—Tampoco estoy segura de que le estés haciendo ningún bien a ella — suspiró—. La policía me habló de una asociación de padres. Podrías ir a echar un vistazo.
—¿Una asociación de padres?
—Padres cuyos hijos han huido. Suelen ser chavales con ideales kuinistas. Padres haj, por decirlo de alguna forma.
—Lo último que estoy buscando es un grupo de apoyo.
—Podrías comparar notas, ver lo que están haciendo otras personas.
Lo dudaba. De todas formas, copié en la agenda la dirección que me dio Janice.
—Mientras tanto —añadió—, me disculparé con Whit de tu parte.
—¿Acaso él ha pedido disculpas por haber metido a Kait en ese club?
—Eso no es asunto tuyo, Scott.
Aproximadamente un mes después de la llegada del Cronolito de Jerusalén, acudí a la consulta de un doctor y mantuve una larga charla con él sobre genética y locura.
Había empezado a pensar que podía haber una parte personal en la lógica de correlación de Sue. Ella consideraba que nuestras expectativas moldeaban el futuro y que aquellos que habíamos sido expuestos a una turbulencia tau extrema podíamos ejercer más influencia que la mayoría de personas.
Después de asumir que el mundo entero estaba sufriendo un ataque de locura, empecé a preguntarme si yo mismo habría contribuido desde lo más profundo de mi psique familiar. ¿Acaso había heredado de mi madre una secuencia genética defectuosa? ¿Había sido mi propia demencia latente la que había llenado de balas y cristales la suite de aquel hotel del Monte Scopus?
El médico me sacó muestras de sangre y accedió a buscar en mis genes cualquier marca que pudiera sugerir el inicio de una esquizofrenia tardía, aunque me advirtió que no sería sencillo porque, aunque genéticamente era susceptible a padecerla, la esquizofrenia no era un trastorno estrictamente heredable. No realizaban parches genéticos para evitarla porque, al parecer, eran ciertos efectos ambientales complejos los que desencadenaban la enfermedad. Por todas estas razones, lo máximo que podría decirme era si podía haber heredado una tendencia a la esquizofrenia tardía (es decir, que sólo podía darme una información prácticamente irrelevante y carente de valor de predicción).
Volví a pensar en todo eso cuando le pedí a la terminal del motel que me mostrara un mapa del mundo en el que estuvieran marcados todos los lugares en los que había algún Cronolito. Si el mundo sufría locura, estos eran sus síntomas: Asia, repleta depuntos rojos, se estaba disolviendo en una febril anarquía, aunque el frágil gobierno de Japón seguía resistiendo en aquellos lugares en los que la coalición gobernante había sobrevivido a un plebiscito. Lo mismo sucedía en Pekín, pero no en las zonas rurales de China ni en las que se encontraban alejadas de la costa. El subcontinente indio estaba repleto de marcas de aterrizajes, al igual que Oriente Medio, donde no sólo estaban los Cronolitos de Damasco y Jerusalén, sino también los de Bagdad, Teherán y Estambul. Aunque Europa estaba libre de las manifestaciones físicas del kuinismo (que de momento se habían quedado encalladas en Bósforo), no había sucedido lo mismo en la política: tanto en París como en Bruselas se sucedían las revueltas callejeras masivas promovidas por facciones “kuinistas” rivales. El norte de África había soportado cinco llegadas desastrosas; el mes pasado, por ejemplo, un pequeño Cronolito había eliminado del mapa la ciudad ecuatorial de Kinshasa. El planeta estaba enfermo, agonizaba.
Borré el mapa de la pantalla y marqué uno de los números de teléfono que Janice me había dado: el de un teniente de policía llamado Ramone Dudley. Su interfaz me dijo que no podía atenderme en esos momentos, pero que mi llamada había quedado registrada y que me respondería con la mayor brevedad posible.
Mientras esperaba, decidí marcar el teléfono del “grupo de apoyo”, que resultó ser la terminal del hogar de una mujer de mediana edad llamada Regina Lee. Al verla en albornoz y con el cabello empapado, le pedí disculpas por haberla sacado de la ducha.
—No pasa nada… a no ser que me esté llamado de aquella puta agencia del cobrador del frac —respondió. Su voz tenía un contralto sureño tan sombrío como su semblante—. Disculpe mi francés.
