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Gene Wolfe: La quinta cabeza de Cerbero

Здесь есть возможность читать онлайн «Gene Wolfe: La quinta cabeza de Cerbero» весь текст электронной книги совершенно бесплатно (целиком полную версию). В некоторых случаях присутствует краткое содержание. Город: Barcelona, год выпуска: 1978, ISBN: 84-7002-240-7, издательство: Acervo, категория: Фантастика и фэнтези / на испанском языке. Описание произведения, (предисловие) а так же отзывы посетителей доступны на портале. Библиотека «Либ Кат» — LibCat.ru создана для любителей полистать хорошую книжку и предлагает широкий выбор жанров:

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Gene Wolfe La quinta cabeza de Cerbero

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Muy lejos de su planeta madre, la Tierra, dos mundos gemelos, Sainte Anne y Sainte Croix, fueron colonizados en su tiempo por inmigrantes franceses, que aniquilaron a la población nativa del segundo de ellos. Muchos siglos después, tras una guerra que dispersó a los colonos originales y relegó a la leyenda el recuerdo del genocidio original, un etnólogo de la Tierra, John V. Marsch, dedica su vida a buscar las huellas de aquella cultura alienígena, los abos, el Pueblo Libre, los hijos de la Sombra, convertida hoy en una indefinida mitología aplastada bajo un subterráneo sentimiento de culpabilidad que niega incluso la realidad de su existencia…

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Este sueño me estuvo acosando incluso en los momentos en que intentaba pensar en Fedria, y cuando una criada me trajo agua caliente —pues entonces me afeitaba dos veces a la semana— descubrí que ya tenía la navaja en la mano, y que de hecho me había cortado y que la ropa de dormir y las sábanas estaban veteadas de sangre.

Cuando volví a ver a Fedria, cuatro o cinco días después, estaba enfrascada en un nuevo proyecto y nos reclutó a David y a mí. Era nada menos que una compañía teatral, compuesta sobre todo de chicas de nuestra edad, que en el verano presentaría obras en un anfiteatro natural del parque. Puesto que la compañía, como he dicho, constaba principalmente de chicas, había gran urgencia de varones, y David y yo pronto nos encontramos metidos hasta el cuello. La obra había sido escrita por una comisión del elenco, e inevitablemente giraba en torno a la pérdida de poder político por parte de los primitivos colonos francófonos. Fedria, que no tendría el tobillo curado a tiempo para la función, interpretaría a la hija lisiada del gobernador francés; David al amante, un gallardo capitán de cazadores, y yo al propio gobernador, papel que acepté de buen grado porque era mucho mejor que el de David y daba cabida a una gran cantidad de afecto paternal hacia Fedria.

La noche de la función, que fue a comienzos de junio, la recuerdo vívidamente por dos razones. A último momento mi tía, a quien no había visto desde que cerrara la puerta detrás del doctor Marsch, me notificó que deseaba asistir y yo debía escoltarla. Y los actores teníamos tal miedo de que la sala estuviera vacía que yo le había pedido a mi padre si le era posible enviar a algunas muchachas, que así perderían sólo la primera parte de la noche, cuando de todos modos nunca había mucho trabajo. Para gran sorpresa mía consintió —porque pensó, supongo, que sería una buena publicidad—, estipulando únicamente que si él mandaba un mensajero diciendo que las necesitaba, las muchachas volverían al final del tercer acto.

Como yo debía llegar al menos una hora antes para maquillarme, llamé a mi tía cuando aún no había anochecido. Me hizo pasar ella misma, y en seguida me pidió que ayudase a su criada, que estaba tratando de bajar un objeto pesado del estante superior de un armario. Resultó ser una silla rodante plegable, y mi tía nos explicó cómo prepararla. Una vez que terminamos, ella dijo abruptamente:

—Echadme los dos una mano.

Y alzando los brazos la bajamos a la silla. La falda negra, que como una tienda colapsada caía lacia en el apoyapiés, revelaba unas piernas no más gruesas que mis muñecas; pero también un extraño bulto bajo las caderas, casi como de silla de montar. Advirtiendo que yo la miraba, me espetó:

—Eso no me hará falta hasta que vuelva, calculo. Levántame un poco. Ponte detrás y sujétame por debajo de los brazos.

Lo hice, y la criada, hurgando sin ceremonia bajo la falda de mi tía, sacó un adminículo de cuero acolchado sobre el que había estado sentada.

—Vamos —bufó mi tía—. Llegarás tarde.

