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Gene Wolfe: La quinta cabeza de Cerbero

Здесь есть возможность читать онлайн «Gene Wolfe: La quinta cabeza de Cerbero» весь текст электронной книги совершенно бесплатно (целиком полную версию). В некоторых случаях присутствует краткое содержание. Город: Barcelona, год выпуска: 1978, ISBN: 84-7002-240-7, издательство: Acervo, категория: Фантастика и фэнтези / на испанском языке. Описание произведения, (предисловие) а так же отзывы посетителей доступны на портале. Библиотека «Либ Кат» — LibCat.ru создана для любителей полистать хорошую книжку и предлагает широкий выбор жанров:

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Gene Wolfe La quinta cabeza de Cerbero

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Muy lejos de su planeta madre, la Tierra, dos mundos gemelos, Sainte Anne y Sainte Croix, fueron colonizados en su tiempo por inmigrantes franceses, que aniquilaron a la población nativa del segundo de ellos. Muchos siglos después, tras una guerra que dispersó a los colonos originales y relegó a la leyenda el recuerdo del genocidio original, un etnólogo de la Tierra, John V. Marsch, dedica su vida a buscar las huellas de aquella cultura alienígena, los abos, el Pueblo Libre, los hijos de la Sombra, convertida hoy en una indefinida mitología aplastada bajo un subterráneo sentimiento de culpabilidad que niega incluso la realidad de su existencia…

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—¿No te opones a que me siente aquí? —sus dientes eran perfectos.

—Me encanta.

—Tú también estás sorprendido. Cuando te sorprendes se te agrandan los ojos, ¿sabías?

—Estoy sorprendido. He venido varias veces a buscarte pero no estabas.

—Nosotras hemos venido a buscarte a ti y tampoco estabas, pero supongo que en realidad nadie puede pasarse mucho tiempo en un parque.

—Si hubiera sabido que me buscabas, yo habría venido —le dije—. De todos modos vine lo más pronto posible. Temía que ella… —con un cabezazo señalé al monstruo— no te dejara volver. ¿Cómo la convenciste?

—No fui yo —dijo Fedria—. ¿No te imaginas? ¿No sabes nada?

Le confesé que no. Me sentía estúpido, y era estúpido —al menos en lo que decía—, porque tenía una gran parte de la mente ocupada no en formular respuestas a sus observaciones, sino en encomendar a la memoria el tañido de esa voz, el púrpura de sus ojos, hasta el tenue perfume de su piel y el suave y cálido toque de ese aliento en mi mejilla fría.

—Ya ves entonces —decía Fedria— cómo son mis cosas. Cuando tía Urania llegó a casa… en realidad, es sólo una prima pobre de mamá… y le contó a mi padre de ti, él averiguó quién eras y aquí me tienes.

—Sí —dije, y ella se rió.

Fedria era una de esas chicas criadas entre la esperanza del matrimonio y la idea de la venta. Como ella misma decía, los negocios de su padre eran «inestables». Especulaba con cargamentos, sobre todo de barcos que venían del sur: telas y drogas. La mayor parte del tiempo debía largas sumas, que los prestamistas no podían tener la esperanza de cosechar si no se avenían a darle tiempo y permitir que se resarciera. Tal vez fuera a morir pobre, pero entretanto había criado a su hija sin descuidar ningún detalle de educación ni de cirugía plástica. Si para cuando ella alcanzase la condición de casadera podía costearle una buena dote, la uniría con alguna familia rica. Si en cambio estaba en aprietos, una niña criada así tendría cincuenta veces el valor de un chico común de la calle. Por supuesto, nuestra familia sería ideal para cualquiera de los dos propósitos.

—Cuéntame de tu casa —dijo ella—. ¿Sabes cómo la llamamos los chicos? «La Cave Canem », y a veces sólo «La Cave». Los varones piensan que haber estado ahí es una gran cosa… y dicen mentiras. La mayoría no ha ido.

Pero yo quería hablar del doctor Marsch y las ciencias de Tierra, y casi tan ansioso estaba por averiguar sobre el mundo de ella— «los chicos» que había mencionado muy de paso, el colegio y la familia—, como estaba ella por saber de nosotros. Además, aunque tenía ganas de detallar los servicios que las chicas de mi padre prestaban a sus benefactores, había ciertas cosas —como que mi tía bajara la escalera flotando— que me resistía a discutir. Pero le compramos croquetas de huevo a la misma vieja para comerlos a la fría luz del sol y cambiamos confidencias, y en cierto modo nos despedimos no sólo amantes sino también amigos, con la promesa de encontrarnos de nuevo al día siguiente.

