Gene Wolfe - La quinta cabeza de Cerbero

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La quinta cabeza de Cerbero: краткое содержание, описание и аннотация

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Muy lejos de su planeta madre, la Tierra, dos mundos gemelos, Sainte Anne y Sainte Croix, fueron colonizados en su tiempo por inmigrantes franceses, que aniquilaron a la población nativa del segundo de ellos. Muchos siglos después, tras una guerra que dispersó a los colonos originales y relegó a la leyenda el recuerdo del genocidio original, un etnólogo de la Tierra, John V. Marsch, dedica su vida a buscar las huellas de aquella cultura alienígena, los abos, el Pueblo Libre, los hijos de la Sombra, convertida hoy en una indefinida mitología aplastada bajo un subterráneo sentimiento de culpabilidad que niega incluso la realidad de su existencia…

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Al menos, eso pensaban. Yo a veces me pasaba horas hablando con los guardias sobre Mister Million, y una vez encontré un pedazo de carne escondido en el rincón donde dormía, y otra vez un pastel de azúcar dura, marrón y arenosa.

Puede que el crimen no beneficie al delincuente, pero el tribunal —eso me contaron mucho después— no encontró prueba alguna de que David fuera en realidad hijo de mi padre, y nombró heredera a mi tía.

Ella murió, y una carta de un abogado me informó que yo había heredado «una gran casa en la ciudad de Port-Mimizon, junto con los muebles y enseres que guardaba». Y que dicha casa, «situada en el 666 de Saltimbanque, se encuentra actualmente bajo el cuidado de un robot servidor». Como los robots servidores bajo cuya dirección me encontraba yo no me permitían tener materiales de escritura, no pude contestar.

Viajó el tiempo en las alas de los pájaros. En otoño encontré alondras muertas a los pies de los acantilados que daban al norte, y en primavera a los pies de los que daban al sur.

Recibí una carta de Mister Million. Durante la investigación de la muerte de mi padre la mayoría de las muchachas se habían ido; a las demás se había visto obligado a despedirlas a la muerte de mi tía, habiendo descubierto que él, como máquina, no podía garantizar que le obedecieran. David se había marchado a la capital. Fedria se había casado bien. A Marydol los padres la habían vendido. La carta estaba fechada tres años después de mi juicio, pero yo no tenía medio de saber cuánto había tardado en llegar hasta mí. El sobre había sido abierto muchas veces, y estaba ajado y sucio.

Después de una tormenta llegó aleteando al campo un ave marina —un alcatraz, me pareció—, demasiado exhausto para volar. Lo matamos y nos lo comimos.

Uno de los guardias se volvió loco: quemó a quince prisioneros y luchó toda la noche contra los demás guardias, con espadas de fuego blanco y azul. No lo reemplazaron.

A mí me transfirieron con algunos otros a un campo más al norte, junto a unos abismos de piedra roja. Eran tan hondos, que si yo pateaba un guijarro oía crecer el repique del descenso hasta un trueno de rocas desprendidas, y en medio minuto lo oía fundirse con el silencio, a lo lejos, pero perdiéndose en algún punto de la oscuridad sin golpear nunca el fondo.

Yo fingía que conmigo estaba la gente que había conocido. Cuando me sentaba a proteger del viento mi tazón de sopa, en un banco cercano se sentaba Fedria, sonriendo, y hablaba de sus amigos. David jugaba por horas al squash en el polvoriento terreno de las barracas, y dormía contra la pared, cerca de mi rincón. Marydol me daba la mano cuando llevaba mi sierra a las montañas.

Con el tiempo estas figuras se desdibujaron un poco, pero ni siquiera el último año me dormí una sola vez sin decirme, antes de cerrar los ojos, que a la mañana siguiente Mister Million nos llevaría a la biblioteca de la ciudad; ni una vez me desperté sin miedo a que el valet de mi padre viniera a buscarme.

Después me dijeron que me tocaba cambiar de campo, junto con otros tres. Nos llevamos la comida, y en el camino casi morimos de hambre y agotamiento. De allí nos hicieron marchar a un tercer campo, donde nos interrogaron unos hombres que no eran presos como nosotros sino hombres libres con uniforme, que apuntaban nuestras respuestas y que al fin ordenaron que nos bañáramos, y quemaron nuestra ropa vieja y nos dieron un espeso estofado de carne y cebada.

