En el momento en que flexionaba una pierna comprendí que daría un paso más y saltaría sobre mí. Acorté la distancia entre los dos con una ballestra y, en el momento en que levantaba los dos pies, le asesté un fuerte golpe lateral en el plexo solar. Estaba ya inconsciente cuando llegó al suelo.
«Si usted se viera forzado a matar a un hombre —había dicho Kynock—, no estoy seguro de que pudiera hacerlo, aunque ha de conocer mil formas.» Había ciento veinte personas en aquella pequeña habitación, pero el único ruido era el gotear de la sangre que caía desde mi puño cerrado al suelo. Podría haberle matado instantáneamente golpeando unos pocos centímetros más arriba y en un ángulo ligeramente distinto. Pero Kynock tenía razón: no existía en mí el instinto de matar.
Si al menos le hubiera matado en defensa propia, todos mis problemas habrían acabado entonces, en vez de multiplicarse. Porque un comandante puede encerrar a un psicópata buscalíos y olvidarse de él, pero no puede hacer lo mismo con un asesino fallido. Y no hacía falta una encuesta para saber que ejecutarlo no mejoraría en absoluto mi relación con la tropa.
En ese momento me di cuenta de que Diana estaba arrodillada ante mí, tratando de abrirme los dedos.
—Ocúpate de Hilleboe y de Moore —murmuré.
Y agrega, dirigiéndome a los soldados:
—Rompan filas.
—No seas idiota —dijo Charlie, sosteniendo un trapo mojado contra el cardenal que tenía al costado de la cabeza.
—¿Te parece que debo ejecutarle?
—¡Deja de moverte! —protestó Diana, que trataba de juntarme los labios de la herida para cerrarla de una pincelada.
Desde la muñeca hacia abajo me parecía tener un cubo de hielo.
—No estaría bien que lo hicieras tú mismo —respondió Charlie—. Asigna la tarea a alguien. Por azar.
—Charlie tiene razón —afirmó Diana—. Haz que todo el mundo extraiga un pedazo de papel de algún sombrero.
Por suerte, Hilleboe dormía profundamente en el otro camastro. Prefería ignorar su opinión.
—¿Y si la persona que sale elegida se niega a hacerlo?
—¿La castigas y escoges a otro? —respondió Charlie—. ¿Qué te enseñaron en el tanque? No puedes comprometer tu autoridad realizando públicamente una función que… obviamente corresponde a un inferior.
—Si fuera otra función, de acuerdo. Pero en este caso… Nadie ha matado hasta ahora en la compañía. Se diría que encargo a otro los trabajos sucios que me corresponden.
—Es muy complicado—observó Diana—. ¿Por qué no hablas con la tropa y explicas todo esto? Después, que saquen pajitas. Ya no son niños.
Un fuerte cuasi recuerdo me indicaba que en otros tiempos un ejército se había comportado de ese modo: la milicia marxista de la Guerra Civil española, a principios del siglo xx. Uno sólo debía obedecer una orden cuando le había sido explicada en detalle, y podía negarse si no estaba de acuerdo. Los oficiales y los soldados se emborrachaban juntos; no había saludos ni títulos. Perdieron la guerra, pero sus enemigos no lo pasaron muy bien.
—Listo —indicó Diana, dejándome la mano herida en el regazo—. Cuando empiece a doler puedes usarla.
Inspeccioné cuidadosamente la herida, observando:
—Los bordes no cierran bien, pero no me quejo.
—No tienes por qué. Agradece que no te haya quedado sólo el muñón.
—El muñón deberías tenerlo en el cuello —dijo Charlie—. No sé a qué vienen tantos miramientos. Debiste haber matado inmediatamente a ese hijo de puta.
—¡Ya lo sé, maldición! —salté, asustando a Charlie y a Diana con mi súbita reacción—. Lo siento, mierda. Escuchadme, dejad que yo me preocupe solo, ¿queréis?
—¿Por qué no habláis de otra cosa durante un rato? —preguntó Diana, mientras se levantaba y revisaba el contenido de su maletín—. Tengo que ocuparme de otro paciente. Tratad de no alteraros.
