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Gene Wolfe: La quinta cabeza de Cerbero

Здесь есть возможность читать онлайн «Gene Wolfe: La quinta cabeza de Cerbero» весь текст электронной книги совершенно бесплатно (целиком полную версию). В некоторых случаях присутствует краткое содержание. Город: Barcelona, год выпуска: 1978, ISBN: 84-7002-240-7, издательство: Acervo, категория: Фантастика и фэнтези / на испанском языке. Описание произведения, (предисловие) а так же отзывы посетителей доступны на портале. Библиотека «Либ Кат» — LibCat.ru создана для любителей полистать хорошую книжку и предлагает широкий выбор жанров:

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Gene Wolfe La quinta cabeza de Cerbero

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Muy lejos de su planeta madre, la Tierra, dos mundos gemelos, Sainte Anne y Sainte Croix, fueron colonizados en su tiempo por inmigrantes franceses, que aniquilaron a la población nativa del segundo de ellos. Muchos siglos después, tras una guerra que dispersó a los colonos originales y relegó a la leyenda el recuerdo del genocidio original, un etnólogo de la Tierra, John V. Marsch, dedica su vida a buscar las huellas de aquella cultura alienígena, los abos, el Pueblo Libre, los hijos de la Sombra, convertida hoy en una indefinida mitología aplastada bajo un subterráneo sentimiento de culpabilidad que niega incluso la realidad de su existencia…

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Media hora más tarde, cuando David y Mister Million, que me habían estado mirando desde el borde de la pista de tenis, me preguntaron si quería almorzar, les dije que sí, pensando que cuando regresáramos podría sentarme más cerca de la chica sin parecer descarado. Comimos, yo con gran impaciencia —al menos, eso me temo—, en un pequeño y limpio café próximo al mercado de flores; pero cuando volvimos al parque la chica y su gobernanta se habían ido.

Regresamos a la casa, y alrededor de una hora después mi padre me mandó buscar. Acudí con cierta inquietud, ya que para la entrevista era mucho más temprano que de costumbre. De hecho, aún no habían llegado los primeros clientes, cuando por lo general sólo lo veía después de que se hubieran ido los últimos. Podría no haberme preocupado. Empezó preguntándome por mi salud, y cuando le dije que parecía mejor que durante la mayor parte del invierno, se puso a hablar —en un tono afectado y hasta pomposo, sin nada de su habitual mordacidad fatigada— de su empresa y de la necesidad de que los jóvenes se preparasen para ganarse la vida.

—Entiendo que eres un estudioso de la ciencia —dijo.

Respondí que dentro de todo esperaba serlo, y me previne para el habitual ataque contra la inutilidad de estudiar química o biofísica en un mundo de base industrial tan reducida, cosas que en los exámenes de aspirantes a funcionario no servían de nada, ni siquiera lo preparaban a uno para un oficio. En cambio, dijo:

—Me alegra saberlo. Para serte franco, le pedí a Mister Million que te alentara en eso todo lo posible. Estoy seguro que de todos modos lo habría hecho; así lo hizo conmigo. Además de darte grandes satisfacciones, estos estudios serán… —hizo una pausa, se aclaró la garganta y se masajeó la cara y el cráneo— valiosos en todos los sentidos. Y, por así decir, son una tradición familiar.

Dije, y sin duda lo sentía, que me hacía muy feliz oír aquello.

—¿Has visto alguna vez mi laboratorio? ¿Detrás de ese espejo? —preguntó.

No lo había visto, aunque sabía que detrás del espejo corredizo de la biblioteca había una suite de habitaciones, y a veces los criados hablaban del «dispensario» donde él preparaba dosis médicas, examinaba mensualmente.a las muchachas empleadas y de tanto en tanto prescribía tratamientos para «amigos» de clientes, hombres de imprudencia temeraria que —al contrario que los clientes sagaces— no se habían limitado exclusivamente a visitar nuestro establecimiento. Le dije que me gustaría mucho verlo.

Sonrió.

—Pero nos estamos alejando del tema. La ciencia es de gran valor, pero no obstante descubrirás, como he descubierto yo, que consume más dinero del que produce. Necesitarás aparatos y libros y muchas otras cosas, así como ganarte el sustento. Aquí tenemos un negocio no poco rentable, y aunque espero vivir largo tiempo, gracias en parte a la ciencia, tú eres el heredero y al fin será tuyo…

¡Así que yo era mayor que David!

—…cada etapa de lo que hacemos. Créeme: no hay ninguna que no sea importante.

Estaba tan asombrado por el descubrimiento, y en verdad tan eufórico, que me había perdido una parte de lo que había dicho él. Asentí, lo que parecía seguro.

