Christopher Priest - Fuga para una isla

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África ha sido devastada por una breve guerra atómica y sus habitantes huyen por el mundo. Al cabo de un año, dos millones de africanos han llegado a Gran Bretaña, y poco después su desesperación se transforma en violencia, la violencia en anarquía, y la anarquía en una guerra civil de consecuencias imprevisibles. Como ha escrito Brian W. Aldiss, esta obra se sitúa “en la tradición de Wyndham, pero los dulces crepúsculos de Wyndham se han apagado y ahora la noche oscura del alma desciende sobre el mundo”.

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Al final de la hilera de tiendas me detuve por enésima vez, repentinamente consciente de cuan anormal debía de ser mi apariencia para aquella gente. Ya había provocado varias miradas de curiosidad. Calculé que había salido de la barricada haría hora y media y que en aquel momento serían las cinco o seis de la tarde. Me di cuenta de lo fatigado que me sentía, aparte de los otros síntomas que experimentaba.

Por culpa de mi sucia ropa, desarreglado cabello, rostro sin afeitar, olor a sudor y orina secos desde hacía dos meses, cojera y restos de vómitos en mi camisa, me sentí incapaz de acercarme a alguna de aquellas personas.

El dolor de mi pierna estaba a punto de sobrepasar los límites de lo soportable. Me obsesioné con el pensamiento de que yo constituía un espectáculo ofensivo para la gente y doblé por una calle lateral a la primera oportunidad. Proseguí tanto como pude, mas mi debilidad se hizo abrumadora. A cien metros de haber abandonado la calle principal caí al suelo por segunda vez en aquel día. Cerré los ojos.

Al cabo de un rato percibí voces a mi alrededor, y cómo me ayudaban a levantarme amablemente.

Una cama blanda. Sábanas frescas. Un cuerpo limpio mediante un baño en agua caliente. Una pierna y un pie doloridos. Un cuadro en la pared; fotografías de gente sonriente encima de un tocador. Molestias en mi estómago. El pijama de otra persona. Un médico poniéndome un vendaje en el tobillo. Un vaso de agua a mi lado. Palabras de ánimo. Sueño.

Supe que se llamaban señor y señora Jeffery. El nombre de él era Charles, el de ella Enid. El había sido gerente de un banco, pero ahora estaba retirado. Estimé que sus edades debían estar entre los sesenta y cinco y setenta años. Mostraron un notable desinterés por mí, pese a que yo les había explicado que venía de fuera de la población. No dije nada de Sally e Isobel.

Me manifestaron que podía quedarme allí tanto tiempo como quisiera, pero al menos hasta que mi pierna sanara.

La señora Jeffery me ofreció todo lo que quise comer. Pan, fruta, huevos, carne fresca, legumbres… Al principio denoté sorpresa y dije que esos aumentos me parecían imposibles de obtener. Ella me explicó que las tiendas locales disponían de suministros regulares de comestibles y que no entendía por qué yo pensaba eso.

—Aunque la comida es tan cara, querido —me dijo ella—, que apenas puedo soportar el aumento de los precios.

Le pregunté por qué creía que habían aumentado.

—Pues porque los tiempos están cambiando… No son como cuando yo era más joven. Mi madre solía comprar pan a un penique la barra. Pero yo no puedo arreglar nada, así que pago y trato de no pensar en ello.

Ella me resultó maravillosa. Nada que se le pidiera era demasiado para ella. Me trajo periódicos y revistas y el señor Jeffery me ofreció cigarrillos y whisky escocés. Leí ansiosamente las publicaciones, esperando que pudieran darme alguna información sobre la presente situación social y política. El periódico era el Daily Mail, el único obtenible en aquellos momentos, según me dijo sin sorpresa visible la señora Jeffery. Su contenido estaba formado fundamentalmente por noticias y fotografías procedentes del extranjero. En parte alguna se hacía mención de la guerra civil. Había muy pocos anuncios y la mayor parte era de productos de consumo. Reparé en que el precio era de treinta peniques, sólo tenía cuatro páginas, se imprimía dos veces a la semana y era publicado desde un lugar del norte de Francia. No transmití a los Jeffery ninguna de estas observaciones.

