Gene Wolfe - La quinta cabeza de Cerbero

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La quinta cabeza de Cerbero: краткое содержание, описание и аннотация

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Muy lejos de su planeta madre, la Tierra, dos mundos gemelos, Sainte Anne y Sainte Croix, fueron colonizados en su tiempo por inmigrantes franceses, que aniquilaron a la población nativa del segundo de ellos. Muchos siglos después, tras una guerra que dispersó a los colonos originales y relegó a la leyenda el recuerdo del genocidio original, un etnólogo de la Tierra, John V. Marsch, dedica su vida a buscar las huellas de aquella cultura alienígena, los abos, el Pueblo Libre, los hijos de la Sombra, convertida hoy en una indefinida mitología aplastada bajo un subterráneo sentimiento de culpabilidad que niega incluso la realidad de su existencia…

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—¿Dónde crees que han puesto el dinero? —llevaba un maletín de herramientas.

Y Fedria, como si hubiese esperado que él añadiera algo más, o respondiendo a sus propios pensamientos, dijo:

—Tendremos un montón de tiempo; Marydol está vigilando —era una de las chicas que aparecía en nuestras obras.

—Si es que no se escapa. ¿Dónde crees que está el dinero?

—Aquí arriba no. Abajo, tras del despacho.

Ella había estado en cuclillas, pero se incorporó y empezó a gatear hacia adelante. Estaba vestida toda de negro, desde las zapatillas de ballet hasta la cinta negra que le sujetaba el pelo negro, con la cara y los brazos blancos en asombroso contraste y los labios de carmín como un error involuntario, una pizca de color dejada allí por equivocación. David y yo la seguimos.

Dispersas en el suelo, ampliamente separadas, había cajas de embalaje; y al pasar vi que dentro había aves de corral, una sola en cada una. Cuando estuvimos casi en la escalera que se sumergía por una escotilla en el suelo, al otro lado del lugar, me di cuenta al fin de que esas aves eran gallos de riña. Entonces en una caja dio un haz de sol de una claraboya y el gallo se alzó a estirarse, mostrando unos feroces ojos rojos y un plumaje chillón como de guacamayo.

—Vamos —dijo Fedria—. Ahora vienen los perros.

Y la seguimos por la escalera. En el piso de abajo estalló el pandemonio.

Los perros estaban encadenados en compartimientos, con tabiques demasiado altos para que cada uno viera a los que tenía a los lados y amplios pasillos entre las hileras. Eran todos perros de riña pero de los tamaños más diversos, desde terriers de cuatro kilos hasta mastines más grandes que poneys , brutos de cabeza más deforme que los tumores de los árboles viejos, y mandíbulas que de un solo mordisco podían cercenarle la pierna a un hombre. El estruendo de los ladridos era increíble, una sustancia sólida que al bajar por la escalera nos sacudía; y ya al pie yo tomé a Fedria del brazo y por signos traté de indicarle —pues me parecía que estábamos allí sin permiso, donde quiera que estuviésemos— que debíamos irnos en seguida. Ella negó con la cabeza, y como yo era incapaz de entenderla aunque exagerara los movimientos de los labios, con un dedo mojado escribió en una pared polvorienta: «Lo hacen todo el tiempo… por un ruido de la calle… por cualquier cosa».

Se accedía al piso de abajo por medio de una escalera, a la que se llegaba atravesando una puerta pesada, pero sin cerrojo; creo que había sido instalada en gran medida para anular el estrépito. Cuando la cerramos me sentí mejor, aunque el ruido todavía era muy fuerte. A esas altura yo ya había vuelto en mí del todo, y habría debido explicarles a David y Fedria que no sabía dónde estaba ni qué hacía allí, pero me lo impidió la vergüenza. Y en cualquier caso me era fácil imaginar nuestro propósito. David había preguntado por la localización del dinero, y a menudo habíamos hablado —palabras que en su momento yo había considerado no más que un hueco alarde— de un solo robo que nos librara de la necesidad de otros delitos menores.

Dónde estábamos lo descubrí más tarde, cuando salimos; y supe cómo habíamos llegado a través de conversaciones sin importancia. Originalmente el edificio había sido diseñado como depósito y estaba en la Rue des Egouts cerca de la bahía. El dueño proveía a los entusiastas que montaban combates deportivos de cualquier tipo, y se le atribuía la colección más grande de esas criaturas en todo el Departamento. Por casualidad el padre de Fedria había oído que hacía poco ese hombre había embarcado parte de sus existencias más valiosas; al ir a verlo había llevado a Fedria, y como se sabía que el local no abría sus puertas hasta después del último ángelus, al día siguiente habíamos ido poco después del segundo y habíamos entrado por una claraboya.

