Gene Wolfe - La quinta cabeza de Cerbero

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La quinta cabeza de Cerbero: краткое содержание, описание и аннотация

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Muy lejos de su planeta madre, la Tierra, dos mundos gemelos, Sainte Anne y Sainte Croix, fueron colonizados en su tiempo por inmigrantes franceses, que aniquilaron a la población nativa del segundo de ellos. Muchos siglos después, tras una guerra que dispersó a los colonos originales y relegó a la leyenda el recuerdo del genocidio original, un etnólogo de la Tierra, John V. Marsch, dedica su vida a buscar las huellas de aquella cultura alienígena, los abos, el Pueblo Libre, los hijos de la Sombra, convertida hoy en una indefinida mitología aplastada bajo un subterráneo sentimiento de culpabilidad que niega incluso la realidad de su existencia…

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Esa noche, cuando mi padre me llamó a la biblioteca —como no había hecho por varias noches—, miré los reflejos de los dos en el espejo que escondía la entrada al laboratorio. El parecía más joven de lo que era; yo más viejo. Podríamos haber sido casi el mismo hombre, y en el momento en que se volvió a enfrentarme, y yo, mirando por encima del hombro de él, vi sólo sus brazos y los míos sin ninguna imagen de mi propio cuerpo, podríamos haber sido también el esclavo de pelea.

No sabría decir quién sugirió primero que lo matáramos. Sólo recuerdo que una noche, mientras me disponía a acostarme después de haber llevado a Marydol y Fedria a sus casas, comprendí que un rato antes, sentados los tres con Mister Million y mi tía en torno a la cama de David, habíamos estado hablando de eso.

No abiertamente, desde luego. Tal vez nosotros mismos no hubiéramos admitido en qué estábamos pensando. Mi tía había mencionado el dinero que supuestamente él tenía escondido, y Fedria, enseguida, de un yate lujoso como un palacio. David había hablado de las grandes cacerías, y del poder político que era posible comprar con dinero.

Yyo, sin decir nada, había pensado en las horas, las semanas y los meses que mi padre me había quitado: en la destrucción de mi identidad, que él había roído noche a noche. Pensé en que acaso esa misma noche entrara en la biblioteca para encontrarme, cuando volviera a despertar, hecho un viejo y tal vez un mendigo.

Entonces supe que inevitablemente debía matarlo, porque si le contaba estos pensamientos mientras yacía drogado sobre el raído cuero de la mesa, él no dudaría un momento y me mataría allí mismo.

Mientras esperaba al valet hice un plan. Tratándose de mi padre, no habría investigaciones ni certificado de defunción. Yo lo reemplazaría. Nuestros clientes tendrían la impresión de que nada había cambiado. A los amigos de Fedria se les diría que habíamos discutido y yo me había largado de casa. Por un tiempo no me dejaría ver y después, maquillado, en una habitación en penumbra, hablaría de vez en cuando con algún privilegiado visitante. Era un plan imposible, pero en ese momento yo lo creía posible y hasta fácil. Tenía el bisturí listo en el bolsillo. Podía destruir el cadáver en el mismo laboratorio.

Él me lo leyó en la cara. Me habló como siempre, pero creo que sabía. En la habitación había flores, algo que no había pasado nunca, y me pregunté si él no lo habría sabido antes aún y las habría encargado como para un evento especial. En vez de hacerme acostar en la mesa tapizada de cuero, me indicó una silla y se sentó tras el escritorio.

—Hoy tendremos compañía —dijo; lo miré—. Tú estás enfadado conmigo. Cada vez más, lo vengo viendo. ¿No sabes quién…?

Lo interrumpió un golpecito en la puerta, y cuando exclamó «Adelante», quien abrió fue Nerissa. Hizo entrar a una mundana y al doctor Marsch y me sorprendió verlo; y más me sorprendió ver a una de las muchachas en la biblioteca de mi padre. Ella se sentó junto a Marsch, como indicando que por esa noche era su protegida.

—Buenas noches, doctor —dijo mi padre—. ¿Lo está pasando bien?

Marsch sonrió, mostrando unos dientes grandes y cuadrados. Vestía ropa del corte más en boga, pero el contraste entre la barba y la incolora piel de las mejillas era tan notable como siempre.

—Sensual e intelectualmente —dijo—. He visto a una muchacha desnuda, una gigante dos veces más alta que un hombre, que atravesaba una pared caminando…

—Eso se hace con hologramas —dije.

Volvió a sonreír.

