Gene Wolfe - La quinta cabeza de Cerbero

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La quinta cabeza de Cerbero: краткое содержание, описание и аннотация

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Muy lejos de su planeta madre, la Tierra, dos mundos gemelos, Sainte Anne y Sainte Croix, fueron colonizados en su tiempo por inmigrantes franceses, que aniquilaron a la población nativa del segundo de ellos. Muchos siglos después, tras una guerra que dispersó a los colonos originales y relegó a la leyenda el recuerdo del genocidio original, un etnólogo de la Tierra, John V. Marsch, dedica su vida a buscar las huellas de aquella cultura alienígena, los abos, el Pueblo Libre, los hijos de la Sombra, convertida hoy en una indefinida mitología aplastada bajo un subterráneo sentimiento de culpabilidad que niega incluso la realidad de su existencia…

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—No, más bien el quincuagésimo, si quiere saber. Solía hacerlos como ejercicio. Como han oído que es posible, quienes no lo han probado nunca creen que es una técnica simple, pero no saben lo difícil que es prevenir diferencias espontáneas. Cada gen dominante que haya en mí ha de seguir siendo dominante, y las personas no son alubias. Hay muy pocas cosas gobernadas por pares mendelianos simples.

—Y los fracasos, ¿los destruía usted? —preguntó Marsch.

—Los vendía —dije yo—. Cuando era chico solía preguntarme por qué Mister Million se paraba a mirar los esclavos del mercado. Desde entonces lo he descubierto —todavía tenía el estuche con el bisturí en el bolsillo; lo sentía pesar en mi saco.

—Quizá Mister Million —dijo mi padre— sea un poco más sentimental que yo. Además, a mí no me gusta salir. Vea, doctor, tendrá que modificar la suposición de que en verdad todos somos el mismo individuo. Hay pequeñas variaciones.

El doctor Marsch estaba a punto de replicar, pero yo lo interrumpí.

—¿Por qué? —dije—. ¿Por qué David y yo? ¿Por qué hace mucho tía Jeannine? ¿Por qué seguir con esto?

—Sí —dijo mi padre—: ¿por qué? Hacemos la pregunta para hacer la pregunta.

—No te entiendo.

—Busco el autoconocimiento. Si quieres decirlo de otro modo, buscamos el autoconocimiento. Tú estás aquí porque yo lo hice y lo hago, y yo estoy aquí porque lo hizo el individuo precedente… que a su vez tuvo origen en aquel cuya mente está simulada en Mister Million. Y una de las preguntas cuya respuesta buscamos es… por qué buscamos. Pero todavía hay más —se inclinó hacia delante, y el monito alzó el morro blanco y los brillantes ojos perplejos para mirarlo a la cara—. Deseamos descubrir por qué fallamos, por qué otros crecen y cambian y nosotros seguimos aquí.

Pensé en el yate del que habíamos hablado con Fedria y dije:

—Yo no me quedaré.

El doctor Marsch sonrió. Mi padre dijo:

—Creo que no me entiendes. No digo aquí en el sentido físico, sino aquí en el social e intelectual. He viajado, y quizá viajes tú, pero…

—Pero termina aquí —dijo el doctor Marsch.

—¡Terminamos en este nivel! —fue la única vez, creo, que vi a mi padre excitado. Casi sin habla, señalaba los cuadernos y las cintas que abarrotaban las paredes—. ¿Después de cuántas generaciones? No ganamos fama, ni siquiera el gobierno de este miserable planeta colonial. Hay que cambiar algo, pero ¿qué? —echó al doctor Marsch una mirada llameante.

—Usted no es único —dijo el doctor Marsch, y sonrió—. Parece un lugar común, ¿no? Pero no me refería al hecho de que usted se duplique. Quise decir que desde que se volvió posible, allá en Tierra durante el último cuarto del siglo veinte, se ha hecho varias veces en cadenas parecidas. Para describirlo tomamos prestado un término técnico; mala nomenclatura, pero no hay nada mejor. ¿Sabe usted qué es relajación en el sentido técnico?

—No.

—Hay problemas que no es posible abordar directamente, pero que sí es posible mediante una sucesión de aproximaciones. En la transferencia de calor, por ejemplo, al comienzo tal vez no sea posible calcular la temperatura de todos los puntos superficiales de un cuerpo de forma extraña. Pero el ingeniero, o su computadora, pueden suponer temperaturas razonables, ver cuánto se acercarán los valores supuestos a la estabilidad y luego hacer nuevas suposiciones basadas en los resultados. A medida que avanzan los niveles de aproximación, los bloques sucesivos se vuelven más y más similares hasta que en lo esencial deja de haber cambio. Por eso digo que esencialmente ustedes dos son el mismo individuo.