Me resulta difícil describir lo que vimos al bajar del piso de los perros al siguiente, en la segunda planta del edificio. Yo ya había visto esclavos de pelea muchas veces cuando con Mister Million y David cruzaba el mercado de esclavos para ir a la biblioteca; pero nunca más de uno o dos, fuertemente esposados. Aquí estaban sentados, tendidos u holgazaneando por doquier, y durante un momento me pregunté por qué no se hacían trizas unos a otros, y también a nosotros tres. Entonces vi que a cada uno lo retenía una corta cadena sujeta al suelo, y por los círculos de rasguños y astillas en los tablones no era difícil decir hasta dónde podía llegar el esclavo que ocupaba el centro del recinto. Los muebles que tenían, camastros de paja y unas pocas sillas y bancos eran o bien demasiado ligeros para hacer daño si se los arrojaba, o demasiado macizos para alzarlos, aparte de estar clavados. Yo había esperado que gritaran y nos amenazasen como los había oído amenazarse entre sí en los fosos antes del cierre, pero al parecer comprendían que atados como estaban no podían hacer nada. A medida que bajábamos los escalones todas las cabezas se iban volviendo hacia nosotros, pero no teníamos comida y tras el primer examen se interesaron por nosotros mucho menos que los perros.

—No son personas, ¿no? —dijo Fedria.

Ahora andaba erguida como un soldado en un desfile y miraba los esclavos con interés; estudiándola, se me ocurrió que era bastante más alta y menos gruesa que las «Fedria» que yo me componía cuando pensaba en ella. No sólo era bonita; era hermosa.

—En realidad son una especie de animales —dijo.

A mí los estudios me habían informado mejor, y le expliqué que de bebés habían sido humanos —incluso de niños, y en ciertos casos más tiempo—, y que sólo diferían de la gente normal debido a la cirugía (en parte cerebral) y a alteraciones químicamente inducidas en el sistema endocrino. Y en el aspecto, claro, a causa de las heridas.

—Vuestro padre hace cosas así con niñas, ¿no? Para vuestra casa.

—Sólo de vez en cuando —dijo David—. Lleva mucho tiempo, y la mayoría prefiere a las normales, aunque es cierto que a normales bastante raras.

—Me gustaría ver algunas. De ésas en las que ha trabajado, digo.

Yo seguía pensando en los esclavos de pelea de alrededor:

—¿No sabías nada de estos esclavos? Creí que ya habías estado aquí. De los perros sabías.

—Sí, claro, los había visto, y el hombre me contó. Supongo que estaba pensando en voz alta. Sería horrible que todavía fueran gente.

Los ojos nos seguían; me pregunté si la habían entendido.

La planta baja era muy distinta de las de arriba: paredes revestidas en madera, enmarcados retratos de perros, gallos, esclavos y animales curiosos. Las ventanas, que se abrían a la Rue des Egouts y la bahía, eran altas y angostas, y sólo dejaban pasar unos delgados rayos de sol brillante que rescataban de la penumbra el mero brazo de un pesado sillón de cuero rojo, un cuadrado de alfombra castaña no mayor que un libro, una jarra medio llena. Me adentré tres pasos y supe que nos habían descubierto. A zancadas se nos acercaba un joven alto y de fornidos hombros, que con mirada atónita se detuvo justo cuando lo hice yo. Era mi reflejo en un espejo de entrepaño de marco dorado, y yo sentí la dislocación momentánea que nos asalta cuando un desconocido, una forma extraña, se vuelve o mueve la cabeza y resulta ser un amigo que acaso por primera vez vemos desde fuera. El muchacho de aspecto lúgubre y mentón agudo que había visto cuando aún no sabía que era yo mismo, había sido yo tal como me veían Fedria, David y Mister Million.

—Aquí habla con los clientes —dijo Fedria—. Cuando intenta vender algo, los traen de a uno para que cada cual no vea a los demás; pero hasta desde aquí abajo se oye ladrar a los perros, y a papá y a mí nos llevó arriba y nos mostró todo.

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