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Joe Haldeman: La guerra interminable

Здесь есть возможность читать онлайн «Joe Haldeman: La guerra interminable» весь текст электронной книги совершенно бесплатно (целиком полную версию). В некоторых случаях присутствует краткое содержание. Город: Barcelona, год выпуска: 1978, ISBN: 84-350-0191-1, издательство: Edhasa, категория: Фантастика и фэнтези / на испанском языке. Описание произведения, (предисловие) а так же отзывы посетителей доступны на портале. Библиотека «Либ Кат» — LibCat.ru создана для любителей полистать хорошую книжку и предлагает широкий выбор жанров:

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Joe Haldeman La guerra interminable

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Iniciada en 1997, la guerra con los taurinos se arrastra desde hace siglos. Pasando de un mundo a otro a velocidades superiores a la de la luz, las tropas de la guerra interminable envejecen sólo unos pocos días mientras en la Tierra pasan los años; una Tierra más y más irreconocible en cada nueva visita. Premio Nebula en 1975; premios Hugo y Locus en 1976.

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La computadora indicó que los taurinos tardarían cuando menos once días en desacelerar para llegar al planeta. Naturalmente eso les exigiría una aceleración y desaceleración máxima durante todo el trayecto; por tanto podríamos derribarles como si fueran moscas sobre una pared. Lo más probable sería que fueran variando la velocidad y la dirección al azar, como habíamos hecho nosotros. La computadora, basándose en varios cientos de informes anteriores, nos suministró la siguiente tabla de probabilidades:

Días para encuentro | Probabilidad

11 | 0,000001

15 | 0,001514

20 | 0,032164

25 | 0,103287

30 | 0,676324

35 | 0,820584

40 | 0,982685

45 | 0,993576

50 | 0,999369

Media

28,9554 | 0,500000

A menos que Antopol y su banda de alegres piratas lograran eliminarlos. En el tanque había aprendido que las posibilidades de que eso ocurriera eran del cincuenta por ciento, o algo menos.

Pero tanto si duraba 28,9554 días como dos semanas, quienes estábamos sobre la superficie del planeta no podíamos hacer otra cosa que esperar cruzados de brazos. Si Antopol tenía éxito ya no sería necesario combatir hasta que las tropas regulares nos reemplazaran; entonces pasaríamos al siguiente colapsar.

—Aún no han salido —dijo Charlie.

Tenía el exhibidor graduado a escala mínima: el planeta era como un melón blando; la Masaryk II estaba representada por una mota verde, a unos ocho melones del centro; no era posible verlos simultáneamente en la pantalla. Mientras los observábamos apareció una pequeña mota verde, surgida de la nave, y se alejó, flanqueada por un fantasmal número 2; la clave proyectada en la esquina inferior izquierda del exhibidor indicaba: «2. Nave teledirigida de persecución.» Otros números identificaban a la Masaryk II, a un destructor de defensa planetaria y a catorce naves teledirigidas de defensa. Esos dieciséis vehículos no estaban aún lo bastante separados entre sí como para que se vieran puntos distintos.

El gato se estaba frotando contra mi tobillo; le levanté para acariciarle, mientras ordenaba:

—Que Hilleboe convoque la asamblea general. Será mejor comunicarlo de inmediato a todo el mundo.

A los soldados no les cayó muy bien, cosa perfectamente comprensible. Habíamos creído que los taurinos atacarían mucho antes; al ver que no llegaban fue creciendo la idea de que el Comando de Fuerzas de Choque había cometido un error y acabamos por pensar que no vendrían.

Quise que toda la compañía empezara a adiestrarse en firme con las armas; llevaban casi dos años sin usar armas de alto poder. Por lo tanto activé los dedos-láser y saqué a relucir los lanzadores de cohetes y granadas. No podíamos practicar en el interior de la base por temor a dañar los sensores externos y el anillo de defensa a láser. Fue menester apagar medio círculo de rayos láser bevawatt y avanzar un klim más allá del perímetro, un pelotón cada vez, ya fuera acompañado por mí o por Charlie. Rusk vigilaba atentamente las pantallas de alarma previa. Si algo se aproximaba lanzaría una bengala para que el pelotón regresara al interior del anillo antes de que lo desconocido apareciera en el horizonte; en ese momento los rayos láser de defensa se pondrían automáticamente en funcionamiento; además de derribar lo desconocido podían asar a todo el pelotón en dos centésimas de segundo.

