—¡Id con Dios! —y agitó los brazos.
Los primeros rayos del nuevo sol le enviaron unas formas de negro y oro que saltaban hacia él. Miró el venado chinche: quedaban algunas hebras de carne, y el tuétano de los huesos si conseguía quebrarlos. Medio en broma les dijo a los restos:
—Cumplida mañana donde hay mucha comida.
Luego comió de nuevo antes de que llegaran las hormigas.
Una hora después, escarbándose los dientes con una uña, pensó en el sueño de la noche anterior. Le pareció que el Viejo Sabio habría podido interpretarlo; deseó habérselo preguntado. Si se dormía ahora, de día, eran pocas las posibilidades de que le llegase un buen sueño, pero estaba cansado y tenía frío. Se estiró a la tibia luz del sol, y notó que la espalda de la mujer que caminaba delante le parecía conocida. Él iba más rápido que ella y pronto pudo ver que era su madre, pero cuando intentó saludarla descubrió que no podía hacerlo. Entonces, él que siempre había sido de pie tan seguro, tropezó con una piedra. Alargó las manos para no hacerse daño; un calambre le recorrió todo el cuerpo y se encontró sentado solo y sudando al calor del sol.
Se levantó temblando aún, sacudiéndose el pedregullo que se le prendía a los miembros mojados y a la espalda. Era pura tontería. Dormir con sol no valía de nada: el espíritu dejaba el cuerpo en seguida y echaba a vagar, y entonces si de veras el sacerdote acudía a él durante el sueño no encontraría nadie que lo recibiera. El sacerdote hasta podía enfadarse con él y no regresar. No; o volvía a la cueva y probaba de nuevo allí, o reconocía el fracaso y se marchaba, lo cual era intolerable. Volvería pues al cañón.
Pero no con las manos vacías. El falso faisán que había llevado antes había sido al fin un regalo inapropiado. Tal vez se debiera a que en cierto modo el sacerdote estaba disgustado con él; pero —reflexionó con cierta satisfacción— también era posible que el sacerdote hubiera pensado en una gran revelación, para la cual un falso faisán era insuficiente. Quizá un venado chinche fuese más satisfactorio, si podía encontrarlo. Él había venido del norte y había visto rastros de caza; ir hacia el este significaría cruzar el cañón del río antes de llegar muy lejos, y hacia el oeste, donde asomaban las montañas ardientes, se extendía un páramo rocoso y sin agua. Fue hacia el sur.
A medida que avanzaba, la tierra se iba elevando lentamente. Al principio la vegetación era escasa, y fue desapareciendo poco a poco. La piedra gris se transformó en piedra roja. Alrededor del mediodía, cuando al fin alcanzó la cumbre de un risco, vio algo que antes sólo había visto dos veces: un diminuto valle húmedo, un oasis en el alto desierto que había conseguido conservar una capa de tierra para que creciera hierba de verdad, unas flores silvestres y un árbol.
El lugar parecía tener un gran significado, pero era posible beber allí y hasta quedarse unas horas si uno se atrevía. Y para el árbol era menos ofensivo —como sabía Paso en la Arena— que uno llegara solo; ventaja que él tenía ahora. Acercándose, según dictaba la costumbre, ni rápido ni despacio, sino con una expresión de cortesía estudiada, se disponía a saludarlo cuando entre las raíces vio una muchacha sentada con un niño en brazos.
Durante un momento, descortésmente, apartó los ojos del árbol. La cara de la muchacha, de forma de corazón y expresión temerosa, no era aún una cara de mujer. Los largos cabellos —y a esto Paso en la Arena no estaba acostumbrado— los tenía limpios; se los había lavado en la poza que había a los pies del árbol, los había desenredado con los dedos, ahora se le desplegaban en una sombra oscura sobre los hombros castaños.
Paso en la Arena saludó ceremoniosamente al árbol, le pidió permiso para beber y prometió no quedarse mucho. Le respondió un murmullo de hojas y, aunque no entendió las palabras, no le parecieron de enfado. Sonrió para mostrar su aprecio; luego fue a la poza y bebió.