—Lo sé. Y también he visto muchísimas cosas más. Estaba a punto de recitarlas todas, pero quizá sólo consiga aburrir a mi público; me conformaré con decir que tiene usted un establecimiento notable. Pero… eso ya lo sabe.

—Siempre es halagador oírlo de nuevo —dijo mi padre.

—Y ahora, ¿tendremos la discusión de que hablamos antes?

Mi padre miró a la mundana; ella se levantó, besó al doctor Marsch y se fue. La maciza puerta de la biblioteca se cerró tras ella con un leve chasquido. Como un ruido de interruptor, o de viejo cristal quebrándose.

Desde entonces, he pensando muchas veces en esa muchacha como la vi cuando salía: los zapatos de plataforma con tacón alto y las piernas grotescamente largas, el vestido sin espalda abierto hasta un centímetro por debajo del coxis; el pelo amontonado, cardado e hilvanado de cintas y luces diminutas. Al cerrar la puerta estaba poniendo fin, aunque no habría podido saberlo, al mundo que ella y yo habíamos conocido.

—Cuando salga lo estará esperando —le dijo mi padre al doctor Marsch.

—Y si no está, seguro que usted puede proporcionar otras —los ojos verdes del antropólogo parecían fulgurar a la luz de la lámpara—. Pero bien, ¿en qué puedo ayudarlo?

—Usted estudia las razas. ¿Llamaría raza a un grupo de hombres similares, que tienen pensamientos similares?

—Y mujeres —dijo Marsch, sonriendo.

—Y aquí —continuó mi padre— aquí en Sainte Croix, ¿está reuniendo material para llevárselo de vuelta a Tierra?

—Estoy reuniendo material, sin duda. Si volveré o no al planeta madre, es un asunto problemático… —quizá lo miré con brusquedad; volvió hacia mí la sonrisa, que se hizo, si era posible, aún más condescendiente que antes—. ¿Te sorprende?

—Siempre consideré que Tierra era el centro del pensamiento científico —dije—. No me cuesta imaginar a un científico abandonándola para hacer trabajo de campo, pero…

—Pero ¿es inconcebible que quiera quedarse en el campo? Piensa en mi posición. Felizmente para mí, no eres el único que respeta las canas y la sabiduría del mundo madre. Como hombre formado en Tierra, vuestra universidad me ha ofrecido un departamento, prácticamente con el sueldo que se me ocurra pedir y un año sabático cada dos. Y el viaje de aquí a Tierra insume veinte años de tiempo newtoniano… Subjetivamente, para mí sólo son seis meses, claro; pero cuando vuelva, si vuelvo, mi educación tendrá cuarenta años de retraso. No, me temo que vuestro planeta ha llegado a convertirse en una luminaria intelectual.

—Creo que nos estamos desviando del tema —dijo mi padre.

Asintiendo, Marsch añadió:

—Pero yo iba a decir que los antropólogos están especialmente equipados para sentirse como en casa en cualquier cultura, hasta en una cultura tan extraña como la que esta familia ha construido a su alrededor. Pienso que puedo hablar de familias, ya que hay otros dos miembros residentes. ¿No te opones a que hable de los dos en singular?

Me miró como esperando una protesta; y como yo no decía nada, continuó:

—Me refiero a tu hijo David. Éste, y no el de hermano, es el parentesco real del muchacho con tu personalidad continua. Lo mismo digo de la mujer que llamas tía. En realidad, ella es hija de una… ¿diré «versión»?… anterior de ti mismo.

—Está intentando decirme que soy un duplicado clónico de mi padre, y veo que los dos esperan que me horrorice. No es así. Hace algún tiempo que lo sospechaba.

—Me alegro de oírlo —dijo mi padre—. Francamente, cuando tenía tu edad el descubrimiento me perturbó mucho. Fui a la biblioteca de mi padre… esta habitación, a hacerle frente, y pensaba matarlo.

—¿Y lo hizo? —preguntó el doctor Marsch.

—No creo que importe… lo importante es que ésa era mi intención. Espero que su presencia aquí le haga a Número Cinco las cosas más fáciles.

—¿Así lo llama?

—Es más práctico, porque tiene el mismo nombre que yo.

—¿Es el quinto hijo que produce por clonación?

—¿Mi quinto experimento? No…

Los encorvados, altos hombros de mi padre, envueltos en el escarlata lúgubre de la vieja bata, le daban un aspecto de pájaro salvaje; en un libro de historia natural recuerdo haber leído sobre uno llamado halcón de hombros rojos. El monito, gris ya por los años, se había subido a la mesa.

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