Robert Wilson - Los cronolitos

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Scott Warden es un hombre perseguido por el pasado… y pronto también por el futuro. En la Tailandia de comienzos del siglo XXI es un vago en una comunidad costera de expatriados, cuando es testigo de un acontecimiento imposible: la aparición en el boscoso interior de un pilar de piedra de casi setenta metros. Su llegada colapsa los árboles en un cuarto de kilómetro alrededor de su base. Parece estar compuesto de una exótica forma de materia y la inscripción tallada muestra la conmemoración de una victoria militar… que tendrá lugar dentro de dieciséis años.
Poco después, un pilar aún mayor aparece en el centro de Bangkok. A lo largo de los siguientes años, la sociedad humana queda transformada por estos misteriosos visitantes, al parecer llegados desde el futuro reciente. ¿Quién es el guerrero “Kuin”, cuyas victorias celebran? Scott sólo quiere reconstruir su vida, pero un extraño bucle le arrastra sin cesar hacia el misterio central… y una fascinante batalla con el futuro.
Tensa, emotiva, rigurosa y emocionante, “Los Cronolitos” es una obra maestra de uno de los mejores autores de ciencia ficción de la actualidad.

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—¿Preguntaron por mamá?

—¿No acabo de decírtelo?

—¿Qué tipo de preguntas?

—Sus… ya sabes, sus síntomas. Cuándo aparecieron y cómo se comportaba. Cómo lo llevabas tú. Cosas que no le importan a nadie, excepto a la familia. ¡Por el amor de Dios, Scotty, querían saberlo todo! Incluso fueron a echar un vistazo a las cosas que tienes guardadas en el garaje. ¿Puedes creer que cogieron muestras de agua de los grifos?

—¿Me estás diciendo que vinieron a casa?

—Sí.

—¿Se llevaron algo más, aparte del agua?

—Creo que no, pero eran tantos que no podía prestar atención a lo que hacía cada uno de ellos. Si quieres ir a echar un vistazo a tus cosas, la caja sigue allí, debajo del Buick.

Sintiendo una mezcla de curiosidad e inquietud, me disculpé y me dirigí al frío garaje.

La caja de la que hablaba mi padre contenía diversos objetos de mis años de instituto: anuarios, un par de premios académicos, viejas novelas y DVD, además de algunos juguetes y recuerdos, entre los que descubrí que estaba la Estatua de la Libertad que había comprando durante el viaje a Nueva York. La hueca figura de latón estaba deslustrada y el fieltro verde de su base, raído; de todas formas, la cogí y la guardé en el bolsillo. Aunque me resultó imposible averiguar si faltaba algo de aquel surtido, la idea de que unos agentes anónimos del FBl hubieran estado rebuscando entre las cajas del garaje me puso la Piel de gallina.

Debajo de todo, en el fondo de la caja, descubrí diversas láminas de dibujos que había hecho en la escuela. Aunque no era la asignatura que mejor se me daba, a mi madre le habían gustado y había decidido guardarlos. El rígido papel marrón de las pinturas de acuarela tenía la consistencia de las hojas caídas. Eché un vistazo a las láminas. En su mayoría eran paisajes nevados: pinos torcidos, cabañas aisladas por la nieve… objetos solitarios perdidos en un enorme escenario.

Cuando volví a entrar en casa, mi padre estaba cabeceando en la butaca. Al ver que su taza de café se balanceaba sobre el apoyabrazos acolchado, la dejé encima de la mesa para que no se cayera. Despertó con el timbre del teléfono, un viejo aparato al que había añadido un adaptador digital en el punto en el que el cable se unía a la pared.

Contestó, parpadeó y dijo “sí” un par de veces; a continuación, me pasó el auricular.

—Es para ti.

—¿Para mí?

—¿Ves a alguien más?

Era Sue Chopra. Como la línea de mi padre no tenía un gran ancho de banda, su voz sonaba muy débil.

—Nos tienes muy preocupados, Scotty —dijo.

—El sentimiento es mutuo.

—Supongo que estarás preguntándote cómo te hemos encontrado; sin embargo, deberías estar contento de que lo hayamos hecho. Nos has dado un montón de quebraderos de cabeza huyendo de esa forma.

—Sue, no he huido. He venido a pasar la tarde con mi padre.

—Comprendo, pero podrías habernos avisado antes de abandonar la ciudad. Morris te ha seguido.

—Morris puede irse a tomar por culo. ¿Estás intentando decirme que tengo que pedir permiso para abandonar la ciudad?

—No es una norma escrita, pero habría estado bien que lo hicieras. Scotty, sé lo enfadado que debes de estar. Yo también he tenido que pasar por todo esto. Puede que ahora no seas capaz de entenderlo, pero los tiempos han cambiado. El mundo es más peligroso de lo que solía ser. ¿Cuándo vas a regresar?