Bebía a tragos largos y profundos, como los animales; y cuando se hubo hartado y alzó la cabeza del agua rizada por el viento, vio la imagen de la muchacha bailando junto a la suya. Lo miraba con grandes ojos temerosos; pero estaba muy cerca.
—Cumplida mañana —dijo él.
—Cumplida mañana.
—Soy Paso en la Arena… —pensó en el viaje hasta la cueva, en el venado chinche, el falso faisán y el Viejo Sabio—. Paso en la Arena el que ha viajado lejos, el gran cazador, el amigo de la sombra.
—Yo soy Siete Niñas que Esperan —dijo la muchacha—. Y ésta —sonrió tiernamente al bebé que llevaba en brazos— es María Mariposas Rosadas. La llamé así por las manitas, ¿sabes? Cuando está despierta las agita para mí.
Paso en la Arena, que en su corta vida había visto cuántos niños vienen y cuan pocos viven, asintió sonriendo.
La muchacha se volvía a mirar la poza que había al pie del árbol, el árbol, las flores y la hierba; a todo, menos a Paso en la Arena. Él vio que los dientes menudos y blancos como ratones de nieve asomaban para tocar los labios y después se escondían. El viento hacía dibujos en la arena y el árbol dijo algo que Paso en la Arena no entendió; aunque quizá lo entendiese Siete Niñas que Esperan.
—¿Quieres… tener aquí tu lugar de dormir por esta noche? —preguntó ella, vacilante.
Él comprendió lo que ella quería decirle, y muy amablemente respondió:
—No tengo comida que compartir. Lo siento. Yo cazo, pero lo que encuentro he de reservarlo como regalo para el sacerdote de Siempretrueno. ¿No duerme nadie donde tú duermes?
—En ninguna parte había nada. Mariposas Rosadas era nueva, y yo no podía andar mucho… Dormimos allá, después de la roca torcida —se encogió de hombros como si no hubiera nada que esperar.
—Yo nunca he conocido eso —dijo Paso en la Arena—. Pero entiendo lo que puede sentirse entonces, estar solo y esperar a que vengan cuando no viene nadie. Tiene que ser terrible.
—Tú eres hombre. Eso no te pasará hasta que seas viejo.
—No quería enfadarte.
—No estoy enfadada. Tampoco estoy sola; Mariposas Rosadas está conmigo todo el tiempo, y yo tengo leche para darle. Ahora dormimos aquí.
—¿Todas las noches?
La muchacha asintió, a medias desafiante.
—No es bueno dormir más de una noche donde hay un árbol.
—Mariposas Rosadas es hija suya. Lo sé porque mucho antes de que naciera él me lo dijo en un sueño. Le gusta tenerla aquí.
Cuidadosamente Paso en la Arena dijo:
—Todos nacimos de mujeres preñadas por árboles. Pero pocas veces quieren que nos quedemos con ellos más de una sola noche.
—¡Con nosotras él es bueno! Cuando viniste pensé… —la voz de la muchacha bajó, hasta apenas oírse bajo el susurro del viento en la hierba— que a lo mejor te había enviado él a traernos algo de comer.
Paso en la Arena miró la pequeña poza.
—¿Hay peces aquí?
Humildemente, como si confesara una falta, la muchacha dijo:
—No he logrado encontrar ninguno desde… desde…
—¿Cuándo?
—Desde hace tres días. Así estuvimos viviendo. Yo comía los peces de la poza y tenía leche para Mariposas Rosadas —bajó la mirada al bebé y la alzó de nuevo a Paso en la Arena, rogándole con los ojos que le creyera—. Acaba de beber. Había leche suficiente.
Paso en la Arena miraba el cielo.
—Va a hacer frío —dijo—. Mira qué claro está.
—¿Harás aquí tu lugar de dormir esta noche?
—Toda la comida que encuentre he de regalársela al sacerdote —le contó lo que había soñado.
—Pero ¿volverás?
Paso en la Arena asintió, y ella le describió los mejores lugares para cazar; los lugares donde su gente había encontrado caza.
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