Instintivamente, hizo ademán de recogerse el pelo pero se detuvo. Los rasgos de su cara, más bien huesudos, quedaban suavizados si dejaba flotar sus cabellos en desorden, lo cual le daba un aspecto juvenil.
En realidad, pensó Wentik mientras contemplaba su rostro, le convenía.
Este destello de vanidad mejoró su humor en gran medida.
Llegó a la base del poste, y notó que la tarde se ponía desagradablemente calurosa. El calor sin sol en cierto modo era más incómodo que el mismo sol. Además, amenazaba llover.
El poste apoyaba su base en una sola cavidad esférica. Cuatro cables de ramales retorcidos de poco más de medio centímetro de diámetro sujetaban el poste, pero debido a la pendiente de la colina en que había sido levantado, los dos cables más largos por llegar más abajo hacían una pronunciada comba. A lo largo del poste había una escalerilla, circundada cada pocos centímetros por un anillo metálico de sesenta centímetros de diámetro.
Wentik miró a su alrededor. Deseaba inspeccionar el terreno cercano y este método le había parecido ideal. Pero ahora que realmente podía llegar a experimentarlo, se sentía intimidado.
Observó la parte superior de la escalerilla, acobardado por la altura del poste. En la punta pudo distinguir una reducida plataforma rodeada por una baranda metálica. Al menos cuando llegara arriba tendría donde apoyarse... Abotonó su bata blanca para que no aleteara con la brisa y se dispuso a trepar.
Curiosamente, los primeros treinta peldaños fueron los peores. Wentik trepó a un ritmo constante, sin detenerse ni mirar más lejos del siguiente travesaño. No tenía aversión especial a las alturas, pero la experiencia era nueva para él. A través de la sensible piel de sus manos percibió la vibración del poste a cada paso que daba.
Cuando por fin alcanzó la cúspide del poste, Wentik se sentó en la plataforma con gran satisfacción. Se recostó en la barandilla y sintió el frescor de la brisa en su espalda.
Se quitó la bata blanca.
En cuanto hubo recobrado el aliento y se notó algo más fresco, se levantó y contempló la llanura.
La masa negra de la cárcel dominaba el panorama. Vista desde esa altura y distancia tenía un aspecto deforme y viejo, con las sucias paredes de hormigón reflejando la luz del cielo de manera tan monótona que a Wentik le pareció repulsiva. El techo era de madera, pintada o manchada de un color castaño oscuro desparejo. Aproximadamente cada veinte metros a lo largo del contorno del techo vio garitas de centinela abandonadas.
Wentik trató de distinguir el límite de la llanura hacia el sur, el distrito Planalto. E instintivamente la desolada inmensidad le hizo experimentar una sensación de reclusión mucho mayor de la que había llegado a sentir enjaulado en las celdas.
Una irremediable sensación de separación de la realidad lo invadió. No había salida. En todas direcciones, la misma perspectiva deprimente de llanura sin confines se presentaba ante él. Sólo al este parecía haber cierto cambio. Daba la impresión de que hacia allá crecía una vegetación más oscura, pero podía tratarse también de una ilusión causada por la sombra de las nubes. Estaba demasiado lejos para asegurarlo con certeza.
Wentik notó una ligera vibración en la plataforma, y se agarró a la pequeña baranda tubular que era lo único que había entre él y un vacío de sesenta metros. Miró hacia abajo por entre la malla metálica de la plataforma y vio una figura de uniforme gris que ascendía impetuosamente por la peligrosa escalerilla.
¿Astourde? ¿Para qué lo seguiría hasta ahí?
Su primer pensamiento fue que el interrogatorio iba a continuar. Después lo pensó mejor; la retirada de Astourde había sido total el día anterior. Ya no disponía del apoyo tácico o encubierto de sus hombres, y toda nueva acción que emprendiera sería por cuenta propia.
Wentik desechó el pensamiento.
Volvió a sentarse y se relajó sobre la baranda, en espera de que Astourde llegara.