En la base no había nada que pudiéramos utilizar como blanco, pero eso no fue problema. El primer cohete taquiónico que disparamos cavó un hoyo de veinte metros de largo por cinco de profundidad y diez de ancho; los escombros proporcionaron blancos de diversos tamaños, el mayor de los cuales duplicaba el tamaño de un hombre.

Los soldados tenían excelente puntería, mucho mejor que la demostrada en el campo de estasis con armas primitivas. La mejor práctica para disparar con rayos láser resultó la de blancos en movimiento; agrupábamos a los soldados de dos en dos, uno tras otro, para que arrojaran piedras a intervalos regulares. El que disparaba debía calcular la trayectoria de la roca y destruirla antes de que llegara al suelo. La coordinación viso-motora de aquella gente era maravillosa (tal vez el Consejo de Eugenesia había hecho bien las cosas), pues la mayoría superaba una proporción de aciertos de nueve en diez. Los viejos como yo, que no habíamos sido mejorados por la bioingeniería, acertábamos cuando más siete entre diez, a pesar de que teníamos mucha práctica.

También eran muy hábiles para calcular la trayectoria con el lanzador de granadas, arma mucho más versátil que la antigua. En vez de disparar bombas de un microtón con carga propulsiva común, tenía cuatro cargas diferentes entre las que se podía escoger. En los casos en que el combate era entre grupos muy próximos, cuando resultaba peligroso emplear los rayos láser, la barra del lanzador se podía desmontar para cargarla con bombas para corto alcance. Cada tiro enviaba una nube de diminutos dardos que ocasionaban la muerte instantánea a cinco metros y se evaporaban inofensivamente a los seis.

El lanzador de cohetes taquiónicos no requería la menor destreza. Sólo era menester no quedarse detrás de él cuando se disparaba, pues la eyección del cohete era peligrosa en un radio de varios metros.

Teniendo eso en cuenta, bastaba con centrar el blanco en la mirilla y apretar un botón. No era necesario preocuparse por la trayectoria, puesto que el cohete viajaba en línea recta. En menos de un segundo alcanzaba la velocidad de escape.

Aquello de salir a probar los juguetes nuevos mejoró en mucho el ánimo de la tropa, pero las rocas del paisaje no respondían al fuego. No importaba mucho el poder aparente de las armas: su efectividad dependía de lo que los taurinos arrojaran a cambio. Una falange griega pudo tener un aspecto muy impresionante, pero habría sucumbido de inmediato ante un solo hombre armado de lanzallamas.

Por otra parte, la dilación cronológica volvía a ponernos ante la incertidumbre de no saber qué clase de armas tendría el enemigo. Tal vez no tuvieran noticias del campo de estasis. Tal vez les bastara con una palabra mágica para hacernos desaparecer.

En cierta oportunidad, mientras yo estaba en el exterior con el cuarto pelotón, fundiendo rocas, Charlie me llamó para pedirme que regresara urgentemente. Dejé a Heimoff a cargo del ejercicio y regresé.

—¿Algún otro?

La escala del exhibidor holográfico era tal que nuestro planeta tenía el tamaño de un guisante y estaba a cinco centímetros de la cruz que indicaba la posición de Sade-138. Había cuarenta y un puntos rojos y verdes esparcidos por la pantalla. La clave identificaba al número 41 como «Crucero taurino (2)».

—¿Has llamado a Antopol?

—Sí —respondió él, imaginando cuál sería mi próxima pregunta—. La señal tardará casi todo un día en llegar y volver.

—Nunca había ocurrido nada así con anterioridad.

—Tal vez este colapsar les parezca de excepcional importancia.

—Probablemente.

Por lo tanto era casi seguro que deberíamos combatir. Aunque Antopol lograra derribar al primer crucero no tendría siquiera un cincuenta por ciento de probabilidades con el segundo. Ya se habría quedado escasa de destructores y naves teledirigidas.

—No me gustaría estar en el lugar de Antopol —comenté.

—A todos nos tocará, tarde o temprano.

—No sé. Los soldados están en buena forma.

—Reserva esas tonterías para la tropa, William.

Y aumentó la escala del exhibidor hasta que mostró tan sólo dos objetos: Sade-138 y el nuevo punto rojo que se acercaba lentamente.

Pasamos las dos semanas siguientes observando cómo se apagaban los puntos. Y si uno sabía cuándo y dónde mirar, podía salir afuera y presenciar el hecho real, bajo la forma de una chispa blanca y cegadora que se apagaba en un segundo.

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