La empujé hasta el pasillo; la criada nos abrió la puerta. En cierto modo, saber que la capacidad de mi tía para flotar en el aire como un humo era de origen físico, de hecho mecánico, la hacía más perturbadora que nunca. Cuando me preguntó por qué estaba tan callado, se lo dije y añadí que yo había tenido la impresión de que nadie había conseguido producir aún una antigravedad que funcionara.

—¿Y crees que yo sí? Entonces ¿por qué no iba a aprovecharla para ir a tu obra?

—Porque no quiere que la vean, me figuro.

—Disparates. Es un dispositivo protésico común. Se compra en las tiendas de cirugía.

Se torció en el asiento y me miró, la cara parecidísima a la de mi padre, las inertes piernas como las varillas que David y yo usábamos de pequeños haciendo magia de salón, para convencer a Mister Million de que yacíamos boca abajo cuando en realidad estábamos acuclillados bajo nuestras propias supuestas figuras.

—Crea un campo de superconducción, y luego induce corrientes turbulentas en las varas de refuerzo del suelo. El flujo de las corrientes inducidas se opone al de la máquina y yo floto, hasta cierto punto. Para avanzar me inclino hacia delante, para detenerme me enderezo. Pareces aliviado.

—Lo estoy de veras. Supongo que la antigravedad me asusta.

—Una vez que bajé la escalera contigo usé la barandilla de hierro; tiene una forma de espiral muy práctica.

La obra transcurrió sin problemas, con previsibles ovaciones del público que descendía —o al menos, deseaba ser tomado por descendiente— de la vieja aristocracia francesa. De hecho, la asistencia fue mejor de lo que nos atrevíamos a esperar: quinientas personas o más, aparte del inevitable rocío de carteristas, policías y paseantes. El incidente que recuerdo con más nitidez ocurrió hacia la segunda mitad del primer acto, mientras yo permanecía unos diez minutos sentado a un escritorio, con unas pocas líneas que decir, escuchando a mis colegas. El escenario daba al oeste, y el ocaso había dejado en él un fárrago de colores escabrosos: rojos púrpura veteados de oro, llamas y negro. Contra ese fondo violento, que habría podido ser una masa de estandartes del infierno, empezaron a aparecer, de a una o de a dos, algo como alargadas sombras de granaderos fantásticos con almenas y plumas: las cabezas, los delgados cuellos, los hombros angostos de un pelotón de las mundanas de mi padre. Habiendo llegado tarde, iban ocupando los últimos asientos del patio superior del teatro, rodeándolo como la soldadesca de un insólito gobierno antiguo habría rodeado a una turba traicionera.

Se sentaron al fin, llegó mi parlamento y las olvidé; y esto es todo lo que recuerdo hoy de nuestra primera representación, salvo que en un momento algún ademán mío le sugirió al público un manierismo de mi padre y hubo un estallido de risa descolocada; y que en el comienzo del segundo acto, claramente visible, con sus mansos ríos y grandes prados de hierba, surgió Sainte Anne bañando al público en luz verde; y que al cierre del tercero vi al pequeño y encorvado valet de mi padre recorriendo las filas de arriba y a las chicas marchándose, negras sombras de ribete verde.

Aquel verano produjimos tres obras más, todas con éxito, y David, Fedria y yo concertamos en transformarnos en una sociedad. Fedria se repartía más o menos equitativamente entre los dos; si era por inclinación propia, o mandato de sus padres, nunca lo supe. Con el tobillo ya soldado era para David una apta compañera de deportes, la mejor de todas las niñas del parque en los juegos de raqueta o pelota; pero no menos rápidamente dejaba todo para sentarse conmigo, donde se identificaba —aunque en realidad no lo compartiera— con mi interés por la botánica y la biología, y contaba chismes, y se complacía en exhibirme antes sus amigos, pues la lectura me había dado una suerte de talento para el juego de palabras y la réplica.

Fue Fedria quien sugirió, cuando se hizo evidente que la taquilla de la primera obra no alcanzaría para los trajes y la escenografía que codiciábamos para la segunda, que al cierre de futuras funciones el elenco circulara entre el público recolectando dinero, y esto, claro, entre las apreturas y el bullicio, se prestó fácilmente a consumar pequeños robos para nuestra causa. La mayoría de la gente, sin embargo, era demasiado sensata como para llevar al teatro —de noche, en el parque en tinieblas— más dinero del requerido para comprar billetes y a lo sumo un helado o una copa de vino durante el intervalo; de modo que por deshonestos que fuéramos, los beneficios siguieron siendo exiguos y pronto empezamos a hablar, sobre todo Fedria y David, de adentrarnos en aventuras más peligrosas y lucrativas.

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