Christopher Priest - Indoctrinario

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Elías Wentik, que en un laboratorio secreto de la Antártida experimenta con drogas que afectan al cerebro, es transportado de pronto a la selva brasileña en el siglo XXII. El mundo ha sido devastado por armas nucleares y un gas venenoso todavía activo. Wentik quiere volver a su propia época y descubrir el antídoto del gas, pero la Gran Guerra ya ha comenzado, y Wentik ha de decidir si escapa volviendo a 1989 o muere en el presente.

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Astourde había dado a entender que la atmósfera del lugar estaba sembrada de algún modo con una droga o gas que inducía locura, y sin embargo ¿cómo pudo haber llegado a relacionar esto con Wentik? No encajaba. Las causas y efectos se estaban volviendo confusos. Wentik había sido conducido allí por Astourde porque se lo culpaba a él del estado del ambiente. Pero Astourde no pudo haber tenido medio seguro de saberlo hasta que el científico llegó.

Wentik había abordado la esquina del edificio, y se detuvo un instante. Creía que, en cierta forma, había un error enorme detrás de todo el asunto. Astourde había pagado por ello, suponiendo que las cosas fueran así, pero su muerte no podía representar el fin del asunto.

Siguió andando a lo largo del lado occidental de la cárcel, caminando con lentitud, escudriñando la pared por encima de su cabeza. Había menos aberturas en ese lado del muro que en otros puntos. La oscuridad y el silencio reinaban allí, el viento no llegaba. La luna, que estaba en su última fase, iluminaba el otro lado de la cárcel. Toda la cara del edificio que tenía enfrente se encontraba en sombras lóbregas.

Llegó a la siguiente esquina de la prisión sin ver nada y retrocedió, su primitiva curiosidad otra vez excitada. Aquella cosa estaba hacia la mitad de la pared.

Wentik se detuvo cuando una ligera protuberancia de la abrupta pared se notó tenuemente. Era fácil de pasar por alto en la oscuridad. Wentik se apretó contra la base del muro y alzó la mirada de modo que el objeto quedara perfilado en el cielo estrellado.

Había algo familiar en el objeto...

Buscó la linterna en los bolsillos de su bata, la sacó y la encendió. Se apartó del muro y dirigió el rayo hacia arriba.

El objeto, su presencia era demasiado obvia, su finalidad demasiado oscura, estaba ahí mismo a la luz del rayo que proyectaba.

Una oreja.

Una inmensa oreja humana que surgía de la pared, como la mano había brotado de la mesa.

Wentik apagó bruscamente la linterna, y retrocedió dos otros dos pasos, el corazón latiendo inexplicablemente más deprisa.

Doce

Hay un elemento aterrante en todo objeto natural que no aparece en el lugar adecuado. Wentik experimentó la fuerza de ello mientras permanecía en la oscuridad.

Una mano brotaba de una mesa, y una oreja de un muro. Un laberinto es construido con una compleja fórmula matemática, y sin embargo está alojado en una cabaña destartalada. Un funcionario de segunda me aterroriza, y un hombre intenta pilotar un helicóptero sin hélices. La tierra existe en un tiempo futuro, y sin embargo siento y creo por instinto que me hallo en el presente. La conducta irracional crea un modelo de reacción propio.

¿Qué más me hará este lugar?

Durante unos segundos la oreja del muro fue invisible, luego, conforme los ojos de Wentik fueron adaptándose a la oscuridad, pendió ante él, exasperantemente cerca pero no al alcance. Tal vez se hallara a tres metros y medio del suelo, siendo su tamaño de algo más de un metro de altura.

Volvió a encender la linterna, y experimentó una versión menor de su primer shock de comprensión.

Wentik iluminó la parte de pared inmediatamente próxima a la oreja. Había muy pocas ventanas en ese lado, y sería difícil localizarlo con precisión desde el interior de la cárcel. Wentik estimó que debía de hallarse en el segundo piso del edificio, quizás a cien metros de la esquina noroeste.

