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Gene Wolfe: La quinta cabeza de Cerbero

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Gene Wolfe La quinta cabeza de Cerbero

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Muy lejos de su planeta madre, la Tierra, dos mundos gemelos, Sainte Anne y Sainte Croix, fueron colonizados en su tiempo por inmigrantes franceses, que aniquilaron a la población nativa del segundo de ellos. Muchos siglos después, tras una guerra que dispersó a los colonos originales y relegó a la leyenda el recuerdo del genocidio original, un etnólogo de la Tierra, John V. Marsch, dedica su vida a buscar las huellas de aquella cultura alienígena, los abos, el Pueblo Libre, los hijos de la Sombra, convertida hoy en una indefinida mitología aplastada bajo un subterráneo sentimiento de culpabilidad que niega incluso la realidad de su existencia…

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—Veo que es usted listo. Y viviendo con el doctor Veil, ha de estar familiarizado con su teoría. No, vengo de Tierra. Me llamo Marsch.

Me dio una tarjeta, y la leí dos veces antes de que mi mente registrara el significado de las abreviaturas en delicado relieve. El visitante era un científico: doctor en filosofía antropológica, de Tierra.

—No pretendía hacerme el listo —dije—. Realmente creí que podía ser de Sainte Anne. Aquí la mayoría tenemos una cara un poco planetaria, excepto los gitanos y los delincuentes; y no se ve que usted responda a la pauta.

—Ya lo había advertido —me dijo él—. En cambio, usted sí.

—Se supone que me parezco mucho a mi padre.

—Ah —dijo él, y me miró—. ¿Lo han clonado?

—¿Clonado?

Yo había leído el término, pero sólo en relación con asuntos de botánica; y como me pasaba a menudo cuando intentaba impresionar a alguien de una inteligencia similar a la mía, no se me ocurrió nada. Me sentí como un niño estúpido.

—Reproducción partenogenética, de modo que el nuevo individuo, o individuos, pues si uno quiere puede obtener miles, tendrá una estructura genética idéntica a la del padre. En Tierra no está permitido pues obstaculiza la evolución natural, pero supongo que aquí no hay tanta vigilancia.

—¿Me está hablando de seres humanos? —él asintió—. No lo había oído nunca. La verdad, dudo que aquí encontrara la tecnología necesaria. Comparados con Tierra, estamos muy atrasados. Claro que quizá mi padre pueda arreglar algo para usted…

—No es eso lo que quiero.

Entonces Nerissa entró con el café, interrumpiendo efectivamente cualquier cosa que el doctor Marsch hubiera podido agregar. En realidad, la sugerencia sobre mi padre yo la había introducido más que nada por costumbre, y me parecía muy improbable que él pudiera llevar a cabo un tour de force semejante; pero siempre estaba la posibilidad, en especial si se ofrecía una suma alta. El caso es que callamos mientras Nerissa disponía las tazas y servía, y cuando se fue, Marsch dijo con admiración:

—Una chica de lo más inusual.

Noté que tenía los ojos de un verde brillante, sin los tonos marrones que hay en la mayoría de los ojos verdes. Yo me moría por preguntarle sobre Tierra y los nuevos avances, y ya se me había ocurrido que quizá las muchachas fueran un medio eficaz de retenerlo, o al menos de que volviera.

—Debería ver algunas —le dije—. Mi padre tiene un gusto fabuloso.

—Prefiero ver al doctor Veil. ¿O el doctor es su padre?

—Oh, no.

—Ésta es su dirección, o al menos la dirección que me han dado. Calle Saltimbanque 666, Port-Mimizon, Departamento de la Main, Sainte Croix.

Daba una impresión de seriedad total, y si yo le decía tajantemente que se había equivocado era posible que se fuera.

—Supe de la hipótesis del doctor Veil por mi tía; me pareció muy versada en la cuestión. Quizá más entrada la noche quiera usted conversar con ella.

—¿No podría verla ahora?

—Mi tía ve a muy pocos visitantes. Para serle franco, me dicen que se peleó con mi padre antes de que yo naciera, y rara vez sale de sus habitaciones. Las encargadas le informan allí y ella administra lo que podríamos llamar la economía doméstica; pero es tan raro ver a Madame fuera de sus dependencias como que se deje entrar allí a extraños.

—¿Y esto por qué me lo dice?

—Para que entienda que tal vez ni con la mejor voluntad del mundo me sea posible arreglarle una entrevista.

—Podría preguntarle simplemente si conoce la dirección actual del doctor Veil, y en caso de que la conozca cuál es.

—Intento ayudarlo, doctor Marsch. De veras.

