Joe Haldeman - La guerra interminable

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Iniciada en 1997, la guerra con los taurinos se arrastra desde hace siglos. Pasando de un mundo a otro a velocidades superiores a la de la luz, las tropas de la guerra interminable envejecen sólo unos pocos días mientras en la Tierra pasan los años; una Tierra más y más irreconocible en cada nueva visita.
Premio Nebula en 1975; premios Hugo y Locus en 1976.

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Más de cien personas se paseaban fuera, estirando las articulaciones y masajeándose el cuerpo. ¡Dignidad! Allí, rodeado por hectáreas de joven carne femenina, las miré directamente al rostro mientras intentaba desesperadamente resolver una ecuación diferencial de tercer orden, a fin de sofocar el reflejo galante. Aquel recurso de emergencia me permitió llegar al ascensor.

Hilleboe ya estaba dando órdenes para que la gente formara. Al cerrarse las puertas noté que todos los miembros de un pelotón presentaban un ligero cardenal de la cabeza a los pies. Veinte pares de ojos negros. Tendría que hablar con los de mantenimiento y atención médica sobre ese asunto.

Pero antes que nada tenía que vestirme.

4

Permanecimos tres semanas a una gravedad, con ocasionales períodos de caída libre para comprobar el curso de navegación, mientras la Masaryk II efectuaba un giro largo y cerrado desde el colapsar Resh-10 y volvía a él. Todo funcionó bien; la gente se ajustaba perfectamente a la rutina de a bordo. Asigné pocos trabajos y muchos ejercicios y revisiones…, para bien de los soldados, aunque no era lo bastante ingenuo como para creer que ellos lo verían así.

Después de una semana a gravedad uno, el recluta Rudkoski, ayudante del cocinero, se había armado de un alambique con el que producía ocho litros diarios de una bebida con un noventa y cinco por ciento de alcohol etílico. No quise prohibírselo; la vida ya era bastante aburrida y eso no importaba mientras los soldados siguieran presentándose sobrios a sus tareas. Sin embargo sentía una gran curiosidad por saber cómo lograba obtener la materia prima en nuestra hermética ecología y con qué pagaban los soldados esa bebida. Para averiguarlo empleé la cadena de comando a la inversa y pedí a Alserver que descubriera el asunto. Ella, a su vez, preguntó a Jarvil, que interrogó a Carreras, que charló con Orban, el cocinero. Resultó entonces que el sargento Orban era el responsable de todo; había dejado que Rudkoski hiciera el trabajo sucio, pero se moría por vanagloriarse ante alguien de confianza.

Si yo hubiera comido alguna vez con los reclutas habría notado algo raro, pero el sistema no incluía el comedor de los oficiales. A través de Rudkoski, Orban había establecido en toda la nave un sistema económico basado en el alcohol. Operaba de este modo:

En cada una de las comidas se incluía un postre muy azucarado (jalea, natillas o flan) que uno podía comer, siempre que no se empalagara, pero si uno lo dejaba en la bandeja y lo devolvía a la ventanilla de reaprovechamiento, Rudkoski le daba un bono por diez centavos y arrojaba el postre en una batea de fermentación; tenía dos, con capacidad para veinte litros cada una, una «en trabajo» mientras la otra se llenaba.

El bono de diez centavos era la base de un sistema que permitía comprar medio litro de alcohol etílico, con sabor a elección del cliente, por cinco dólares. Una brigada de cinco personas que devolvieran todos sus postres podía comprar más o menos un litro por semana; era bastante para una fiesta, pero no como para convertirse en un problema de salud pública.

Junto con esa información Diana me trajo una botella de El Peor de Rudkoski; así se llamaba un sabor que no había tenido éxito. Pasó por toda la cadena de comando sin bajar más que unos pocos centímetros. Sabía a una detestable combinación de fresa y alcaravez. A Diana le encantó, perversidad más o menos habitual en quienes nunca beben. Hice traer un poco de agua helada; una hora después estaba totalmente ebria. Por mi parte, ni siquiera había acabado la única copa que me preparé.

A mitad de camino hacia el aturdimiento absoluto, mientras murmuraba un soliloquio reconfortante dedicado a su hígado, Diana torció súbitamente la cabeza para mirarme con la franqueza de los niños.