Astourde salió del último travesaño y se sentó pesadamente junto a Wentik.
—Elias —dijo casi sin aliento— Tenemos que hablar.
Wentik se estremeció. El intrigante énfasis que Astourde había puesto en aquel 'Elias' le resultó irritante. Miró al hombre.
—¿Qué quiere?
—Lo mismo que usted, supongo.
Astourde jadeaba, pero no hizo intento alguno de desabrocharse la túnica del uniforme.
—Ojalá no me hubiera seguido hasta aquí —dijo Wentik con tono mordaz—. No hay nada más que decir.
—Sí, hay algo —Astourde metió la mano en la túnica y sacó una tira de papel transparente, ya arrugado y sucio. En el interior, el solitario cuadro de película de color seguía allí.
Astourde lo sostuvo sobre el borde de la plataforma, y lo soltó.
—Cosas como esa foto del jet. Razones de que estemos aquí. Qué vamos a hacer ahora. No estoy seguro —su mano volvió al bolsillo interior.
—¿Qué haremos para salir de este lugar? —preguntó Wentik.
—No lo sé. Está el helicóptero, supongo.
Wentik miró hacia el aparato, casi oculto por la masa de la cárcel. Dos hombres trabajaban en él cerca del rotor de la cola.
—Sorprendí a Musgrove esta mañana. Intentaba despegar en el aparato.
—¿En serio? —dijo Astourde, vivamente—. Le dije que no lo intentara.
—¿Por qué quitaron los rotores? —preguntó Wentik.
Astourde se estremeció, la mano oculta bajo la túnica.
—Creí que usted lo robaría.
—¿Así que sabía que yo podía pilotarlo?
—Sí.
Algo captó la atención de Wentik al observar el helicóptero. En algún punto de una de las paredes de la cárcel... Entornó los ojos en un esfuerzo por distinguir.
—Musgrove ha actuado de un modo extraño —dijo.
—Es posible.
Astourde se levantó, y se inclinó en la baranda de la plataforma, apartando la vista de la cárcel. Mientras estuvieron conversando, la capa nubosa había menguado y el sol daba ya todo su calor. La llanura brillaba tenuemente a causa de las corrientes térmicas.
Wentik se levantó también y contempló la cárcel.
Allá. Aproximadamente en el centro del muro vio una protuberancia de color claro. Con el brillo del sol, los monótonos colores de las paredes producían un efecto amortiguador en los ojos. Pero una vez identificada la protuberancia, Wentik la vio con bastante claridad. Era de un color amarillo claro, casi blanco. No tenía una forma identificable para Wentik, pero su presencia en el muro no parecía ser arbitraria. Con la curiosidad excitada, Wentik se preguntó qué podría ser, situada con manifiesta deliberación en una pared externa por otro lado lisa.
Tenía que haber alguna razón para la protuberancia, pero esa certeza no menguó la curiosidad del científico, que persistía. Cuando tuviera tiempo, quizás a lo largo del día, le echaría un vistazo más de cerca. Cogió el brazo de Astourde para llamar su atención al respecto, pero el individuo se resistió.
—Allá —dijo—. Mire la cabaña. Tuve que dormir ahí la última noche.
Wentik observó la construcción, y reparó con sorpresa en su aparente pequeñez. En la ocasión que estuvo dentro había percibido de un modo subjetivo que el laberinto de túneles internos era infinitamente grande. Entonces se había aterrorizado, pero al contemplarla ahora se sintió intrigado con la paradoja de su tamaño.
Sintió un remordimiento. Habían sido sus actos, al fin y al cabo, los que habían forzado a Astourde a meterse en la cabaña.
—En cuanto a salir de aquí... —dijo.
—Tengo algunos mapas, Elías —lo interrumpió Astourde—. Podríamos tratar de llegar a Pôrto Velho si usted quiere. O a la costa. ¿Qué le parece?
—No lo sé. Me gustaría ver los mapas.
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