Joe Haldeman - La guerra interminable

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Iniciada en 1997, la guerra con los taurinos se arrastra desde hace siglos. Pasando de un mundo a otro a velocidades superiores a la de la luz, las tropas de la guerra interminable envejecen sólo unos pocos días mientras en la Tierra pasan los años; una Tierra más y más irreconocible en cada nueva visita.
Premio Nebula en 1975; premios Hugo y Locus en 1976.

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—¿Qué…? Oh, quieres algo para esa mano. Pídeselo a Jarvil.

Estaba a medio vestir, pero no revelaba timidez.

—No, no he venido por eso. ¿Qué ha pasado, Diana?

—Bueno, te diré…

Al pasarse la túnica por la cabeza, su voz sonó más ahogada por un momento.

—Creo que fue culpa mía —explicó—. Le dejé solo por un momento.

—Y él trató de ahorcarse.

—Exacto —respondió ella, mientras tomaba asiento en la cama y me ofrecía la silla—. Salí para ir al cuarto de baño. Cuando volví estaba muerto. Mientras tanto había indicado a Jarvil que bajara para vigilar a Hilleboe, pues no quería dejarla tanto tiempo sin vigilancia.

—Pero… Diana, no tiene marcas en el cuello. Ni cardenales, ni nada.

—No murió ahorcado —respondió ella, encogiéndose de hombros—, sino de un ataque al corazón.

—Sí, pero alguien le puso una inyección. Directamente al corazón.

Ella me echó una mirada de curiosidad.

—Fui yo, William. Adrenalina. Es lo que se hace comúnmente.

Esas marcas rojas se producen cuando uno se aparta bruscamente del proyector al recibir la inyección. De lo contrario la medicina pasa directamente por los poros sin dejar marcas.

—¿Ya estaba muerto cuando se la pusiste?

—Ésa es mi opinión profesional —(¡qué cara de piedra!)—. No había pulso, respiración ni latidos. Hay muy pocas afecciones que presenten los mismos síntomas.

—Aja. Ya veo.

—¿Hay algo que…? ¿Qué ocurre, William?

O bien yo había tenido una suerte increíble o bien Diana era muy buena actriz.

—No, nada. Sí, será mejor que pida algo para aliviar mi mano.

Abrí la puerta y agregué:

—Esto nos ahorra muchos problemas.

Ella me miró directamente a los ojos.

—Seguro.

En realidad no hice más que cambiar un problema por otro. Aunque la muerte de Graubard había sido presenciada por varios testigos desinteresados, circulaba el persistente rumor de que yo lo había hecho matar por la doctora Alserver… porque no había sabido hacerlo por mi cuenta y no quería molestarme en formar una corte marcial.

En verdad, según el Código Universal de «Justicia» Militar, Graubard no merecía juicio alguno. Bastaba con que yo dijera: «Usted, usted y usted. Llévense fuera a este hombre y mátenlo, por favor.» ¡Y pobre del recluta que se negara a cumplir la orden!

En cierto sentido aquello mejoró mi relación con las tropas. Al menos en lo exterior me mostraban más respeto. Pero parecía ese respeto barato que se demuestra a los rufianes peligrosos e imprevisibles. Mi nuevo apodo era «Asesino»; precisamente cuando me había acostumbrado al de «Viejo Maricón».

La base volvió rápidamente a su rutina de adiestramiento y espera. Yo aguardaba casi con impaciencia la aparición de los taurinos, siquiera para acabar con aquello de un modo u otro. Las tropas se habían adaptado a la situación mucho mejor que yo, por razones obvias. Debían cumplir tareas específicas y disponían de mucho tiempo para combatir el aburrimiento. Mis tareas, en cambio, eran más variadas, pero ofrecían poca satisfacción, pues los problemas que llegaban hasta mí eran aquellos en los que habían fracasado todos. Cuando había una solución grata o sencilla todo se resolvía en los grados inferiores.

Nunca me habían importado mucho los deportes o los juegos, pero entonces me volví hacia ellos más y más, como válvula de seguridad. Por primera vez en mi vida aquel ambiente claustrofóbico y tenso me impedía escapar por medio de la lectura o el estudio. Por lo tanto practicaba esgrima hasta cansarme con los otros oficiales, me agotaba en las máquinas de ejercicios y hasta tenía una cuerda para saltar en mi oficina. La mayor parte de los oficiales jugaba al ajedrez, pero casi siempre me ganaban; cuando por casualidad era yo el vencedor me daba la impresión de que mi adversario había perdido a propósito. Los crucigramas y otros juegos similares me resultaban difíciles debido a mi dialecto arcaico, y no disponía de tiempo ni de talento para estudiar el inglés «moderno».