—Usted tiene un gran problema, mayor William.

—Mucho más grande será el que usted tendrá por la mañana, teniente médico Diana.

—¡Oh, no es para tanto! —afirmó ella, agitando una mano borracha frente a la cara—. Algunas vitaminas, un poco de glu… cosa y un cen… tímetro de adren… nalina si no resulta. Tú… tú… tienes un… problema serio.

—Oye, Diana, no querrás que…

—Lo que necesitas… es una… entrevista con el bueno del cabo Valdez. —Valdez era el consejero sexual masculino—. Tiene empatia. Es su oficio. El te…

—Ya hemos hablado de este asunto, ¿recuerdas? Quiero seguir siendo como soy.

—Como todos —exclamó, enjugándose una lágrima que debía contener el uno por ciento de alcohol—. ¿Sabes que te llaman el Viejo M… Mandón? No, así no es.

Fijó la vista en el suelo; después, en la pared.

—El Viejo Maricón, así te llaman.

—No me importa —dije—. Siempre se le ponen apodos al comandante.

—Ya sé, pero…

Se levantó de pronto, bamboleándose.

—He bebido demasiado. Me acuesto.

Me volvió la espalda y se estiró con tantas ganas que le crujió una articulación. Después se oyó el susurro de una costura al abrirse; ella dejó caer la túnica con un movimiento de hombros, la abandonó en el suelo y se acercó de puntillas a mi cama.

—Ven, William —dijo, dando palmaditas en el colchón—. Única oportunidad.

—Por el amor de Dios, Diana; no sería justo.

—Todo es justo —respondió ella, con una risilla—. Además soy m… médico. Puedo mostrarme… clínica y no me… molestará. Nada. Ayúdame, ¿quieres?

Habían pasado quinientos años, pero seguían poniendo en la espalda los broches del sostén.

Un caballero de cierto tipo la habría ayudado a desvestirse para retirarse después silenciosamente. Otros habrían salido disparados hacia la puerta. Como yo no pertenecía a ninguna de las dos especies, me lancé a la carga. Quedó inconsciente (por fortuna, tal vez) antes de que llegáramos demasiado lejos. Pasé largo rato admirándola y disfrutando el contacto de su piel; al fin, con toda la sensación de ser un canalla, logré juntar las cosas y vestirla.

La alcé en vilo, dulce carga, para llevarla a su alojamiento. De inmediato comprendí que si alguien me veía con Diana en brazos ella quedaría convertida en el blanco de los rumores durante el resto de la campaña. Llamé a Charlie y le dije que habíamos bebido un poco y que Diana no tenía mucha resistencia; le invité a un trago, siempre que me ayudara a llevar a la buena doctora. Cuando Charlie llamó a la puerta ella roncaba inocentemente en una silla. El sonrió.

—Médico, cúrate a ti mismo.

Le ofrecí la botella, advirtiéndole de qué se trataba. Él la olfateó con cara de asco.

—¿Qué es esto? ¿Barniz?

—Un poco destilado por el cocinero. Con un alambique al vacío.

Charlie la depositó cuidadosamente sobre la mesa, como temiendo hacerla explotar si la sacudía.

—Me parece que pronto se quedará sin clientes. Morirán por envenenamiento epidémico. ¿Y ella ha tomado esto?

—Bueno, el cocinero ha reconocido que este experimento no resultó bien; por lo visto, los otros sabores son potables. Sí, le gustó.

—Bueno—repuso él, riendo—. ¡Diablos! ¿Qué hacemos? ¿Tú la tomas por las piernas y yo por los brazos?

—No, mira, la tomaremos cada uno por un brazo. Tal vez logremos que camine un poco.

Cuando la levantamos de la silla emitió un leve gemido, abrió un ojo y dijo:

—Hola, Charliiie.

Después volvió a cerrar el ojo y se dejó arrastrar hasta su cuarto. Nadie nos vio en el trayecto, pero su compañera de cuarto, Laasonen, aún leía, recostada en la cama.

—Parece que bebió esa porquería, ¿no? —observó, contemplando a su amiga con irónico afecto.

Entre los tres la metimos en la cama. Laasonen le apartó suavemente el pelo de los ojos.

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