A cierta altura de la noche, creo que casi exactamente cuando yo volvía a mi cama —o más precisamente era devuelto, pues apenas podía hablar— tras largas horas de sesión con mi padre, el tiempo cambió de pronto. A través de las celosías se deslizó el hálito almizclado de la primavera tardía o el verano incipiente, y casi al instante el fuego de nuestro pequeño hogar pareció extinguirse de vergüenza. El valet de mi padre abrió la ventana y en la habitación se vertió esa fragancia, y me habló de las últimas nieves que se fundían bajo los abetos más profundos y oscuros de la ladera norte de la montaña. Yo me había citado con Fedria a las diez, y antes de ir a la biblioteca de mi padre había pegado una nota en el escritorio que tenía junto a la cama, pidiendo que me despertaran una hora antes; y esa noche dormí con la fragancia en la nariz y en la mente la idea —a medias plan, a medias sueño— de que de algún modo podríamos eludir completamente a la tía, y encontrar un prado desierto con la hierba moteada de flores amarillas y azules.

Me desperté una hora después del mediodía; cortinas de lluvia barrían la ventana. Mister Million, que leía un libro en el otro extremo de la habitación, me dijo que estaba lloviendo desde las seis y que por eso no se había molestado en despertarme. A mí se me partía la cabeza, como a menudo después de una larga sesión con mi padre, y tomé uno de los polvos que él me había prescrito para aliviar la jaqueca. Era grisáceo y olía a anís.

—No se te ve bien —dijo Mister Million.

—Tenía la esperanza de ir al parque…

—Lo sé.

Se deslizó por la habitación hacia mí, y recordé que el doctor Marsch lo había llamado simulador autónomo. Por primera vez desde muy pequeño me incliné —con cierto costo para la cabeza— a leer los sellos casi obliterados de su gabinete central. No había más que el nombre de una empresa cibernética de Tierra, y en francés —como siempre había supuesto yo— el nombre: M. Million: «Monsieur» o «Mister» Million. Luego, pasmoso como un golpe por detrás para quien se está hamacando cómodamente, recordé que en ciertas álgebras la multiplicación se indica con un punto. Mister Million notó enseguida mi cambio de expresión.

—Capacidad central de mil millones de palabras —dijo—. Un billion inglés o un milliard francés, siendo M, claro, el símbolo romano para el número mil. Pensé que lo habías entendido hace ya tiempo.

—No.

El rostro de la pantalla, el rostro que siempre había sido para mí el de Mister Million, meneó la cabeza.

—Llámame bisabuelo; al menos llama así a la persona simulada. Está… estoy muerto. Para lograr la simulación es preciso examinar las células del cerebro, capa por capa, con un haz de partículas aceleradas, y así poder reproducir… nosotros decimos «centroproyectar»… las tramas neurales. El proceso es fatal.

Al cabo de un momento pregunté:

—¿Y los simuladores dependientes?

—Si la simulación ha de tener un cuerpo de aspecto humano hay que conectar, «ligar» el cuerpo mecánico a un centro remoto, ya que ningún centro verbal de un billón de palabras sería tan pequeño como un cerebro humano —hizo otra pausa, y por un instante la cara se le disolvió en una miríada de puntitos chispeantes, arremolinados como motas de polvo en un rayo de sol—. Lo siento. Por una vez tú deseas escuchar, pero yo no quiero dar lecciones. Hace mucho tiempo, justo después de la operación, me dijeron que en ciertas circunstancias mi simulación, ésta, sería capaz de emocionarse. Hasta hoy siempre pensé que era mentira.

De haber podido lo habría parado, pero antes de que yo lograra asimilar mi sorpresa, Mister Million salió flotando de la habitación.

Estuve mucho tiempo sentado, supongo que más de una hora, escuchando el tamborileo de la lluvia y pensando en Fedria y en lo que había dicho Mister Million, todo confundido con las preguntas que mi padre me había hecho la noche anterior —preguntas que habían parecido robarme las respuestas hasta dejarme vacío—, y con los sueños que habían ido a parpadear en la oquedad, sueños de cercos y muros y zanjas ocultas de esas que se llaman jajás, barreras que uno no ve hasta que ha tropezado. Una vez, en sueños, me había visto en un patio de pavimento cercado de columnas corintias tan apretadas, que aunque en el sueño apenas tenía tres o cuatro años, yo no podía meter el cuerpo entre ellas. Después de probar largo rato en distintos lugares, había notado que en cada columna había grabada una palabra —la única que recordaba era caparazón — y que los adoquines del patio eran tabletas funerarias, como las que hay en el suelo de ciertas iglesias francesas, cada una con mi nombre y una fecha diferente.

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