Joe Haldeman - La guerra interminable

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Iniciada en 1997, la guerra con los taurinos se arrastra desde hace siglos. Pasando de un mundo a otro a velocidades superiores a la de la luz, las tropas de la guerra interminable envejecen sólo unos pocos días mientras en la Tierra pasan los años; una Tierra más y más irreconocible en cada nueva visita.
Premio Nebula en 1975; premios Hugo y Locus en 1976.

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En el interior del campo nada se podía mover a más de 16,3 metros por segundo; se trataba de un volumen hemisférico (esférico en el espacio) de unos cincuenta metros de radio. En el interior no había radiaciones electromagnéticas de ninguna especie: ni electricidad, ni magnetismo, ni luz. Desde el interior del traje uno veía el espacio circundante en una fantasmal monocromía; alguien me explicó ese fenómeno tartajeando algo sobre «la transferencia de fase de la cuasinergía que se filtra de una realidad taquiónica adyacente», todo lo cual me sonó a flogisto.

Sin embargo, como resultado del campo de estasis todas las armas convencionales de la guerra quedaban inutilizadas. Hasta una bomba nova se convertía en un terrón inerte dentro de ese campo.

Y cualquier criatura, terráquea o taurina, moriría en un instante si quedaba atrapada dentro del campo sin la debida protección. Al principio pareció ser un arma definitiva. En cuatro enfrentamientos consecutivos se barrieron por completo las bases taurinas sin una sola baja humana. Sólo hacía falta llevar el campo hasta donde estaban los enemigos, para lo cual bastaban cuatro soldados fornidos en la gravedad de la Tierra, y ver cómo morían al deslizarse a través de la pared opaca del campo. Los que llevaban el generador eran invulnerables, salvo en los cortos períodos en que necesitaran apagarlo para orientarse.

En la sexta oportunidad, el enemigo estaba preparado. Llevaban trajes protectores y filosas espadas con las que rasgaron los trajes de los portadores. Desde entonces los soldados que llevaban el generador iban también armados. Sólo había noticias de otras tres batallas semejantes, aunque eran más de diez las fuerzas de choque dotadas de generadores. Las otras no habían llegado aún a destino, seguían luchando o habían sido totalmente derrotadas: no había modo de saberlo hasta el retorno. Y nadie las alentaba a regresar mientras los taurinos siguieran en posesión de «sus propiedades», pues eso se consideraba «deserción bajo el fuego enemigo» y se castigaba con la ejecución de todos los oficiales; sin embargo, según los rumores, no se hacía más que aplicarles lavado de cerebro y reeducación, para enviarlos nuevamente a la refriega.

—¿Usaremos el campo de estasis, señor? —preguntó Riland.

—Probablemente, pero no al principio, a menos que los taurinos estén allá cuando nosotros lleguemos. No me gusta pasarme días y días dentro de un traje.

Tampoco me gustaba la perspectiva de usar una espada, sable o puñal, por muchas ilusiones electrónicas que enviara con ellos al Walhalla. Miré mi reloj: faltaban dos horas para que se iniciara la secuencia de inserción.

—Bueno, será mejor que vayamos acercándonos a los tanques, teniente. No deje de verificarlo todo.

El recinto que albergaba los tanques parecía una enorme fábrica de productos químicos; tenía unos buenos cien metros de ancho y estaba lleno de grandes aparatos pintados de gris opaco y uniforme. Los ocho tanques estaban arracimados casi simétricamente en torno al ascensor central; el único detalle asimétrico lo constituía uno de ellos, cuya altura era doble. Sería el tanque de comando, para los oficiales superiores y los especialistas de apoyo.

El sargento Blazynski apareció desde detrás de un tanque y saludó. En vez de responder exclamé:

—¿Qué diablos es eso?

En aquel universo gris había una sola mancha de color.

—Es un gato, señor.

—Eso está a la vista.

Un gato grande, de colores brillantes, ridículamente encaramado al hombro del sargento.

—Permítame formular la pregunta de otro modo—insistí—: ¿Qué diablos hace este gato aquí?

—Es la mascota de la brigada de mantenimiento, señor.

El gato alzó la cabeza para lanzarme un bufido no muy entusiasta; en seguida volvió a su laxo reposo. Charlie respondió a mi mirada encogiéndose de hombros.

