Joe Haldeman - La guerra interminable

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Iniciada en 1997, la guerra con los taurinos se arrastra desde hace siglos. Pasando de un mundo a otro a velocidades superiores a la de la luz, las tropas de la guerra interminable envejecen sólo unos pocos días mientras en la Tierra pasan los años; una Tierra más y más irreconocible en cada nueva visita.
Premio Nebula en 1975; premios Hugo y Locus en 1976.

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—Parece bilis de rinoceronte —dijo.

—Al menos no será soja —comenté.

Pero tras el primer sorbo cauteloso me di cuenta de que a los pocos días echaría de menos la soja.

La sala de oficiales era un cubículo de tres por cuatro, suelo y paredes metálicas, máquina de café y biblioteca. Seis sillas duras y una mesa con una máquina de escribir.

—¡Qué lugar alegre! ¿Verdad? —observó él, revisando el índice general en la máquina de la biblioteca—. Teoría militar a montones.

—Hace bien. Refresca la memoria.

—¿Solicitaste adiestramiento para oficiales?

—¿Yo? No, me lo ordenaron.

—Al menos tú tienes una excusa —replicó, mientras encendía y apagaba la máquina, contemplando los parpadeos de la luz verde—. Yo me apunté. Nadie me dijo que sería así.

Comprendí que no se refería a problemas sutiles, como el peso de la responsabilidad. Era toda esa información obligada, ese constante susurro mudo.

—Sí. Dicen que va pasando poco a poco.

En ese momento apareció Hilleboe.

—Ah, estaban aquí.

Nos saludó a los dos e inspeccionó rápidamente el recinto; resultó evidente que aquellas espartanas instalaciones merecían su aprobación.

—¿Quiere usted hablar con la compañía antes de entrar en los tanques de aceleración? —preguntó.

—No, no me parece… necesario.

Estuve a punto de decir «conveniente»; el arte de castigar a los subordinados requiere mucha pericia. Por lo visto, me vería obligado a recordarle constantemente que no era ella quien estaba en el mando. Otra solución consistiría en prestarle la insignia por un tiempo y dejar que experimentara sus delicias.

—Por favor, ¿quiere reunir a todos los jefes de pelotón? Lleve a cabo con ellos la secuencia de inmersión. Más tarde haremos práctica de aceleración, pero por ahora me parece mejor que la tropa descanse unas cuantas horas.

Les vendría bien, sobre todo si tenían una resaca parecida a la del comandante.

—Sí, señor.

Se marchó algo ofendida; el encargo que le había dado era en verdad tarea de Riland o de Rusk. Charlie acomodó su regordeta persona en una de las sillas y suspiró:

—Veinte meses en esta máquina grasienta. Con esa mujer. ¡Mierda!

—Bueno, si te portas bien conmigo no te haré compartir el alojamiento con ella.

—Trato hecho. Soy tu esclavo para siempre. A partir del viernes, digamos.

Miró el contenido de su taza y optó por no beber aquellas heces.

—De veras —insistió—, nos va a traer problemas. ¿Qué piensas hacer con ella?

—No lo sé.

También Charlie se estaba insubordinando, por supuesto, pero era mi oficial ejecutivo y estaba fuera de la cadena de comando. Además yo necesitaba al menos un amigo.

—Tal vez se ablande cuando estemos en marcha —sugerí.

—Puede ser.

Técnicamente ya estábamos «bajo peso» [3] Juego de palabras basado en la similitud fonética de under way («en marcha») y under weight («bajo efectos del peso»). (N. de la T.) , puesto que avanzábamos lentamente hacia el colapsar de Puerta Estelar, a gravedad uno. Pero eso era sólo por conveniencia de la tripulación; no es sencillo sujetar con listones las escotillas cuando se trabaja en caída libre. El viaje en sí no comenzaría mientras no estuviéramos en los tanques.

La sala era tan deprimente que Charlie y yo decidimos emplear las horas restantes en recorrer la nave. El puente era como todas las instalaciones de computación; las ventanillas constituían un lujo del que se podía prescindir. Permanecimos a respetuosa distancia en tanto Antopol y sus oficiales efectuaban las últimas verificaciones antes de trepar a los tanques y abandonarnos en manos de las máquinas.

