Cuando por fin llegó al corredor, descubrió que no había guardianes a la vista por ninguna parte. Durante veinte minutos vagó por los pasillos vacíos, y quedó intrigado al averiguar que el número de puertas abiertas era mucho mayor que el que había visto desde hacía largo tiempo. ¿Quién era el responsable de esto?, se preguntó. En cuanto hubo determinado que prácticamente la mitad de la cárcel no estaba restringida bajó al sótano y abrió una lata de comida. Sin gusto, muy ternilloso, el alimento lo asqueó. Pero no había otra cosa. Había llegado a acostumbrarse a ese tipo de comida.
Cuando terminó, volvió a subir a la planta, curioso por comprobar qué nuevo truco tenía reservado para él Astourde.
El hombre estaba otra vez sentado tranquilamente a la mesa, su rostro intolerante tan inexpresivo como siempre.
—Siéntese, doctor Wentik —dijo en cuanto lo vio.
Wentik fue hasta la mesa y notó que la mano seguía brotando de su centro. Estaba inmóvil, los dedos descansaban relajados en la superficie de la mesa.
Al llegar, Wentik se detuvo y miró alrededor. Le pareció que ambos, Astourde y él, estaban solos. No había señales de los otros hombres.
El día anterior, el abrupto cambio de ambiente hizo que las impresiones de Wentik sobre el jardín sufrieran una distorsión. De los confines agobiantes y opresivos de su celda y los tétricos y mal iluminados corredores, al sol brillante y los colores del césped. Había ciertos rasgos de un sueño en las impresiones que aún guardaba del día anterior, pese a todos sus intentos por racionalizarlas.
Por eso, antes de sentarse a la mesa, miró alrededor. Todo estaba como antes: la hierba del prado, el muro de la cárcel formando un lado del jardín y las hayas los otros tres, y la llanura ondulada que se extendía hasta el horizonte. Hacia allá la cabaña de madera que contenía el laberinto, y en las cercanías, el campo de minas.
Sólo Astourde sentado a la mesa, y la mano que continuaba brotando.
Wentik tomó asiento.
Contempló la mano y pensó: Me llamo Clive Astourde.
Astourde, sentado frente a él, observó su concentración y se removió en la silla. La mano tembló ligeramente, luego lo señaló.
¿Coincidencia?
Wentik siguió pensando: Soy un hombre libre. Ningún cambio, la mano continuaba señalando a Astourde.
Soy un prisionero y me llamo Elías Wentik, de Londres, Inglaterra.
Astourde, que ahora se agitaba intranquilo, como si supiera que ya no tenía tanto control sobre Wentik como antes, tocó nerviosamente el borde de la mesa con los dedos. Al hacerlo, la mano se inclinó y volvió a su primera posición.
El día anterior Wentik había creído que el movimiento de la mano estaba relacionado de algún modo con sus pensamientos. Pero la explicación más probable era que Astourde podía manipularla de alguna forma.
Astourde se aclaró la garganta.
—¿Para quién trabaja, doctor Wentik?
Wentik contempló la mano. Pensó: Soy un científico civil, y la mano permaneció estacionaria.
—Soy capitán de la Infantería de Marina de los Estados Unidos —dijo suavemente.
Astourde dio la impresión de estar perplejo. La mano señaló a Wentik, luego se relajó. A continuación volvió a señalarlo.
—¿Qué...
Astourde se detuvo, después hizo un nuevo intento:
—¿Qué hacía en la Concentración?
—Era un prisionero —dijo Wentik.
—¿Cuál es su nacionalidad?
—No lo sé.
¿Quién soy yo?
Wentik miró fijamente al hombre.
—Usted es mi interrogador.
La mano se puso a dar puñaladas al aire en su dirección, y Astourde se puso de pie.
—¿Su interrogador? ¿Eso soy?
Apartó la silla a un lado con aire desdeñoso y se dirigió hacia la pared de la cárcel donde había sido colocada su caja de madera. Se subió encima y miró el prado.
