El primero llegó justo al alba, y porque mientras escapaba del vientre se alzó un viento, un viento frío del ojo de la primera luz venida de entre las montañas, la madre lo llamó Juan (que sólo significa «un hombre», siendo Juan el nombre de todos los niños) Viento del Este.
El segundo llegó, no como nacen de costumbre —esto es, la cabeza primero como trepa un hombre de un lugar más bajo a otro más alto—, sino los pies por delante, como un hombre que se deja caer a un lugar más bajo. La abuela estaba sosteniendo al hermano, sin saber que iban a nacer dos, y por tal razón el otro estuvo un tiempo batiendo el suelo con los pies sin que nadie tirara de él. A causa de esto su madre lo llamó Juan Paso en la Arena.
Ella se habría puesto en pie en cuanto nacieron los hijos, pero su madre no se lo permitió.
—Te matarás —le dijo—. Ten, que mamen en seguida o te quedarás seca.
Ondulante Rama de Cedro tomó a uno en cada brazo, se llevó uno a cada pecho y volvió a tenderse en la arena fría. Fino como hebras de seda, el pelo negro se le abría por detrás de la cabeza en un halo oscuro. El dolor le había dejado vetas de lágrimas. La madre se puso a cavar en la arena con las manos, y cuando llegó a la que aún conservaba la fuerza del sol del día muerto, la acumuló sobre las piernas de la muchacha.
—Gracias, madre —dijo Ondulante Rama de Cedro. Miraba las dos caritas, untadas todavía con su sangre, que bebían de ella.
—Lo mismo hizo mi madre por mí cuando naciste tú. Lo mismo harás tú por tus hijas.
—Ambos son niños.
—También tendrás mujeres. O mueres en el primer parto… o vives.
—Tenemos que lavarlos en el río —dijo Ondulante Rama de Cedro, y se sentó, y un momento después se puso en pie.
Era una linda muchacha, pero ahora que estaba vacía el cuerpo le colgaba sin forma. Se tambaleaba, pero su madre la sostuvo y ella no quiso volver a echarse.
Cuando llegaron al río el sol ya estaba alto, y la madre de Ondulante Rama de Cedro se ahogó en los bajos y las aguas se llevaron a Viento del Este.
Al llegar a los trece años, Paso en la Arena era casi tan alto como un hombre. Los años de su mundo —donde las naves emprendían el viaje de vuelta— eran largos; y a él se le estiraron los huesos y las manos, delgadas y fuertes. No tenía nada de grasa, pero nadie tenía grasa en el país de las piedras resbaladizas; y siempre traía comida, aunque soñaba sueños extraños. A punto casi de acabar su decimotercer año, la madre y los viejos Dedo de Sangre y Pies Voladores decidieron enviarlo al sacerdote, y así salió solo al ancho país alto, donde se alzan riscos como bancos de nubes oscuras y todas las cosas vivas tienen poca importancia al lado del viento, el sol, el polvo, la arena y las piedras. Viajaba de día, solo, siempre rumbo al sur, y por la noche cazaba ratones de roca para dejarlos con el cuello torcido delante del sitio en que dormía. Por la mañana a veces ya no estaban.
Hacia el mediodía de la quinta jornada llegó al cañón de Siempretrueno, donde vivía el sacerdote. Por gran fortuna había podido matar un falso faisán para traerlo de regalo, y lo sostenía por las piernas peludas, arrastrando detrás la larga cabeza desnuda y el cuello. Y sabiendo que ese día él era ya un hombre, y que llegaría al cañón antes del ocaso —Pies Voladores le había hablado de mojones, y ya los había dejado atrás—, caminaba orgulloso pero con cierto temor.
Oyó a Siempretrueno antes de verlo. El suelo era casi llano, salpicado de rocas y arbustos, y no había indicios de que nunca fuera a haber bajo sus pies algo menos que piedra. Se oyó un leve gruñido, un murmullo del aire. Más adelante vio que se alzaba una tenue neblina. Pero no debía señalar el cañón de Siempretrueno porque a través de la niebla, no lejos, veía claramente más tierras, y el ruido no era fuerte.