—Bien. Quiero que empieces atendiendo la puerta de entrada. Hasta ahora lo hacía una criada, y en el primer mes te acompañará ella, porque hay que aprender más de lo que crees. Le avisaré a Mister Million para que se encargue de todo.

Le di las gracias, y abriendo la puerta de la biblioteca indicó que la entrevista había terminado. Mientras salía, me era difícil creer que ése fuera el mismo hombre que en las primeras horas de cada mañana me devoraba la vida.

Entonces no relacioné ese súbito ascenso de rango con los acontecimientos del parque. Ahora me doy cuenta de que Mister Million, que muy literalmente tenía ojos en la nuca, debió informarle a mi padre que yo había alcanzado la edad en la cual los deseos subliminalmente sujetos en la infancia a las figuras paternas empiezan, no del todo conscientes, a alejarse a tientas de la familia.

Como fuera, esa misma noche me hice cargo de las nuevas tareas, convirtiéndome en lo que Mister Million llamaba «el recibidor» y David —subrayando la relación de la palabra con puerta — «el portero» de nuestra casa, con lo que en la práctica asumí las funciones simbólicamente ejecutadas por el perro de hierro del jardín. Como me prometiera mi padre, la criada que las había desempeñado previamente —una muchacha de nombre Nerissa, elegida porque era no sólo una de las sirvientas más bonitas, sino también de las más altas y fuertes; una muchacha sonriente, de huesos y rostro largo, con hombros más anchos que muchos varones— se quedó a ayudarme. No se trataba de deberes onerosos, pues los clientes de mi padre eran todos hombres de cierta posición y riqueza, no dados a las grescas ni las discusiones estridentes salvo en inusuales circunstancias de intoxicación; y en su mayor parte ya habían visitado nuestra casa docenas de veces, y en algunos casos cientos. Nosotros los llamábamos con apodos que sólo se usaban aquí —y de los cuales Nerissa me informaba sotto voce mientras avanzaban por el sendero—, les colgábamos los abrigos y los acompañábamos —y en caso necesario los conducíamos— a las diversas partes del establecimiento. Nerissa hacía aspavientos —visión formidable, observé, para todos los clientes, salvo los de proporciones más heroicas—, se dejaba pellizcar, aceptaba propinas. Después, en los períodos de poco trabajo, me hablaba de las veces en que la habían «llamado arriba» a pedido de algún sibarita de calibre, y del dinero que había ganado en esas noches. Yo me reía con los chistes y rehusaba las propinas, como para dar a entender a los clientes que era parte de la administración. A la mayoría no hacía ninguna falta recordárselo, y a menudo me decían lo asombrosamente que me parecía a mi padre.

Hacía muy poco que oficiaba así de recepcionista —creo que fue la tercera o cuarta velada— cuando tuvimos un visitante insólito. Llegó temprano, pero el día había sido tan oscuro —uno de los últimos de verdadero invierno— que las luces del jardín llevaban ya más de una hora encendidas, y aunque se los oyera, era imposible ver los carruajes que de vez en cuando pasaban por la calle. Le abrí la puerta, y como siempre hacía con los extraños, le pregunté educadamente qué deseaba.

—Quisiera hablar con el doctor Aubrey Veil.

Me temo que me quedé perplejo.

—¿Esto es Saltimbanque 666?

Por supuesto, y aunque no consiguiera identificarlo, el nombre del doctor Veil me pareció familiar. Supuse que algún cliente había usado la casa de mi padre como adresse d'accommodation , y puesto que el visitante era a las claras legítimo, y aunque el jardín nos resguardara a medias, no convenía mantener a nadie discutiendo en el umbral y le pedí que entrase; luego mandé a Nerissa a traernos café para poder hablar un momento en privado en la salita de recepción que se abría junto al foyer . Era un lugar poco usado, y como vi tan pronto hube abierto la puerta, las criadas no habían acabado de limpiarlo. Decidí contárselo a mi tía, y en ese momento recordé dónde había oído mencionar al doctor Veil. En la primera ocasión en que había hablado con ella, mi tía se había referido a la teoría del doctor: que tal vez nosotros fuéramos en realidad los nativos de Sainte Anne; que habíamos asesinado a los colonizadores terrestres y los habíamos desplazado por completo, al punto de olvidar nuestro pasado.

El extraño se había sentado en uno de los mohosos sillones dorados. Llevaba una barba muy negra y más tupida que las de estilo corriente; era joven, aunque desde luego bastante mayor que yo, y habría sido guapo de no haber tenido la piel de la cara —lo que se veía— de un blanco tan incoloro que era casi una desfiguración. La ropa negra parecía anormalmente pesada, casi de fieltro; recordé haber oído de algún cliente que el día anterior había descendido en la bahía un crucero de estrellas de Sainte Anne, y en el acto le he preguntado si acaso él había venido a bordo. Por un momento pareció desconcertado; luego se rió.

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