiar tanto desde que usted me conoció y alquiló el bote. Usted no cree de veras que yo podría ir a la universidad, ¿no?

Yo: Sí que creo. No dije que pudieras ir directamente; es posible que aún te falte trabajo preparatorio, así que antes tendrías que estudiar varios años y aprender al menos rudimentos de un idioma extranjero… Pero olvido que ya sabes algo de francés.

V.R.T.: Sí, ya sé francés. ¿Se tratará sobre todo de leer?

Yo: (asintiendo) Sobre todo de leer.

V.R.T.: Usted cree que soy inculto porque hablo raro, pero es lo que me enseñó mi padre, para sacarle dinero a la gente. Pero yo puedo hablar de la forma que quiera. No me cree, ¿no?

Yo: Ahora estás hablando muy bien.

V.RT.: Sí, he aprendido a hablar como usted. Y ahora escuche, ¿conoce al doctor Hagsmith? Le mostraré al doctor Hagsmith… (habla en una imitación excelente de la voz del doctor) «Es pura falsedad; todo falso, doctor Marsch. Aguarde, déjeme contarle una historia. Una vez, en los largos días de sueño en que Paso en el Rastro era chamán de los abos, hubo una muchacha llamada Tres Caras. Una muchacha abo, téngalo en cuenta, y usaba la arcilla de colores que los abos recogían junto al río para pintarse una cara en cada pecho. Una cara, señor, diciendo por siempre ¡No!, en el pecho izquierdo, y la otra, la del derecho, pintada con un ¡Sí! En el fondo de más allá la chica conoció un arriero que se enamoró mucho de ella, ¡y ella le dio el pecho derecho! Bueno, señor, yacieron toda la noche juntos en esa oscuridad de brea que uno encuentra en el fondo de más allá, y él le pidió que fuera a vivir con él y ella dijo que sí, y que aprendería a guisar y ordenar la casa y hacer todo lo que hacen las mujeres humanas. Pero cuando salió el sol él seguía durmiendo, y cuando se levantó, ella había ido a lavarse en el río. Eso en los cuentos significa olvido, ¿sabe usted?, y ella sólo tenía una cara, la natural; y cuando él le recordó las cosas que había prometido en la oscuridad, ella se quedó mirándolo sin decir una palabra, y cuando él intentó tomarla escapó».

Yo: Interesante pieza folklórica, «doctor Hagsmith». ¿Así termina la historia?

V.R.T.: «No. Cuando el arriero se fue a vestir, después de que la muchacha se marchara, descubrió las imágenes de las dos caras pintadas en su propio cuerpo, la cara del ¡Sí! en el pecho izquierdo y la del ¡No! en el derecho. Se puso encima la camisa y cabalgó hasta Playa del Francés, donde había un hombre que hacía tatuajes, y le dijo que repasase los dibujos con la aguja. Cuenta la gente que cuando el arriero murió, el enterrador le desholló el pecho bajo la chaqueta, y que ahora conserva las dos caras de Tres Caras, enrolladas con cardamomo en un cajón de su escritorio en la morgue, y atadas con una cinta negra; pero a mí no me pregunte si es cierto: yo no las he visto».

21 de abril . La tensión de estar media noche en vela para proteger los animales se ha vuelto insoportable. Esta noche, ahora, mataré al menos a uno de los depredadores que nos vienen siguiendo desde hace diez días. Le he disparado a un pony brinco; no para matarlo, sólo para quebrarle una pata. Ahora está atado en el claro que tengo debajo. Escribo esto sentado en la horqueta de un árbol, a unos treinta pies del suelo, con el rifle pesado y la compañía de esta libreta. Es una noche muy clara; Sainte Croix cuelga del cielo como una gran bombilla azul.