En realidad había un ojo de buey. Una burbuja de plástico grueso, en el cuarto de navegación de proa. El teniente Williams no estaba ocupado, pues la etapa de preinserción era totalmente automática; por lo tanto nuestra visita le resultó muy grata.

—Confío en que no sea necesario usar esto en este viaje —comentó, golpeando con una uña el plástico del ojo de buey.

—¿Por qué? —preguntó Charlie.

—Lo usamos tan sólo cuando perdemos el rumbo. Si el ángulo de inserción se desvía la milésima parte de un radián podemos salir en el otro extremo de la galaxia. En ese caso podemos obtener una idea aproximada de nuestra posición analizando el espectro de las estrellas más brillantes. Son como huellas digitales. Una vez que identificamos tres podemos formar triángulo.

—Entonces encontramos el colapsar más cercano y retrocedemos —dije.

—Ése es el problema. El único que conocemos en la Gran Nube Magallánica es Sade-138. Lo descubrimos gracias a ciertos datos robados al enemigo. Aunque pudiéramos hallar otro colapsar, si nos perdiéramos en la Nube no sabríamos cómo insertarnos.

—¡Qué maravilla!

—Siempre es mejor que perderse del todo —respondió, con una expresión bastante perversa—. Podríamos entrar a los tanques, poner la nave en dirección a la Tierra y lanzarla a toda velocidad. Llegaríamos entres meses subjetivos.

—Claro —observé yo—, pero ciento cincuenta mil años adelantados en el futuro.

A veinte gravedades se llega a las nueve décimas partes de la velocidad de la luz en menos de un mes. A partir de entonces se está en manos de San Alberto.

—Sí, es un inconveniente —reconoció él—, pero al menos sabríamos quién ganó la guerra.

Cabía preguntarse cuántos soldados habían escapado a la guerra de ese modo. Existían cuarenta y dos fuerzas de choque perdidas en alguna parte, de las que no se tenían noticias. Tal vez todas ellas estuvieran avanzando por el espacio normal a una velocidad cercana a la de la luz, para aparecer una a una en la Tierra o en Puerta Estelar, con el correr de los siglos. Habría sido un buen sistema para desertar, puesto que una vez fuera de la cadena de saltos colapsares uno quedaba a salvo de cualquier persecución. Pero el navegante humano sólo entraba en juego en el caso de que se produjera algún error y la nave surgiera donde no debía.

Charlie y yo fuimos a inspeccionar el gimnasio. Era lo bastante grande como para dar cabida a doce personas. Le pedí que preparara una lista de turnos para que todo el mundo pudiera hacer ejercicio durante una hora diaria cuando saliéramos de los tanques. La zona de comedor era apenas más grande que el gimnasio. Aun en cuatro turnos tendríamos que apretujarnos bastante. La sala de los reclutas era más deprimente que la de los oficiales. No pasaría mucho tiempo sin que tuviese que enfrentarme a un verdadero problema con respecto al ánimo de la gente.

En cuanto a la armería, era más amplia que el gimnasio, el comedor y las dos salas reunidas. Era forzoso que así fuera, debido a la gran variedad de armas que se iban inventando con el correr de los siglos. El recurso básico seguía siendo el traje de batalla, aunque estaba mucho más perfeccionado que el primer modelo, aquel que yo usara antes de la campaña de Aleph.

El teniente Riland, oficial armero, estaba supervisando a sus cuatro subordinados (uno por cada pelotón), que efectuaban la última verificación de las armas. Era quizás el trabajo más importante de toda la nave, teniendo en cuenta lo que podía ocurrir con tantas toneladas de explosivos y radiactivos bajo veinticinco gravedades. Me saludó a la ligera.

—¿Todo bien, teniente?

—Sí, señor, con excepción de esas malditas espadas.

Se refería a las que usábamos en los campos de estasis.

—No hay modo de instalarlas para que no se doblen—explicó—. Espero que no se rompan.

Por mi parte no lograba comprender siquiera los principios del campo de estasis; el abismo entre mi título y la física actual era tan profundo como el que separaba a Galileo de Einstein. Pero al menos conocía los efectos.

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