Christopher Priest - Indoctrinario

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Elías Wentik, que en un laboratorio secreto de la Antártida experimenta con drogas que afectan al cerebro, es transportado de pronto a la selva brasileña en el siglo XXII. El mundo ha sido devastado por armas nucleares y un gas venenoso todavía activo. Wentik quiere volver a su propia época y descubrir el antídoto del gas, pero la Gran Guerra ya ha comenzado, y Wentik ha de decidir si escapa volviendo a 1989 o muere en el presente.

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—Hay algo más...

—¿Qué?

—No estoy seguro —dijo lentamente Astourde— Es algo relacionado con el motivo por el que usted se halla aquí. Todo ha cambiado ahora.

—No comprendo.

—Después de lo sucedido ayer. Todo ese tiroteo, y cuando estaba solo en la cabaña... Empecé a ver las cosas desde su punto de vista. Después, cuando salí esta mañana, fue como si usted ya no existiera —Astourde se agarró al aro metálico más cercano de la escalerilla y apoyó una pierna en el travesaño.

—¿Qué pretende decir, Astourde?

—Discutámoslo más tarde —bajó otro peldaño— Hace demasiado calor aquí. Esperemos a que refresque. Venga a mi despacho esta noche.

Su cabeza desapareció de la escena. Wentik lo observó a través del suelo, tal como lo había visto ascender. Los movimientos del individuo eran lentos, meticulosos, como si un motor interno regulara su coordinación corporal.

Por el motivo que fuera, el período de encarcelamiento de Wentik parecía haber llegado a su final. Astourde lo trataba ahora con deferencia. Wentik imaginaba al hombre en otro ambiente, tal vez como un solícito jefe de cierto departamento gubernativo, supervisando al personal de pagos... Arrogante consus subordinados, servil ante sus superiores. Pero su estancia allí había transcurrido, y acabado.

Wentik se preguntó dónde encajaba él en los nuevos planes de Astourde..., suponiendo que el hombre tuviera algún plan. Y volvió a recostarse en la baranda, notando la ligera vibración de la plataforma causada por el descenso de Astourde. Los rayos del sol daban en un lado de su cara, el otro estaba temperado por la brisa. Algo que casi resultaba agradable.

De vez en cuando su mirada erraba hacia el horizonte oriental. Wentik detenía su observación sobre la suave mancha de vegetación más oscura.

Ocho

Astourde encontró a Musgrove en el pequeño campo de ejercicios del centro de la cárcel. El hombre se hallaba a un lado, mirando hacia la pared opuesta las hileras de ventanas con barrotes.

—No lo entiendo —dijo cuando vio a Astourde, que se dirigía hacia él—. Ninguna de las celdas tiene ventana, y sin embargo desde aquí fuera se ven tantas...

—No se preocupe por eso —dijo Astourde—. Hay algo que deseo que haga.

Musgrove se acercó a Astourde y abrió la puerta de un cobertizo situado en el muro del patio.

—¿Qué ocurre?

Astourde vio que el otro extendía el brazo y levantaba el extremo de una de las hélices del helicóptero. Cambió de tema bruscamente.

—Creía que... ¿Por qué las has ocultado?

—Usted me lo ordenó.

—No dije que las ocultara. Dije que las sacara.

El rostro de Astourde reveló su repentina cólera. Volvió la espalda a Musgrove como si hubiera recordado lo sucedido el día anterior.

—Wentik dice que le ha visto en el helicóptero esta mañana.

Musgrove dejó en el suelo la hélice y se irguió.

—Sí. Lo sorprendí cuando trataba de despegar. Admitió que intentaba escapar.

—¿Wentik estaba en el aparato?

—Sí.

Musgrove permanecía ante él mostrando hosquedad. Daba la impresión de que su actitud actual era una reacción contra la conducta de Astourde el día anterior. En los escasos meses que conocía a Musgrove, éste se había mostrado reacio a obedecerle con frecuencia, pero a Astourde jamás le había dicho una mentira deliberada, al menos para su conocimiento.

—Wentik afirma que fue usted el que trataba de pilotar el aparato —dijo a Musgrove.

— ¡Ja! ¡Sin los rotores?

—Sí. Sin los rotores. ¿Qué pretendía?