La misma curiosidad que había experimentado con la mano, surgida como resultado natural de su primera conmoción, lo llevó a averiguar lo que pudiera al respecto. Existía falta de lógica increíble en ciertos rasgos de la cárcel, aun cuando el edificio cuadrangular, solitario en una llanura estéril y rodeado por cientos de kilómetros cuadrados de rastrojos cortados al rape, era un escenario notablemente apto para una prisión.

...suponiendo que fuera ése el propósito original del edificio, concluyó Wentik la idea para sus adentros.

Con una última mirada a la oreja bien iluminada por su linterna, Wentik se encaminó otra vez hacia la cara sur de la cárcel, y la entrada principal. Sentía frío, francamente y sin atenuantes. Se movió con rapidez.

De nuevo en el interior del edificio, subió el tramo principal de escaleras y dobló la esquina del rellano del primer piso. Ahí había un corto corredor, y lo recorrió hasta el extremo. Una puerta metálica construida con pesadas barras obstruía el camino, pero Wentik la abrió de par en par.

Ahora tenía ante sí el largo pasillo del segundo piso del ala oeste.

Lo examinó, y a su izquierda quedó la serie de puertas de las celdas. Wentik sabía que las celdas, tanto en el piso superior como en el inferior, se hallaban a la derecha del corredor. El detalle constituía una asimetría de diseño que había confundido a Wentik en sus primeros días de vagabundeo por los pasillos.

En el lugar donde había emergido del corredor lateral se hallaba más cerca del extremo sur de la cárcel, por lo que Wentik atravesó el largo pasaje. Se detuvo a ratos y atisbó el interior de algunas de las celdas. El diseño mantenía uniformidad, en la mayoría de los casos. Esa sección de la cárcel no era la que Astourde y sus hombres habían elegido como cuarteles, y todo estaba prácticamente intacto. Las puertas de todas las celdas eran metálicas, provistas de atisbadero y cerradura manejable únicamente desde el exterior. Había dos cerrojos, superior e inferior, y una pesada cerradura embutida. Los goznes, placas de metal toscas y mal diseñadas, estaban en la parte externa de la puerta.

Dentro de las celdas solía haber una o dos literas, nunca más. Pocas celdas tenían acceso a la luz diurna, y en las que lo tenían, las ventanas eran pequeñas hojas de vidrio deslustrado protegidas con una o dos barras de acero. Al parecer había poca planificación en el diseño de las celdas. La única finalidad era un mínimo de espacio y un máximo de incomodidad.

Cuando Wentik estuvo a lo que estimó en cien metros del extremo opuesto del corredor, se detuvo. En algún punto cercano y en la pared externa se hallaba la oreja. Retrocedió unos metros y abrió la puerta de la celda más próxima. La habitación no era distinta a cualquiera del resto.

Recorrió lentamente el corredor, sabedor de que las puertas de las celdas estaban mucho más alejadas de lo que atestiguaba el espacio ocupado. ¿Qué había entre las celdas?

La sexta puerta que probó estaba muy encallada, no cerrada sino retenida como si el marco o la misma puerta se hubieran curvado. Pegó el hombro a la puerta y empujó con fuerza. La puerta chirrió y se abrió.

El interior estaba oscuro. A la derecha de la puerta, en la pared, encontró un interruptor. Se produjo una explosión de luz en la habitación, mucho más brillante que la iluminación de cualquier otra parte de la cárcel. Wentik entró, y examinó la celda.

Con dos excepciones, la celda era como todas las demás que había visto en la cárcel. Las paredes eran de metal pintado de color pardusco, el suelo de cemento estaba sin revestir y el único mobiliario lo constituía una dura litera pegada a una de las paredes.

Lo que hacía excepcional a esta celda era el tamaño —al menos la anchura doble de una celda normal— y la presencia de la máquina que se llevaba buena parte del espacio de la pared opuesta.

La máquina ocupaba toda la altura del muro, llegando hasta cinco centímetros del techo. Relucía tenuemente a la chillona luz de la bombilla, sus lados metálicos deslucidos hasta una intensidad mate. El lado frente a Wentik estaba casi falto de rasgos, simplemente una pared metálica negra.

El científico se acercó a la máquina y puso una mano encima. Para su sorpresa la notó cálida, y vibraba casi imperceptiblemente bajo la punta de los dedos de Wentik.

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