—Es algo cruel —dije—. No lo disfrutarán mucho tiempo; en cuanto lleguemos a veinticinco gravedades será un mazacote de piel y entrañas.

—¡Oh, no, señor!

El sargento apartó la piel del lomo, bajo el cuello. Tenía una válvula de fluorocarbono implantada allí, exactamente igual a la que yo llevaba en la cadera.

—La compramos en un negocio de Puerta Estelar, ya modificada. Ahora muchas naves llevan mascotas, señor. La comodoro nos firmó los formularios.

En realidad todo era correcto, pues la brigada de mantenimiento estaba tanto bajo sus órdenes como a las mías. Además la nave era responsabilidad de ella. Pero los gatos me resultan odiosos; no hacen más que rondar por todos lados.

—¿No podía haber sido un perro?

—No, señor; no se adaptan. No soportan la caída libre.

—¿Hubo que hacer alguna adaptación especial a los tanques? —preguntó Charlie.

—No, señor. Teníamos una litera de sobra. No hubo más que acortar las correas.

Magnífico: eso significaba que me tocaría compartir el tanque con el animal.

—Hace falta otra clase de droga para fortalecer las paredes celulares, pero venía incluida en el precio.

Charlie le rascó detrás de una oreja; ronroneó suavemente, pero no se movió.

—Parece medio tonto.

—Es que le hemos drogado con un poco de anticipación —explicó el sargento.

No era extraño que estuviera tan quieto, puesto que la droga hace más lento el metabolismo, hasta que apenas basta para mantener las funciones vitales. El hombre agregó:

—Así será más fácil atarlo después.

—Supongo que no hay problemas —dije, pensando que tal vez sirviera para levantar la moral de los soldados—. Pero si se convierte en estorbo yo mismo me encargaré de arrojarlo al sistema de reaprovechamiento.

—¡Sí, señor!

Blazynski parecía muy aliviado; tal vez pensaba que yo no sería capaz de hacer semejante cosa con un minino tan encantador. «Haz la prueba, compañerito», pensé.

Ya lo habíamos visto todo. A aquel lado de los motores sólo quedaba la inmensa bodega donde dormían los destructores y las naves teledirigidas, fuertemente sujetas a gruesos armazones para que resistieran la aceleración. Charlie y yo fuimos a echarles un vistazo, pero no había ventanillas allí donde estábamos, al otro lado de la esclusa de aire. En el interior de la cámara había una, pero había sido evacuada y no valía la pena pasar por todo el ciclo de llenado y calentamiento sólo para satisfacer la curiosidad.

Comenzaba a sentirme un estorbo. Llamé a Hilleboe, quien afirmó que todo estaba en orden. Como aún faltaba una hora, Charlie y yo volvimos a la sala e iniciamos una partida de Kriesgspieler, con la computadora como arbitro; cuando empezaba a resultar interesante sonó la alarma indicando que faltaban diez minutos para la aceleración.

Los tanques de aceleración tenían un «margen de semiseguridad» de cinco semanas. Eso significaba que uno podía permanecer sumergido en ellos durante cinco semanas con un cincuenta por ciento de probabilidades de que no saltara ninguna válvula; de ser así, uno quedaba aplastado como una cucaracha bajo la suela del zapato. En la práctica, la emergencia debía ser muy seria para justificar que los usáramos durante más de dos semanas. En aquella primera etapa del viaje nos mantendríamos en aceleración sólo durante diez días.

De cualquier modo, para el ocupante de los tanques cinco semanas eran lo mismo que cinco horas. Una vez que la presión llegaba a nivel operativo se perdía el sentido del tiempo. El cuerpo y el cerebro parecían de cemento. Los sentidos no proporcionaban dato alguno y uno podía entretenerse durante varias horas tratando de deletrear su propio nombre.

No me sorprendió encontrarme súbitamente seco y hormigueante de sensaciones sin que el tiempo pareciera haber transcurrido. Aquello parecía una convención de asmáticos en un campo de heno: treinta y nueve personas y un gato estornudaban y tosían a la par, tratando de eliminar los últimos residuos de fluorocarbono. Mientras yo luchaba con mis correas se abrió la puerta lateral, inundando el tanque de una luz dolorosamente brillante. El gato fue el primero en salir; le siguió una batahola humana. En aras de la dignidad aguardé hasta que todos hubieron salido.

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