Le expliqué que Kaitlin había desaparecido.
—Sí —dijo—. De hecho, conozco la historia. Un par de padres acaban de unirse a nosotros debido a ese incidente… bueno, la verdad es que son madres. Los padres suelen resistirse al tipo de ayuda que ofrecemos, aunque desconozco la razón. De todas formas, usted no parece formar parte de ese clan de tozudos.
—No estaba aquí cuando Kaitlin desapareció. Le hablé de Janice y Whit. —Así que usted es un padre ausente.
—pero no por elección, señora Sadler. ¿Podría responderme con franqueza a una pregunta?
—Me gusta ser sincera. Y por cierto, todo el mundo me llama Regina.
—Tengo algo que ganar reuniéndome con esas personas? ¿Con eso conseguiré que mi hija regrese a casa?
—No, no puedo prometérselo. Nuestro grupo se creó con otro propósito. Sólo intentamos salvarnos a nosotros mismos. Muchos padres que se encuentran en esta situación se desesperan, pero el hecho de poder compartir sus sentimientos con otras personas que están pasando por lo mismo les ayuda a seguir adelante. Supongo que ahora mismo se estará diciendo para sus adentros que no necesita toda esta mierda sensiblera. Puede que usted no, pero algunos de nosotros la necesitamos… y no nos avergonzamos de ello.
—Ya veo.
—Puedo decirle que varios miembros del grupo han contratado detectives privados, rastreadores, desprogramadores y todo eso, y que comparan sus notas y comparten la información. Sin embargo, para ser franca con usted, debo decirle que tengo muy poca fe en dichas actividades… y los resultados que he visto de momento sólo demuestran que tengo razón.
Le dije que me gustaría hablar con esas personas, aunque sólo fuera para aprender de sus errores.
—Bueno, podría asistir a la reunión que celebraremos esta noche…— me dio la dirección de un salón parroquial—. Si aparece por aquí, podrá conversar con ellos. De todas formas, ¿podría pedirle algo a cambio? No venga aquí como un escéptico; hágalo con la mente bien abierta. Usted parece estar demasiado calmado y sereno, pero sé perfectamente por lo que está pasando. Por experiencia sé lo sencillo que resulta aferrarse a una pajita cuando un ser querido está en peligro. Y no se equivoque, señor: su hija Kaitlin está en peligro.
—Lo sé, señora Sadler.
—Una cosa es saberlo y otra asumirlo —miró por encima de su hombro, quizá a un reloj—.Tengo que arreglarme, pero me alegraría verle esta tarde.
—Gracias.
—Rezaré para que su historia tenga un buen final, señor Warden.
Volví a darle las gracias.
La reunión se celebró en el salón parroquial de la iglesia presbiteriana de un barrio que, antes de sumirse en la más absoluta pobreza, había sido obrero. Regina Lee Sadler, que llevaba un vestido de flores, se movía con elegancia por la tarima con un anticuado micrófono que se balanceaba delante de sus labios. Al natural, parecía más fuerte y unos diez kilos más pesada que en la pantalla de vídeo. Me pregunte si sería lo bastante presumida como para haber instalado un dispositivo de adelgazamiento en su interfaz.
No me presenté, sino que me deslicé silenciosamente hasta el fondo de la sala. Aunque no se trataba exactamente de una reunión de un grupo de terapia, lo parecía. Los cinco miembros nuevos se presentaron y contaron sus problemas. Cuatro de ellos llevaban un mes sin ver a sus hijos, que se habían unido a facciones kuinistas o habían realizado un haj. La última en hablar fue una mujer que nos explicó que su hija llevaba más de un año desaparecida y que lo único que deseaba era un lugar donde poder compartir su dolor. Repitió varias veces que no había perdido ¡a esperanza, pero que estaba muy, muy cansada y que sólo quería desahogarse para ser capaz de dormir, aunque sólo fuera por una noche. Hubo un enmudecido aplauso cargado de compasión. Entonces, Regina Lee se levantó y leyó una página impresa de noticias y actualizaciones: muchachos que habían sido rescatados, rumores sobre nuevos movimientos kuinistas en el sudoeste, un camión repleto de peregrinos menores de edad que había sido interceptado en la frontera mejicana. Tomé nota.
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