De detrás de los árboles que delimitaban el césped surgieron los otros hombres. Sin hacer caso de Wentik, que se había quedado sentado a la mesa observando la maniobra con fascinación, marcharon en dirección a Astourde y lo rodearon en desordenado montón.
Wentik se echó a reír, y volvió a la celda sin que nadie lo advirtiera.
En los días que siguieron la vida de Wentik se centró más o menos en torno a la mano y en el ilusorio efecto psicológico que producía. Sus primeras sensaciones de moderada curiosidad y tímida aceptación no tardaron en dar paso a un activo interés académico por el mecanismo de la mano. Varias veces se arrastró bajo la mesa durante las sesiones de interrogatorio, pero no fue capaz de llegar a comprender el funcionamiento de modo satisfactorio. Finalmente, se vio forzado a aceptar que la mano no era un invento de Astourde (ni de alguno de los hombres, realmente), sino que Astourde y sus hombres se habían encontrado con la mano al ocupar la cárcel.
Aceptado esto, la curiosidad de Wentik disminuyó y se preocupó más por el comportamiento irracional de Astourde. Sus motivaciones le resultaban totalmente oscuras a Wentik, que tan sólo podía devanarse los sesos respecto a la inconsistencia de las reacciones del individuo. En las ocasiones que Wentik trataba de superarlo en el manejo de la mano de la mesa, la expresión de Astourde se volvía preocupada, y casi parecía un hombre acosado. Pero cuando Wentik se mostraba menos agresivo en sus réplicas, Astourde tomaba la iniciativa y lo bombardeaba con preguntas y preguntas y preguntas. En cierta ocasión, cuando estaban en la etapa en que los interrogatorios se habían vuelto tan fastidiosos como al principio, Astourde se puso en pie y comenzó a vociferar. La mano señalaba rígidamente desde el centro. A continuación, Wentik se sintió francamente asustado, y cuando los hombres de batas blancas empezaron a cercarlo a una inadvertida señal de Astourde, Wentik se había retirado rápidamente a la seguridad relativa de su celda.
Así provisto de una aceptable y útil teoría sobre la naturaleza de la mano, pero con un conocimiento creciente de la imprevisible conducta de Astourde, Wentik se encontró con que los sueños que todavía le preocupaban empezaron a debilitarse, y al cabo de unos cuantos días dejaron de producirse.
Trece días después de haber encontrado la mano de la mesa, cuando paseaba por el corredor en busca de un improvisado desayuno en la cocina, Wentik notó que las ventanas que daban a la llanura habían sido desprovistas de las persianas.
Fuera de la cárcel, el helicóptero seguía estacionado. Pero las piezas rotoras, advirtió Wentik, habían sido finalmente quitadas y no se las veía por ninguna parte.
Al llegar al prado, Wentik no fue derecho hacia la mesa, sino que caminó hacia los otros hombres, que parecieron sorprendidos de que él los abordara directamente. Varios de ellos retrocedieron o se desplazaron hacia los lados, buscando la protección de los árboles.
Wentik fue hacia el más próximo, un hombre de cabello negro corto con la cabeza llena de caspa que lo miró con aprensión.
—¿Quién es usted? —dijo directamente Wentik.
—¿Yo? Soy Johns. Cabo Alien Johns, señor —señaló a los otros— Y esos son Wilkes, Mesker, Wallis...
Wentik se alejó de su interlocutor, circundó al grupo y fue poniéndose detrás de cada uno de ellos. Ociosamente, recogió una de las tablillas sujetapapeles que yacían en el suelo. La hoja de papel había sido dividida en dos amplios márgenes, con el encabezamiento REACTIVO y PROGRESIVO. Había varias ecuaciones minúsculas garabateadas en la hoja sin hacer caso alguno de las columnas, como hechas en un momento de distracción. En la parte inferior, en la columna PROGRESIVO, alguien había escrito:
Astourde
Wentik
Astourde
Musgrove (?)
El tercer nombre estaba subrayado con un trazo muy grueso.
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