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Gene Wolfe: La quinta cabeza de Cerbero

Здесь есть возможность читать онлайн «Gene Wolfe: La quinta cabeza de Cerbero» весь текст электронной книги совершенно бесплатно (целиком полную версию). В некоторых случаях присутствует краткое содержание. Город: Barcelona, год выпуска: 1978, ISBN: 84-7002-240-7, издательство: Acervo, категория: Фантастика и фэнтези / на испанском языке. Описание произведения, (предисловие) а так же отзывы посетителей доступны на портале. Библиотека «Либ Кат» — LibCat.ru создана для любителей полистать хорошую книжку и предлагает широкий выбор жанров:

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Gene Wolfe La quinta cabeza de Cerbero

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Muy lejos de su planeta madre, la Tierra, dos mundos gemelos, Sainte Anne y Sainte Croix, fueron colonizados en su tiempo por inmigrantes franceses, que aniquilaron a la población nativa del segundo de ellos. Muchos siglos después, tras una guerra que dispersó a los colonos originales y relegó a la leyenda el recuerdo del genocidio original, un etnólogo de la Tierra, John V. Marsch, dedica su vida a buscar las huellas de aquella cultura alienígena, los abos, el Pueblo Libre, los hijos de la Sombra, convertida hoy en una indefinida mitología aplastada bajo un subterráneo sentimiento de culpabilidad que niega incluso la realidad de su existencia…

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En cuanto a la muchacha del sueño, sólo escribiré que nada hicimos que, referido aquí, vaya a excitar la menor pasión; en sueños basta con una mirada o con la visión de un pensamiento.

Bien. Ya tengo velas, cerillas, pluma y papel. ¿Implica esto que la actitud oficial hacia mí se ha relajado? No indica eso esta celda: es peor que la 143 donde estaba antes, y yo sé que aquélla no era una buena celda. De hecho, por lo que me contó Cuarenta y siete (que cuando estaba allí solía golpetearme mensajes), su celda era mejor que la mía: más grande, y con una tapa en el cubo sanitario; y dijo que había otras celdas con vidrio en las ventanas delante de los barrotes, para evitar el frío, y unas pocas incluso con cortinas y sillas. Cuando una vez encontré en la sopa un trozo de hueso, empecé a conversar con Cuarenta y siete mucho mejor. Una vez me preguntó por mis creencias políticas —porque yo le había dicho que era preso político— y le dije que pertenecía al Partido Laissez-Faire.

Cuarenta y siete: ¿O sea que crees que habría que permitir operar a las empresas sin interferencia? Veo que eres industrialista.

Yo: En absoluto. Creo que habría que dejar al gobierno en paz. Los del laissez-faire tratamos a los oficiales como a reptiles peligrosos: es decir, los respetamos mucho pero, como no podemos matarlos, no tenemos nada que ver con ellos. Nunca intentamos conseguir puestos de funcionarios, ni le contamos nada a la policía como no estemos seguros de que ya se lo han contado los vecinos.

Cuarenta y siete: Entonces vuestro destino es ser tiranizados.

Yo piqué: Si vivimos en el mismo mundo, ¿puede haber tiranía sobre ti y no sobre mí?

Cuarenta y siete: Pero yo resisto.

Yo: Es una energía que reservamos para otros fines.

Cuarenta y siete: Y fíjate dónde…

Pobre Cuarenta y siete.

Esta celda. Dejadme describirla, plena ahora de amarilla luz de vela. Tiene poco más de un metro de altura; digamos que un metro diez centímetros. Tendido en el suelo arenoso (posición que como imaginaréis adopto con frecuencia), puedo casi tocar el techo con los pies sin levantar las caderas. Este techo, como habría tenido que decir antes, es de cemento, y también los muros y el suelo. Aquí nada de golpecitos, ni siquiera los rasguños y crujidos que cuando yo no estaba bajo tierra me enviaba el pobre loco de al lado; tal vez las celdas de mis flancos estén vacías; o posiblemente los constructores dejaran un relleno de tierra entre los muros para ahogar el ruido. La puerta es de hierro.

Pero es una celda más amplia de lo que acaso penséis. Más ancha que mis brazos extendidos, y más larga que cuando me acuesto con los brazos estirados detrás de la cabeza; de modo que no es una caja de tortura, aunque sería bueno poder estar de pie. Hay cubo sanitario (sin tapa), pero no mantas; por supuesto, no hay ventanas… un momento, me retracto: la puerta tiene un atisbadero, aunque, como el pasillo está siempre oscuro, no sirve de nada, y es posible que me hayan dado las velas para poder observarme, y el papel únicamente para que haya una pulsión para mantenerlas encendidas. En la parte inferior de la puerta hay una abertura como una ranura grande de buzón, por la cual me pasan el tazón de la comida. Tengo cerillas y velas, papel y pluma; la llama de la vela está dejando una mancha negra en el techo.