El descanso y la comodidad me dieron tiempo para pensar en la situación con más objetividad. Comprendí que me había preocupado más que otra cosa por mi vida personal, sin dedicar un solo pensamiento a nuestras probables perspectivas a largo plazo. Aunque me irrité mentalmente por mi inactividad, reconocí que no tendría utilidad alguna actuar hasta que mi tobillo sanara.

El problema era el mismo tanto si lograba o no encontrar a Isobel y Sally. En mi inadvertido papel de refugiado había desempeñado forzosamente una posición neutral. Pero tuve la impresión de que sería imposible continuar así en el futuro. No podía permanecer imparcial siempre.

Por lo que yo había visto de las actividades y perspectivas de las fuerzas secesionistas, siempre me había parecido que éstas adoptaban una actitud más humanitaria frente a la situación. No era moralmente justo negar identidad o voz a los emigrantes africanos. La guerra debía resolverse de una forma u otra a su debido tiempo y ahora ya era inevitable que los africanos se quedaran permanentemente en Gran Bretaña.

Por otro lado, las acciones radicales del bando nacionalista, que tuvieron su origen en la política conservadora y represiva del gobierno de Tregarth (una administración de la cual yo había desconfiado y que no me había complacido), llamaban mi atención a un nivel instintivo. Habían sido los africanos los que de un modo directo me privaron de todo lo que poseía en otros tiempos.

En último término, yo sabía que el problema dependía de sí encontraba o no a Isobel. Si ella y Sally no habían resultado dañadas, mis instintos se apaciguarían.

No fui capaz de contemplar directamente las consecuencias de la alternativa. Pensé que era yo sobre todo quien había provocado el dilema… Si hubiera sido capaz de abordarlos antes, no habría llegado a encontrarme en tal situación. A un nivel personal, práctico, comprendí que, fuera cual fuese el futuro que nos aguardaba, no podríamos establecernos en él hasta que los problemas principales a nuestro alrededor no se hubiesen resuelto.

El tercer día en compañía de los Jeffery logré levantarme de la cama y andar por casa. Me había arreglado la barba y Enid había lavado y cosido mi ropa. En cuanto tuviera movilidad quería proseguir mi búsqueda de Isobel y Sally, mas todavía me dolía el tobillo al andar.

Ayudé a Charles en trabajos ligeros en el jardín y pasé varias horas conversando con él.

Me sorprendía continuamente la falta de conciencia revelada por él y su esposa. Cuando le hablé de la guerra civil, se refirió a ella como si tuviera lugar a mil kilómetros de distancia. Recordando la orden que me dio el hombre de la barricada de que no hablara de los africanos, tuve cuidado al discutir las diversas políticas envueltas en la situación. Pero Charles Jeffery no estaba interesado en ellas. Por lo que a él concernía, el gobierno tenía entre manos un problema social difícil, pero al final se encontraría una solución.

Varios aviones de reacción volaron sobre la casa a lo largo del día. Por la tarde escuchamos explosiones distantes. Ninguno las mencionó.

Los Jeffery tenían un aparato de televisión que estuvimos contemplando durante la tarde del tercer día, yo fascinado al saber que el servicio había sido restaurado.

El estilo de presentación era similar al otrora adoptado por la BBC y de hecho la emisora se identificó así. El contenido de los programas abundaba en material estadounidense. Hubo un breve boletín de noticias a media tarde que se ocupó de temas locales de las poblaciones de la costa sur, sin mención alguna de la guerra civil. Todos los programas estaban grabados con anterioridad y en su mayoría eran espectáculos ligeros.

Pregunté a los Jeffery desde dónde transmitían y me respondieron que formaba parte de un sistema en circuito cerrado emitido desde Worthing.

El cuarto día noté que mi tobillo había sanado lo suficiente como para permitirme proseguir mi camino. Sentía un creciente desasosiego, realzado por la sensación de que me estaba seduciendo la amigable comodidad del hogar de los Jeffery. No podía creer que fuera algo real, sino que pensaba en ello como una restauración artificial de la vida normal en una situación anormal. Los Jeffery no lo habrían comprendido y por tal motivo no comenté nada con ellos. Yo estaba francamente agradecido por lo que ellos habían hecho en mi favor y no deseaba tener parte alguna en el rompimiento de aquella ilusión de normalidad, en tanto ellos pudieran mantenerla.

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