Christopher Priest - Indoctrinario

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Elías Wentik, que en un laboratorio secreto de la Antártida experimenta con drogas que afectan al cerebro, es transportado de pronto a la selva brasileña en el siglo XXII. El mundo ha sido devastado por armas nucleares y un gas venenoso todavía activo. Wentik quiere volver a su propia época y descubrir el antídoto del gas, pero la Gran Guerra ya ha comenzado, y Wentik ha de decidir si escapa volviendo a 1989 o muere en el presente.

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—¿Puedo ponerme esto? —preguntó.

No hubo respuesta, por lo que se echó la bata por encima de los hombros y deslizó los brazos por las mangas. En el suelo descubrió una tablilla sujetapapeles y también la cogió. El papel estaba en blanco.

Estuvo sentado una hora a la sombra de los árboles, contemplando la inmóvil faz de la cárcel.

Al acabar la hora los hombres que permanecían en torno a la cabaña lanzaron gritos de gozo y varios cartuchos de fogueo resonaron en el aire. De vez en cuando, uno de los hombres chillaba, la voz apagada por las delgadas paredes de la choza.

Mucho más tarde, en medio del constante calor del largo atardecer, Wentik encontró un rifle y varios cartuchos de fogueo junto a uno de los árboles y cruzó la llanura para unirse a los que estaban en la cabaña.

Siete

Cuando Wentik se despertó la mañana siguiente, captó al instante un agudísimo chillido mecánico que subía y bajaba de manera monótona. Saltó de la litera, se puso los pantalones y salió al corredor.

Ahí el sonido era mucho más fuerte.

Atisbó por una ventana, los ojos entornados ante la primera luz matutina. Había una capa de nubes bajas en el cielo y, aunque el sol no era visible, ya se sentía su presencia. Wentik notó el primer indicio de sudor en las palmas de las manos.

Una fina neblina de humo rodeaba el helicóptero, y Wentik apenas logró distinguir la forma de una figura en el interior de la cabina.

Recorrió los pasillos hasta llegar a la escalera principal y bajó. Fue directamente a la cocina y se sirvió algo de comer. En todo ese tiempo no vio a nadie. Se lavó cara y manos bajo el grifo de agua fría y se secó con el basto material de la bata blanca. Cuando hubo terminado, se puso la bata y se dispuso a investigar la fuente del ruido.

Subió las escaleras hasta la planta baja y atravesó el pasillo central para llegar a una puerta que daba a un túnel, que al parecer iba de la puerta principal de la cárcel a un pequeño campo de ejercicios que había en el centro.

Había silencio ahora, y Wentik observó la enorme puerta, cerrada mediante un simple dispositivo de aldabas de madera. Alzó las dos barras, las soltó para que giraran hasta el suelo y empujó. Salió al aire libre.

El helicóptero estaba a cincuenta metros de distancia, su nariz de cara a Wentik. La cruz roja vertical con su fondo blanco resaltaba entre la monotonía de colores, alrededor. Un hombre se hallaba junto al aparato, la cabeza metida en una gran escotilla de inspección en el costado del fuselaje delantero.

Era Musgrove.

—¡Hey, Musgrove! —gritó Wentik.

El hombre miró sorprendido y lo vio. Se echó hacia atrás, bajó de golpe el panel de inspección y se precipitó hacia la escotilla de entrada. Desapareció de la vista dentro de la máquina y reapareció en la burbuja transparente de la cabina. Cayó pesadamente en uno de los asientos, estiró el brazo hacia el techo y bajó una palanca. Al instante el aullido mecánico sonó de nuevo, y el eje situado en la parte superior del aparato, carente de piezas rotoras, giró furiosamente. El propulsor estabilizador de la cola comenzó a dar vueltas. El ruido cobró más agudeza y el humo salió disparado por una línea de tubos de escape en la base del helicóptero.

Wentik llegó al aparato, subió y trepó hasta la cabina.

—¿Qué demonios está haciendo? —gritó a Musgrove.

El hombre miró por encima de su hombro, frenético, e intensificó la presión de su mano sobre la palanca del starter. La estridencia del motor prosiguió.

—¡Apártese! —contestó Musgrove— ¡Estoy a punto de despegar!