¿Cómo avanza mi caso? He ahí la pregunta. Que me hayan puesto en esta celda sugiere que va mal; pero que me hayan dado velas e instrumentos de escritura me induce a la esperanza. Puede ser que en el nivel donde las opiniones importan (cualquiera que sea) haya dos opiniones sobre mí: una me considera inocente, quiere que esté bien, manda las velas; la otra, considerándome culpable, ordena que me confinen aquí. O posiblemente la que me considera culpable quiere que esté bien. O quizá las velas y el papel (y esto me temo) sean sólo un error; quizá pronto venga el guardia a llevárselos.

¡He descubierto una cosa! Una cosa de veras. Sé dónde estoy. Después de escribir lo anterior, apagué la vela, me acosté y procuré dormirme de nuevo, y con la oreja contra el suelo oí un sonido de campanas. Si apartaba la oreja del suelo dejaba de oírlas, pero si volvía a apretarla allí las tenía mientras siguieran tañendo. El pasillo al cual da mi puerta, concluí, corre bajo la Plaza Vieja en dirección a la catedral; y debo estar cerca de los cimientos de ésta, si es cierto que los sonidos me los transmiten las piedras del campanario. Ahora cada pocos minutos aprieto la oreja contra el suelo y vuelvo a escuchar. Aunque viví en la ciudad mucho tiempo, no recuerdo con qué frecuencia sonaban las campanas de la catedral; sólo sé que no daban las horas como los relojes.

Donde me crié no había catedral, sino varias iglesias, y por un tiempo vivimos cerca de la de Santa Magdalena. Me acuerdo de campanas que sonaban a oscuras —supongo que para una misa de medianoche—, pero el sonido no me asustaba como otros. A menudo ni me despertaba, pero si ocurría me sentaba en la cama a mirar a mi madre, que también solía sentarse, los hermosos ojos brillando en la oscuridad como astillas de cristal verde. A ella la despertaba cualquier ruido, pero cuando mi padre llegaba a casa tambaleándose ella fingía dormir y se volvía lo menos atractiva posible, cosa que, sin que uno se diese cuenta —incluso si la estaba observando— conseguía con los músculos de la cara. Yo tengo la misma habilidad, aunque no en el mismo grado; pero preferí taparlo todo con esta barba, porque temía a mi padre —me temía a mí mismo— y lo único que necesité fue tener una voz como la de él y parecer mayor. Pero ser listo de nada sirve, y supongo que con todo el tiempo que llevo aquí hoy tendría barba, aunque cuando me detuvieron hubiese acabado de afeitarme.

Supongo también que me dejé la barba por mi madre, para que viese —si alguna vez la reencontraba, y en Roncesvalles tuve razones para pensar que había venido— que ahora soy un hombre. Ella no me lo dijo nunca, pero ahora sé que para el Pueblo Libre un niño sigue siendo niño hasta que le brota la barba. Cuando llega a tener suficiente para protegerse la garganta de los dientes de otros hombres, se ha vuelto hombre.

Qué tonto era yo. Cuando ella se fue, y durante muchos años, creí que se había ido porque se avergonzaba de mí, por haberme descubierto con esa niña; ahora sé que sólo había estado esperando a que terminara el trabajo de la leche. En aquel momento me pregunté por qué me miraba sonriendo.

Pensando que se había ido a las colinas, allí me largué cuando tuve la oportunidad; pero ella no estaba. Tendría que haber estado, y yo, una vez allí, tendría que haberme quedado. Pero es terriblemente duro; la mitad de los niños mueren y ninguno llega a viejo. Así que cuando se acerca el invierno, nosotros —mi madre y yo— bajamos a la ciudad, juntos o separados. Ved, pues, dónde estoy, yo que me reía del pobre Cuarenta y siete.

Mucho más tarde . Una comida, té y sopa, la sopa en el magullado cuenco de lata que me dieron aquí. Sobre el suelo dejan los utensilios —vienen con la comida y después hay que devolverlos— y el té, negro y con azúcar, en el mismo cuenco una vez que lo vacío, con la fina grasa de la sopa flotando en la superficie. Al darme la sopa el guardia dijo:

—Hay té. Dame la taza.

Le dije que no tenía y se limitó a rezongar y seguir de largo, pero cuando volvió de alimentar a las celdas de más allá me preguntó si había terminado la sopa, y como le respondí que sí, me dijo que sacara de nuevo el cuenco y me dio el té.

¿Es el guardia quien por iniciativa propia me dio las velas y el papel? Si es el caso, quizá sólo sea que le doy pena, y eso debe ser porque van a ejecutarme.

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