Durante algún tiempo permití que Diana me diera drogas para levantar el ánimo, pero el efecto acumulativo resultaba aterrador: me estaba volviendo adicto a ellas, en una forma tan sutil que al principio no me di cuenta; al fin las dejé por completo. Traté de llevar a cabo algunas sesiones de psicoanálisis sistemático con el teniente Wilber, pero me fue imposible. Aunque él conocía todos mis problemas desde el punto de vista académico, parecíamos hablar distintos lenguajes culturales. Los consejos que me daba sobre el amor y el sexo equivalían a los que yo le habría podido dar a un siervo medieval para llevarse bien con su señor y su sacerdote.

Y en eso, a pesar de todo, radicaba mi problema. Yo habría podido soportar todas las presiones y frustraciones de la comandancia; no me habría importado estar encerrado en esa cueva, con gente que a veces me resultaba apenas menos extraña que el enemigo, y habría tolerado la cuasicertidumbre de morir dolorosamente por una causa indigna si Marygay hubiera estado conmigo. Aquella sensación era más y más intensa a medida que pasaban los meses.

El psicoanalista encaró ese punto con mucha severidad, acusándome de jugar al romanticismo con mi posición. Decía saber qué era el amor y afirmaba haber estado enamorado. Y la polaridad sexual de la pareja no involucraba diferencia alguna. Bien, yo podía aceptarlo; el concepto había sido una frase hecha en los tiempos de mis padres, aunque la mía la había contemplado con previsible resistencia. Pero el amor, según Wilber, el amor era un frágil capullo, un delicado cristal, una reacción inestable que podía durar hasta ocho meses. Para mí todo eso era una estupidez; le acusé de usar esquemas culturales; los treinta siglos anteriores a la guerra enseñaban que el amor podía durar hasta la tumba y más aún. ¡Él lo sabría muy bien si hubiese nacido en vez de ser incubado! Cuando le dije eso adoptó una expresión irónica y tolerante, repitiendo que yo era víctima de una frustración sexual autoimpuesta y de una ilusión romántica.

Ahora pienso que nos divertíamos bastante discutiendo el tema. Pero curarme, eso no lo hizo.

La verdad es que tenía un nuevo amigo que pasaba todo el día en mi regazo. Era el gato; tenía ese talento especial que induce a los de su raza a ocultarse de la gente a quien le gustan los gatos, para buscar en cambio a quienes les tienen alergia o poco aprecio. Sin embargo, teníamos algo en común; dentro de mis conocimientos, era el único macho heterosexual de los alrededores. Estaba castrado, pero dadas las circunstancias eso no tenía mucha importancia.

6

Habían pasado exactamente cuatrocientos días desde que comenzáramos la construcción. Yo estaba sentado a mi escritorio, sin verificar la nueva lista de Hilleboe, con el gato en el regazo; el animal ronroneaba con ganas, a pesar de que yo me negaba a acariciarlo. Charlie, tendido en una silla, leía algo en el visor. Sonó el teléfono. Era la comodoro.

—Han llegado.

— ¿Qué?

—He dicho que han llegado. Una nave taurina acaba de salir del campo colapsar. Velocidad, 80 c. Desaceleración, treinta gravedades. ¿Qué le parece?

Charlie se inclinó hacia el escritorio, preguntando:

—¿Qué pasa?

Arrojé el gato al suelo.

—¿Cuándo puede iniciar la persecución?

—En cuanto usted corte el contacto.

Corté y me dirigí hacia la computadora logística, gemela de la que había en Masaryk II y conectada con aquélla. Mientras intentaba obtener algunos datos, Charlie maniobraba con el exhibidor visual.

Éste era un holograma de un metro cuadrado por medio metro de espesor; estaba programado de modo tal que mostraba las posiciones de Sade-138, nuestro planeta, y unas cuantas rocas del sistema. Unas motas verdes y rojas indicaban las posiciones de nuestros vehículos y las de los taurinos.

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