—Lo que quiero de usted —dijo mi padre, impaciente— es que le haga entender a Número Cinco que los experimentos que he realizado en él, en particular los exámenes narcoterapéuticos que tanto le molestan, son necesarios. Que si vamos a ser más de lo que hemos sido debemos descubrir… —había llegado casi a gritar, pero paró bruscamente y puso la voz bajo control—. Por esta razón fue producido, por la misma fue producido David: yo esperaba que una cruza exterior me enseñase algo.

—Lo que sin duda también era razonable para la existencia del doctor Veil en una generación anterior —dijo el doctor Marsch—. Pero en lo que concierne a los exámenes de su identidad menor, igual de útil sería que él lo examinase a usted.

—Un momento —dije yo—. Usted no para de decir que somos idénticos. Es incorrecto. Yo veo que en ciertos aspectos somos similares, pero en realidad no soy como mi padre.

—No hay diferencias que no puedan explicarse por la edad. Tú, ¿cuántos años tienes? ¿Dieciocho? Y usted —miró a mi padre—, diría yo que casi cincuenta. En la diferenciación de los seres humanos sólo actúan dos fuerzas: la herencia y el medio, la naturaleza y la crianza. Y como en gran medida la personalidad se forma durante los tres primeros años de vida, lo decisivo es el medio que provee el hogar. Ahora bien, todo individuo nace en algún medio hogareño, aunque quizá tan duro que puede llegar a matarlo, y no hay nadie, salvo en la situación que llamamos relajación antropológica, que proporcione ese medio por sí mismo; siempre lo reciben de la generación precedente.

—Por el mero hecho de haber crecido los dos en esta casa no…

—Que usted construyó, amuebló y llenó de gente que fue eligiendo. Pero, espere un momento. Hablemos de un hombre que ninguno de los dos ha visto nunca, un hombre nacido en un lugar proporcionado por padres muy diferentes: hablo del primero…

Yo ya no escuchaba. Había ido a matar a mi padre, y era preciso que el doctor Marsch se fuera. Lo miraba echarse adelante en el sillón, sacudiendo las largas manos blancas, moviendo los labios crueles en un marco de pelo negro; yo lo miraba y no oía nada. Era como si me hubiera vuelto sordo, o como si él sólo pudiera comunicarse por pensamientos y yo, sabiendo que los pensamientos eran mentiras bobas, no los tuviera en cuenta.

—Usted es de Sainte Anne —le dije.

Me miró asombrado, deteniéndose en medio de una frase sin sentido.

—He estado allí, es cierto. Pasé varios años en Sainte Anne antes de venir aquí.

—Nació allí. Estudió allí antropología en libros escritos en Tierra, veinte años antes. Usted es un abo, o al menos un semiabo; en cambio nosotros somos hombres.

Marsch miró de reojo a mi padre, contestándome:

—Los abos han desaparecido. La opinión científica de Sainte Anne sostiene que se extinguieron hace casi un siglo.

—No pensaba eso cuando vino a ver a mi tía.

—Nunca he aceptado la hipótesis de Veil. He hablado aquí con todos los que han publicado algo en mi campo. Sinceramente, no tengo tiempo de escuchar esas cosas.

—Usted es un abo, y no es de Tierra.

Y en un momento, mi padre y yo estuvimos solos.

La mayor parte de mi sentencia la cumplí en un campo de trabajo de las Montañas de Andrajos. Era un campo pequeño, que por lo habitual sólo albergaba ciento cincuenta presos. A veces menos de ochenta, cuando el invierno dejaba muchas muertes. Cortábamos madera y quemábamos carbón, y cuando encontrábamos buen abedul hacíamos esquíes. Por encima de la línea del bosque recogíamos un musgo salino supuestamente medicinal, y urdíamos largos planes con aludes que aplastarían a las máquinas de rastrear que eran nuestros guardias, aunque por alguna razón el momento no llegaba nunca: las rocas nunca se desprendían. El trabajo era pesado, y los guardias administraban la exacta mezcla de severidad y benevolencia con que algún comité de la prisión había decidido programarlos, zanjando para siempre la cuestión de la brutalidad o el favoritismo de que se acusa a los mercenarios, de modo que ser crueles o bondadosos sólo cupiera a hombres elegantes que discutían en reuniones.

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