—¿El otro es Graubard?
—Exacto. Para que pueda subir al patíbulo sin ayuda.
—¿Y si Hilleboe…?
—Estará inconsciente durante otra media hora. Os enviaré a Jarvil, por si acaso.
Y se marchó apresuradamente.
—El patíbulo… —murmuré, dándome cuenta de que no había pensado en el asunto—. ¿Cómo diablos vamos a ejecutarle? No podemos hacerlo aquí dentro; sería demasiado deprimente. Y un pelotón de fusilamiento es algo horrible.
—Échalo por la esclusa de aire. No merece ninguna ceremonia.
—Tal vez tengas razón. No lo había pensado.
Me pregunté si Charlie habría visto alguna vez el cuerpo de una persona muerta de ese modo. En seguida sugerí:
—¿Y si lo arrojáramos al sistema de reaprovechamiento? Tarde o temprano acabará allí.
—Ahora has captado la idea —exclamó Charlie, riendo.
—Tendríamos que recortarlo un poco. La portezuela es pequeña.
El hizo algunas sugerencias con respecto a la forma de solucionarlo. Jarvil entró, pero no nos ayudó demasiado.
De pronto la puerta de la enfermería se abrió ruidosamente para dar paso a un paciente acostado en una camilla. Diana corría al lado, presionando el pecho del hombre, en tanto un recluta empujaba desde atrás. Los otros dos reclutas que les seguían permanecieron en la entrada.
—Junto a la pared —ordenó ella.
Era Graubard.
—Trató de matarse —explicó Diana, aunque era bastante obvio—. Paro cardíaco.
Había hecho un lazo corredizo con el cinturón, que aún le colgaba del cuello. En la pared había dos grandes electrodos con manivelas de goma. Diana los tomó con una mano mientras con la otra abría la túnica de Graubard.
—¡Quita las manos de la camilla!
Separó los electrodos, pulsó una llave y los presionó contra el pecho del paciente. Se oyó un zumbido sordo y olor a carne quemada. El cuerpo de Graubard se estremeció violentamente. Diana meneó la cabeza.
—Prepárate para abrir —indicó a Jarvil—. Haz que Doris baje en seguida.
El cuerpo emitía un barboteo mecánico, parecido al de las tuberías de agua. Diana apagó la corriente y dejó caer los electrodos. Después se quitó un anillo y cruzó el cuarto para introducir los brazos en el esterilizador. Mientras tanto Jarvil comenzó a frotar un líquido maloliente sobre el pecho del hombre.
Había una pequeña marca roja entre las dos quemaduras causadas por los electrodos. Tardé un momento en comprender de qué se trataba, precisamente antes de que Jarvil la borrara. Me aproximé un poco más y examiné el cuello de Graubard.
—Sal de ahí, William; tú no estás esterilizado.
Diana palpó la clavícula, bajó el bisturí unos centímetros y efectuó una incisión desde allí hasta el extremo del esternón. La sangre brotó profusamente; Jarvil le alcanzó un instrumento que parecía un par de tijeras cortapernos. Aunque aparté la vista no pude dejar de oír el crujido con que aquello rompió las costillas. Diana pidió retractores, esponjas y muchas cosas más, mientras yo regresaba a mi asiento. Por el rabillo del ojo la vi trabajar dentro del tórax, masajeando directamente el corazón. Charlie, que parecía sentirse tan mal como yo, exclamó:
—¡Eh, Diana, te vas a agotar!
Ella no respondió. Jarvil había acercado el corazón artificial y sostenía dos tubos. Le vi tornar un escalpelo y aparté la vista.
Media hora después seguía sin dar señales de vida. Apagaron la máquina y le cubrieron con una sábana. Diana se lavó la sangre de los brazos, diciendo:
—Voy a cambiarme. Volveré dentro de un minuto.
Me levanté y la seguí hasta su cubículo, que estaba junto a la enfermería: necesitaba enterarme. Al levantar la mano para llamar a la puerta sentí un súbito dolor, como si me la hubieran cruzado con una raya de fuego, y tuve que llamar con la izquierda. Ella abrió inmediatamente.
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