Un hombre se presentó en el patio, se acercó a Musgrove y le entregó una caja metálica que contenía varias llaves. Se marchó sin mirar a Astourde.

—¡Eh, usted!

El hombre se detuvo y se volvió.

—¿Qué es lo que quiere? —lo increpó Astourde.

—Buscaba al señor Musgrove. No lo encontré en el despacho, así que...

—Bien —Astourde se volvió hacia Musgrove—. Quiero que haga algo.

El individuo le devolvió la mirada recelosamente, como si expresara de un modo tácito la falta de autoridad de Astourde sobre él.

—¿Qué cosa?

—Usted también —dijo Astourde al otro hombre—. Intenten localizar a algunos habitantes locales.

—¿Está hablando de viajar a pie? —preguntó Musgrove.

—Sí. Llévese el equipo que quiera, y los hombres que le hagan falta.

—¿Y si no voy? —replicó Musgrove, con una insinuación de amenaza en su tono.

—Yo... No sé —dijo Astourde—. ¿Va a ir?

—De acuerdo —Musgrove miró al otro indivíduo— Pero iré solo.

—Es cosa suya.

Astourde se volvió y se dirigió a su despacho. Con Musgrove lejos se sentía más capaz de habérselas con Wentik.

Al atardecer, Wentik regresó a la cárcel y comió algo. No vio a nadie, pero escuchó el ruido de algunos movimientos ocasionales procedentes del piso superior.

Durante el interrogatorio había mantenido a raya de manera consciente, mientras aguardaba hechos positivos, su deseo de abandonar la cárcel. Ahora que estaba prácticamente en libertad para actuar como le apeteciera, su ansia de salir de la cárcel, de volver a tomar contacto con el mundo exterior, de continuar su trabajo y ver de nuevo a su familia..., todo eso se convertía en la obsesión principal. Con todo, el científico estaba aceptando también, al mismo tiempo, la lejanía de la cárcel. Se estaba acostumbrando a la idea de que su huida era un objetivo a largo plazo.

Con estos detalles en la mente, se resolvió a averiguar lo que pudiera sobre el lugar. Quizás hasta podría descubrir algún medio de acelerar el proceso...

En cuanto hubo comido, Wentik fue otra vez al pequeño prado de la parte posterior de la prisión. En ese momento estaba tan silencioso como el resto del edificio. La mesa que se había usado en su interrogatorio había sido arrastrada hasta la pared y permanecía allí en solitaria quietud, con la mano sintética relajada y apuntando hacia la cárcel fláccidamente.

Wentik contempló el miembro irónicamente, recordando cómo su siniestro surrealismo había llegado a obsesionarlo al principio. Pasó los dedos por las lisas líneas de la mano, y le alarmó un poco encontrar que estaba caliente, muy probablemente por su exposición al sol. No obstante, el descubrimiento lo intranquilizó.

En las primeras ocasiones que había intentado averiguar el funcionamiento de la mano, Wentik había estado limitado por la presencia de Astourde. Aún no tenía idea de cómo funcionaban los mandos, aunque por fuerza debía existir un control dactilar a lo largo del borde trasero de la mesa. Wentik se inclinó y observó el borde.

Al instante, vio una pequeña placa metálica fijada en la madera. En ella se hallaban repujadas las palabras:

Companhía Siderúrgica Nacional. VOLTA REDONDA

Poder Directo

Puso las palmas de las manos sobre la mesa y dejó caer los pulgares, como Astourde había hecho siempre. Por un segundo o dos estuvo tanteando, hasta encontrar el lugar adecuado. Si apretaba ambas manos a la vez caía una palanca... y la mano se ponía rígida. Apretando la palanca, la mano empezaba a pinchar el aire.

El movimiento le fascinaba igual que siempre, la mano moviéndose hacia adelante y hacia atrás como la cabeza de un ave zancuda.

Con las manos en la superficie de la mesa, Wentik sentía la vibración del movimiento. Alzó las manos y el miembro se detuvo. Satisfecho, dio media vuelta. Era un simple artilugio, al fin y al cabo, y cualquiera podía manejarlo.

Se alejó de la mesa, atravesó el prado y salió a la llanura. El sol empezaba a descender en el cielo, pero el ocaso no llegaría hasta dentro de dos horas. La temperatura era elevada, con seguridad que muy por encima de los treinta grados.

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