Dio tres pasos más. El ruido ahora era un bramido. La tierra se sacudía. A sus pies se abría una grieta angosta, más y más profunda, hasta una lejana agua blanca. El rocío lo mojó, y le quitó el polvo del cuerpo. Había tenido calor, y estaba helado. Las piedras, suaves y húmedas, temblaban. Con cuidado se sentó, las piernas colgando sobre la oscuridad y la lejana agua blanca, y con los pies por delante —como se deja caer un hombre a un lugar más bajo— se metió en Siempretrueno. Sólo buscando el sitio donde el agua era espuma, donde el cielo era un ojal purpúreo no más ancho que un dedo y rociado de estrellas diurnas, encontró al fin la cueva del sacerdote.
En la boca había un estruendo de aguas rápidas que salpicaban alrededor, pero la cueva se elevaba más y más sobre piedras rotas caídas del techo. A oscuras, Paso en la Arena trepó, trepó con manos y pies como una bestia, sosteniendo el falso faisán entre los dientes hasta que tocó con los dedos los pies del sacerdote, y las piernas marchitas con las manos. Entonces dejó allí el falso faisán, tanteando como si fuese una telaraña el pelo y las plumas y los huesos pequeños y secos de ofrendas anteriores, y se retiró a la boca de la cueva.
Había caído la noche, y se echó en el lugar señalado, y largo rato después se durmió pese al rugido del agua; pero el fantasma del sacerdote no lo visitó en sueños. La cama era una balsa de juncos que flotaba en unas pulgadas de agua. Alrededor, en círculo, se alzaban unos árboles inmensos, cada uno de ellos surgido de un anillo de sus propias raíces serpentinas. Su corteza era blanca como la de los plátanos, y los troncos alcanzaban gran altura antes de desaparecer en la masa oscura de su propia fronda. Pero en el sueño él no los miraba. En el círculo en el que flotaba, los árboles se alzaban como un lejano horizonte, cortando la inconmensurable cavidad del cielo justo en la línea donde habría tocado la tierra.
De un modo que no podía definir, estaba cambiado. Tenía las extremidades más largas, y sin embargo más blandas; pero no las movía. Miraba el cielo y se sentía caer en él. La balsa se mecía, con un movimiento apenas detectable, acompañando los latidos de su corazón.
Era su decimocuarto cumpleaños y las constelaciones, por lo tanto, ocupaban exactamente las mismas posiciones que habían ocupado la noche de su nacimiento. Al llegar la mañana el sol saldría en Fiebre; pero la esfera hermana, cuyo gran disco azul asomaba ahora por encima de los árboles circundantes, oscurecía las dos brillantes estrellas —los ojos— que eran lo único visible del Niño de Sombra. Ninguno de los planetas estaba como antes. Apartó de la mente el conocimiento de que la Mujer de Nieve se encontraba ahora en Cinco Flores y se la imaginó en el lugar de Semilla Vidente, donde sabía que había estado la noche de su nacimiento. Y Rápido en el Valle Lácteo, Hombre Muerto en el lugar de los Deseos Perdidos… La Cascada cruzaba el cielo con un bramido silencioso.
Cerca, unos pies chapotearon en el agua. Viento del Este se sentó, impartiendo a la balsa sólo un levísimo movimiento gracias a una larga práctica.
—¿Qué has aprendido?
Era Última Voz, el mayor andariego de estrellas, su maestro.
—No tanto como deseaba —dijo Viento del Este, compungido—. Temo que me dormí. Merezco que me peguen.
—Al menos eres honrado —dijo Última Voz.
—A menudo me has dicho que para progresar hay que admitir todas las faltas.
—También te he dicho que la sentencia no la dicta el infractor.
—¿Cuál será? —preguntó Viento del Este, tratando de ocultar la aprensión que lo dominaba.
—En suspenso, por ser mi mejor acólito. Te dormiste.
—Sólo un momento, estoy seguro. Tuve un sueño raro, pero ya los he tenido antes.
—Sí.
Sereno y dominante, Última Voz se inclinó sobre su alumno. Era muy alto, y la luz azul del ascendente mundo hermano mostraba una cara exangüe de la que, como requería el ritual, diariamente se arrancaban las pocas briznas de barba. Los flancos de su cabeza habían sido abrasados con teas encendidas en los torrentes de las Montañas de la Hombría, de modo que el pelo, más tupido que el de cualquier mujer, sólo crecía en una cresta rígida.
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