—Pero no cree que ésta sea la mejor vía.

—Exacto.

—En otras palabras, si a su tía simplemente se le preguntara, sin darle oportunidad de que se formara un juicio de mí, ¿no me daría la información aunque la tuviese?

—Ayudaría que antes habláramos un poco. Hay muchísimas cosas que quiero saber de Tierra.

Por un instante creí ver una amarga sonrisa bajo la barba negra.

—Supongamos que primero le pido a usted…

Nerissa interrumpió de nuevo, imagino que para ver si necesitábamos algo más de la cocina. La habría estrangulado: el doctor Marsch se paró en medio de la frase y en cambio dijo:

—¿Esta muchacha no podría preguntarle a su tía si me quiere recibir?

Tuve que pensar deprisa. Había planeado ir yo mismo, y después de una conveniente espera, volver a decirle al doctor Marsch que mi tía lo recibiría más tarde, lo que entre tanto me daría la ocasión adicional de interrogarlo. Pero había por lo menos una posibilidad —magnificada sin duda a mis ojos por la ansiedad de enterarme de los nuevos descubrimientos llevados a cabo en Tierra— de que él no esperase; o de que, cuando al fin viera a mi tía, si la veía, mencionara el incidente. Si mandaba a Nerissa, al menos lo tendría un rato para mí mientras se cumplía el recado; y yo contaba con una excelente eventualidad, o eso imaginaba yo: que mi tía quisiera terminar algún asunto que tuviera entre manos antes de recibir a un extraño. Le hablé a Nerissa, y después de escribir unas palabras al dorso, el doctor Marsch le dio una tarjeta.

—Pues bien —dije yo—, ¿qué es lo que iba a preguntarme?

—El porqué de que en un planeta habitado desde hace menos de doscientos años, esta casa parezca tan absurdamente vieja.

—La construyeron hace más de ciento cuarenta años; pero en Tierra han de tener otras, mucho más antiguas.

—Supongo. Cientos. Pero por cada casa antigua, hay diez mil levantadas hace menos de un año. Aquí casi todos los edificios que veo parecen tan viejos como éste.

—Nunca hemos estado muy apretados, y no hemos tenido que derribar; eso dice Mister Million. Y hay menos gente que hace cincuenta años.

—¿Mister Million?

Le hablé un rato de Mister Million, y al final él me dijo:

—Suena como si tuvieran aquí un simulador autónomo diez nueve, lo que sería interesante. Nunca se han hecho más que unos pocos.

—¿Un simulador diez nueve?

—Mil millones. Diez a la novena potencia. El cerebro humano tiene varios millones de sinapsis, claro; pero se ha descubierto que pueden imitarse bastante bien…

Me pareció que no había pasado nada de tiempo desde que Nerissa nos dejara solos, pero ya estaba de vuelta. Le hizo al doctor Marsch una reverencia y dijo:

—Madame lo verá.

—¿Ahora? —solté yo.

—Sí —dijo Nerissa, con aire de ingenua—. Ha dicho Madame que ahora mismo.

—Entonces lo llevaré. Tú ocúpate de la puerta.

Escolté al doctor Marsch por los oscuros pasillos, tomando una ruta larga para tener más tiempo; pero, a medida que pasábamos frente a manchados espejos y combadas mesitas de nogal, él parecía estar ordenando mentalmente las preguntas que deseaba hacerle a mi tía, y a mis intentos de preguntarle por Tierra contestaba con monosílabos.

Llegados a la puerta de mi tía llamé. Abrió ella misma, el ruedo del vestido colgando exhausto sobre la alfombra inmaculada, pero no me pareció que él lo notase.

—Siento mucho molestarla, Madame —dijo—, y si lo hago es sólo porque su sobrino pensó que tal vez pueda ayudarme a localizar al autor de la hipótesis deVeil.

Mi tía dijo:

—El doctor Veil soy yo. Pase, por favor.

Y cerró la puerta tras el visitante, dejándome boquiabierto en el corredor.

Cuando volví a ver a Fedria le conté el incidente, pero a ella le interesaba más saber cosas sobre la casa de mi padre. Fedria, si no la he mencionado antes, era la chica que se había sentado cerca de mí mientras miraba a David jugar al squash . En mi siguiente visita al parque me la había presentado nada menos que el monstruo, que la había acomodado en un asiento junto al mío y —milagro de milagros— prestamente se había retirado a un punto desde el cual, aunque no dejara de vernos, no podía oírnos. Fedria había estirado el tobillo roto hasta el sendero de grava, y me miraba con una radiante y seductora sonrisa.

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