—¡No! ¡Sin hélices no lo hará! —gritó Wentik— ¡Por amor de Dios, suelte esa palanca!

El ruido en la cabina era ensordecedor.

Wentik estaba vagamente familiarizado con helicópteros de ese tipo. Durante uno de sus períodos de instrucción industrial varios años atrás, estuvo vinculado con una empresa británica que montaba aparatos similares bajo licencia. En cierta ocasión le habían mostrado uno, tal vez del mismo modelo, o una mejora de éste. La palanca que Musgrove sostenía era el starter del pistón auxiliar, aun cuando el helicóptero hubiera estado equipado con las hélices no habría podido despegar. La propulsión principal residía en las toberas de las aspas, abastecidas por un compresor principal alojado dentro del mismo aparato.

Wentik asió el brazo de Musgrove y tiró. El hombre se aferró con desesperación, hasta que Wentik clavó las uñas en sus bíceps. Cuando Musgrove soltó la palanca, el alarido del motor de arranque se apagó.

Musgrove se irguió y agarró el cuello de Wentik violentamente. Moviéndose con torpeza, su pie cayó contra la abierta puerta de un depósito y entró tambaleante en el compartimiento principal del aparato. Wentik se agachó detrás de Musgrove cuando éste caía y lo arrojó hacia la escotilla. Musgrove resbaló en el borde y cayó sobre los rastrojos, con la cabeza cerca de una de las ruedas.

Wentik se acuclilló en el margen de la escotilla y miró al otro. Cierto rasgo de su conducta violenta e irracional lo desconcertaba.

Musgrove se volvió y levantó la mirada hacia Wentik.

—He vuelto a sorprenderle, ¿no?

Wentik lo contempló meticulosamente.

—Creo que está enfermo, Musgrove.

—Bueno, es posible. Pero no es culpa mía, ¿no?

Se levantó y se alejó hacia la cárcel quitándose el polvo con idénticos movimientos a los que le viera emplear antes en el molino. De pronto echó a correr, y desapareció por la puerta de madera negra.

Wentik volvió a ponerse en el asiento del piloto y apoyó las manos en los controles principales. Observó la disposición de cuadrantes e instrumentos en el panel de mandos. Pese a que tenía licencia de piloto privado y había pilotado aviones ligeros durante varios años por esparcimiento, ninguno de esos controles tenía demasiada lógica para él. ¿Cuánto se tardaría en aprender a pilotar un aparato así?, se preguntó. Quizás entre los hombres del grupo hubiese algún piloto...

Por lo que él recordaba, ese tipo de helicópero se usaba para transporte de personal o como ambulancia aérea. Era rápido y fácil de maniobrar, pero de alcance relativamente corto. Su techo era bastante elevado, pero por encima de los tres mil quinientos metros su manejo resultaba molesto, según habían informado a Wentik.

Examinó los indicadores, y notó que los tanques estaban llenos. Era evidente que Musgrove conocía el aparato tanto como para poder reabastecerlo de combustible, pero sus empeños absurdos en pilotarlo sin rotores le resultaban imcomprensibles.

Medíante un método de tanteos, Wentik encontró el encendido y lo desconectó. Era tonto dejar que las baterías del circuito auxiliar se descargaran; ya habían sufrido suficiente abuso, y Wentik planeaba usar el aparato para huir de la cárcel en cuanto fuera posible.

Cerró la escotilla de golpe y volvió al edificio.

A últimas horas de la mañana, después de seguir errando por la cárcel y enterarse de que prácticamente todas las puertas interiores estaban abiertas, Wentik decidió efectuar una ruptura total con el ambiente del edificio, y paseó a solas por la llanura en dirección al poste de la colina cercana.

Todavía llevaba puesta la bata blanca, y mientras caminaba encontró un pequeño espejo en uno de los bolsillos, Contempló el reflejo de su rostro, advirtiendo sobresaltado que era la primera vez en varias semanas que lo hacía, y se miró con la actitud objetiva de un virtual extraño.

Su cabello se había hecho muy largo, y flotaba libremente sobre su cara. El pico de pelo sobre su frente, otrora prominente cuando decidió peinarse hacia atrás, había desaparecido bajo el nuevo margen y, para satisfacción de Wentik, la textura del pelo había mejorado mucho y tenía un color más claro.

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