Unas dos horas después. Nada, salvo el vislumbre de un fennec. Lo que me fastidia es saber, estar absolutamente seguro —llámese telepatía o lo que se quiera— de que, mientras yo estoy aquí, el chico está con la mujer que ya lo visitó una vez. Se supone que está cuidando las mulas. La muchacha es annesa; lo sospeché antes y ahora estoy seguro: me contó esa historia para restregármela por las narices, y de todos modos en estas colinas dejadas de Dios no viviría nadie más. Bastaría con que la convenciese de que no le haré daño; la expedición sería un éxito y yo me haría famoso. Podría bajar y pillarlos juntos (sé que está con ella; casi los oigo), si no fuese porque huelo que el oso demonio está cerca. Se han de quedar amarrados, esos dos: cuando el chico se lavaba vi que no está circuncidado. Si estuvieran así cuando yo apareciera, creo que los mataría a los dos.

Más tarde . Hay un preso nuevo, creo que a cinco celdas de la mía. Ver que lo traían, pienso, me ha salvado de perder el juicio. No le agradezco eso; a fin de cuentas la cordura no es sino la razón aplicada a los asuntos humanos, y cuando la razón, aplicada durante años, se ha resuelto en desastre, destrucción, desesperanza, miseria, hambre y podredumbre, la mente hace bien en abandonarla. La decisión de abandonar la razón, ahora lo entiendo, no es el último acto razonable sino el primero; y esa demencia que nos enseñan a temer no consiste en nada más que responder natural e instintivamente antes que con esa cosa culturalmente adquirida y educada llamada razón; el demente dice disparates porque, como el pájaro o el gato, es demasiado sensato para decir sensateces.

El nuevo preso es un hombre gordo y maduro, muy probablemente uno de esos hombres de negocios que trabajan para otros. A mí se me había consumido la vela, y estaba con la cabeza en las rodillas, cuando oí que por el atisbadero —aquí abajo no tenemos las mirillas de vidrio blindado que había en todas las puertas de arriba, sino rejillas de alambre— me llegaban tenues ruidos. Pensé que era el guardia con comida, y me arrodillé junto la puerta para verlo venir. Esta vez había dos: el de siempre con su linterna y otro desconocido de uniforme que quizá fuera soldado, andando a lo cangrejo por el pasillo angosto y llevando entre los dos a nuestro hombre grueso, asustado, y tan pálido que me reí (lo cual me dio más miedo); como el atisbadero es muy pequeño, sólo puedo acercar los ojos o los labios, no todo junto; pero los acerqué alternativamente, algo por encima de la cintura de él mientras pasaba frente a mi puerta, y le grité: «¿Qué has hecho? ¿Qué has hecho?»; y él sollozó «¡Nada, nada!», lo que hizo que me riera más, no sólo de él sino de mí mismo porque podía hablar de nuevo, y sobre todo porque sabía que ese hombre no tenía nada que ver conmigo, no era parte de mí de ninguna manera, ni de Sainte Anne, ni de la universidad, la pensión, el Cave Canem ni la sucia tienda donde compré el objeto de bronce, sino un simple hombre gordo y asustado que no significaba nada, y ahora sería vecino mío pero nada más.

Me han interrogado de nuevo. No lo de costumbre. En el aire había algo distinto y no sé qué. Él empezó con la intimidación habitual, luego se puso amistoso, me ofreció un cigarrillo —algo que no había hecho en varias semanas— y llegó al punto de recitarme un poemita satírico ridiculizando los títulos académicos, lo que en él ha de entenderse como una fiesta. Yo decidí aprovechar esa jovialidad y pedí otro cigarrillo; para mi asombro lo obtuve, y después de eso, en lugar de más preguntas, una larga conferencia sobre las maravillas del gobierno de Sainte Croix, como si yo hubiera solicitado la ciudadanía. Luego una conferencia breve señalando que no me habían torturado ni drogado, afirmaciones ambas totalmente ciertas. Lo atribuyó a la nobleza y humanidad connaturales a todos los prognáticos y corcovados croix-codrilos, pero yo opino que se debió a una especie de arrogancia, la sensación de que no precisan de esas cosas para quebrarme, a mí o a quien fuera.

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