—Esta noche.

—Bien. Creo que tenemos que hablar.

Le dije que también yo lo creía.

Me quedé unos minutos más con mi padre y después le dije que tenía que irme. La débil luz del día que lograba colarse por las cortinas ya se había desvanecido. La casa estaba fría; olía a polvo y a calor seco.

Papá se revolvió en su silla.

—¿Has realizado un viaje tan largo sólo para tomar café y musitar? — preguntó—. Escucha, sé por qué estás aquí, así que te lo diré sin rodeos. No tengo miedo a morir. Ni siquiera me da miedo hablar de ello. Cada mañana me levanto, leo el correo y me digo a mí mismo: “bueno, tampoco será hoy”. De todas formas, debo reconocer que no es lo mismo que si no lo supiera.

—Comprendo.

—No, no lo entiendes. Pero me alegro de que hayas venido.

Sus palabras me sorprendieron. Fui incapaz de pensar en una respuesta.

Cuando se levantó, sus pantalones cayeron sobre sus huesudas caderas.

—Sé que no siempre traté a tu madre como debería haber hecho, pero estuve allí, Scotty. No lo olvides nunca. Cuando estuvo hospitalizada, incluso cuando deliraba. Nunca te llevaba a verla antes de asegurarme de que tenía un buen día. Algunas de las cosas de las que decía te hubieran arrancado la piel a tiras. Y después te fuiste a la universidad.

Mi madre había muerto debido a una neumonía un año antes de que me graduara.

—Podrías haberme llamado cuando enfermó.

—¿Para qué? ¿Para que tuvieras que vivir con el recuerdo de tu madre maldiciéndote desde su lecho de muerte? ¿De qué habría servido?

—Yo también la quería.

—Para ti era muy fácil. Puede que yo la amara y puede que no. Ya no me acuerdo. Pero estuve con ella, Scotty. Todo el tiempo. No fui siempre amable con ella, pero siempre estuve con ella.

Me dirigí hacia la puerta. Él me siguió unos pasos, pero entonces se detuvo, jadeante.

—No lo olvides nunca —añadió.

Ocho

Cuando llegamos a Israel, el aeropuerto de Ben Gurion era un caos, pues estaba abarrotado de turistas que intentaban abandonar el país. A su llegada, el vuelo de El Al (que aterrizó con cuatro horas de retraso debido a las condiciones atmosféricas, después de haber sufrido un retraso “diplomático” de tres días del que Sue se negaba a hablar) estaba prácticamente vacío, pero cuando despegara de nuevo iría completo. La evacuación de Jerusalén continuaba.

Sue Chopra, Ray Mosley, Morris Torrance y yo salimos del aparato rodeados por un cordón de agentes del FBI provistos de dispositivos de realce de visión y armas camufladas, que a su vez iban escoltados por cinco reclutas del Ejército de Defensa Israelí (con vaqueros, camisetas blancas y ametralladoras Uzi colgadas del hombro), que se reunieron con nosotros al pie de las escalerillas. Cruzamos con rapidez la Aduana Israelí y salimos al exterior del aeropuerto, donde nos esperaba lo que parecía un sheruti (es decir, una furgoneta-taxi privada), que había sido incautada para aquella emergencia. Sue se deslizó en el asiento contiguo al mío, aturdida aún por el viaje, y Morris y Ray se sentaron detrás de nosotros. Al instante, el motor eléctrico canturreó suavemente y el vehículo empezó a moverse.

Sobre la Autopista Uno caía una lluvia monótona. La larga hilera de coches que avanzaba reptando hacia Tel Aviv brillaba débilmente bajo un manto de nubes; sin embargo, los carriles que se dirigían hacia Jerusalén estaban vacíos. Las inmensas pantallas de los servicios públicos que se alzaban sobre nosotros anunciaban la evacuación, mientras que en los carriles contrarios indicaban las rutas de evacuación.

—Resulta inquietante ir a un lugar que está siendo abandonando por el resto del mundo —comentó Sue.

El soldado de) EDI con cara de adolescente que iba sentado en la última hilera de asientos rió entre dientes.

—Al parecer, este tema provoca un gran escepticismo —dijo Morris—. Y también un gran resentimiento. El Likkud podría perder las próximas elecciones.

—Pero sólo si no sucede nada —señaló Sue.

—¿Hay alguna posibilidad de eso?

—Entre pocas y ninguna.

El recluta del EDI volvió a reír entre dientes.

Una ráfaga de lluvia matraqueó sobre el sheruti y entonces recordé que la estación lluviosa de Israel se desarrollaba entre los meses de enero y febrero. Giré la cabeza hacia la ventanilla para observar un campo de olivos que se retorcían bajo el viento. Seguía pensando en lo que Sue me había contado en el avión.

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