Recuerdo muy bien que fue entonces cuando me permití comprender, por fin, qué significaba todo aquello. Hundí mi pan en el cuenco y lo saqué empapado de caldo fragante, con trocitos de carne y granos de cebada adheridos; y entonces pensé en el pan frito y el café del mercado de esclavos no como algo del pasado sino como algo del futuro, y me temblaron las manos hasta que no pude sostener el cuenco y quise correr gritando contra las vallas.

En dos días más nos pusieron a seis en una carreta de mulas, y siempre cuesta abajo anduvimos por caminos ondulantes hasta que el invierno —que venía agonizando detrás de nosotros— desapareció, y también los abedules y abetos, y en las ramas de los altos castaños y cedros del camino aparecieron flores de primavera.

Las calles de Port-Mimizon bullían de gente. Me habría perdido en un momento si Mister Million no me hubiera alquilado una silla; pero hice que los portadores se detuviesen, y con dinero que él me dio le compré un periódico a un vendedor para saber al fin en qué fecha estábamos.

Mi sentencia había sido la habitual de entre dos y cincuenta años, y aunque yo conocía el mes y el año del comienzo de mi reclusión, en los campos no había modo de medir el tiempo. Un hombre pillaba una fiebre y diez días después, repuesto ya para volver al trabajo, decía que habían pasado dos años o que nunca había tenido nada. Luego la fiebre le daba a uno. No recuerdo un solo titular, un solo artículo del periódico que compré. Durante todo el camino a casa no leí otra cosa que la fecha.

Habían sido nueve años.

En el momento de matar a mi padre había tenido dieciocho. Ahora tenía veintisiete. Había pensado que podía tener cuarenta.

Los descascarados muros grises de la casa eran los mismos. El can de hierro con tres cabezas de lobo se alzaba aún en el jardín delantero, pero la fuente estaba callada, y los parterres de helechos y musgo llenos de hierbajos. Mister Million pagó a los portadores y abrió con una llave la puerta que en los días de mi padre siempre había tenido cadena, pero no cerrojo; pero entre tanto una mujer inmensamente alta y desgarbada que voceaba pralinés en la calle se precipitó hacia nosotros. Era Nerissa, y ahora yo tenía sirvienta y habría tenido compañera de cama si lo hubiera deseado, aunque no tenía con qué pagarle.

Y ahora, supongo, tengo que explicar por qué he estado escribiendo este relato, que ya es trabajo de varios días; y he de explicar también por qué explico. Bien, pues. He escrito para develarme a mí mismo, y escribo ahora porque, lo sé, algún día leeré lo que estoy escribiendo y me asombraré.

Tal vez en el tiempo en que lo lea ya haya resuelto mi propio misterio; o quizá ya no me importe conocer la solución.

Hace tres años que me liberaron. Cuando Nerissa y yo volvimos a entrar, había en esta casa una gran confusión, pues mi tía había pasado sus últimos días —me contó Mister Million— buscando el supuesto tesoro de mi padre. No lo encontró, y no me parece que se pueda encontrar algo; conociendo el carácter de mi padre mejor que mi tía, creo que la mayor parte de lo que le traían las chicas la gastó en experimentos y aparatos. Al principio estuve muy necesitado de dinero, pero la reputación de la casa trajo mujeres en busca de compradores y hombres que buscaban comprar. Apenas es preciso, me dije cuando empezamos, hacer algo más que presentarlos; y ahora tengo un buen plantel. Fedria vive con nosotros y también trabaja; a la larga el brillante matrimonio fue un fracaso. Anoche estaba trabajando en mi quirófano cuando la oí a la puerta de la biblioteca. La abrí y tenía con ella al niño.

Algún día nos requerirán.

«Un cuento» por John V. Marsch

Para venir a poseerlo todo,
no quieras poseer algo en nada.
Para venir a serlo todo,
no quieras ser algo en nada.
Para venir a saberlo todo,
no quieras saber algo en nada.
Porque si quieres tener algo en todo,
no tienes puro en Dios tu tesoro.

San Juan de la Cruz

En el país de las piedras resbaladizas, donde los años son más largos, vivía una muchacha llamada Ondulante Rama de Cedro, y a ella le ocurrió lo que ocurre a las mujeres. El cuerpo se le volvió grueso y torpe, y los pechos se le endurecieron y rezumaron unos hilos de leche. Cuando se le empaparon los muslos la madre la llevó al lugar donde nacen los hombres, en la confluencia de dos grandes afloramientos de roca. Allí hay un angosto espacio de arena, y en la juntura una roca recién puesta entre unas matas; y allí, donde todo lo invisible es benigno a las madres, ella dio a luz dos varones.

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